RCP

Barroco homosexual tucumano: Carlos Legorburu

10-05-2024

Por: Santiago Villanueva

En una nueva edición de su columna RCP, Santiago Villanueva recupera la obra y la vida de Carlos Legorburu, un pintor tucumano que se pasó la vida tratando de conseguir las cosas más grandilocuentes del mundo. Un artista obsesionado con Caravaggio y otros pintores históricos.

Barroco homosexual tucumano: Carlos Legorburu

Adivinar la edad y ubicación de sus pinturas es proyecto imposible. La exageración material y el despliegue ceremonial de su figura hacía que nada sobre, Carlos Legorburu hizo sobre el mito de la destreza y el estilo de vida, lo más parecido a lo que odiaba: ser un pintor local. 

Sobre la grandilocuencia de la palabra y de los grandes maestros, el registro con figuras reconocidas y hasta famosas, fue un artista que recibe un “legado” para entregar otro “legado”, donde el valor mayor es sostener algo, que desde fuera solo vemos, cae. 

Nació en San Miguel de Tucuman en 1957 y murió en la misma ciudad en 2019, aunque en su inquieta vida fue de un lado hacia el otro. Annemarie Heinrich lo retrató de joven en 1976, con una mirada que aún inquieta, algo dudosa y confundida. Para ese momento el joven Legorburu estudiaba música, y la aprendió a leer casi como aprendió a hablar español. La música fue su llave social, con la que seducía y sorprendía, por precoz, por irreverente. Pero su personalidad se formó con la pintura, desde los primeros manchones sobre la pared del “petit hotel” en el que vivió de niño en Tucumán, y el encuentro con obras de Rubens en alguna mansión aristocrática de la ciudad. “El barroco hizo carne en mí, a tal punto que tiñe todas las manifestaciones artísticas y mi vida misma”, confesó. 

Cuando su amigo, el artista Ezequiel Linares, le preguntó cuáles eran sus influencias, a quienes miraba, Carlos respondió: “Yo aprendo de Caravaggio”. A lo que Linares remató sonriente: “Sencillito, sencillito

Legorburu estuvo cerca de Julio Bocca y de Amalita Fortabat. Su sociabilidad fue exagerada, su obra también, lo exagerado necesariamente desborda: contener-desbordar, mismo método que Federico Klemm, la mitología como escondite para el desnudo masculino, el cuerpo como evidencia de algo tan evidente que puede sobrevivir a cualquier actitud homofóbica. 

De pequeño, en medio de un ataque de entusiasmo, se cayó al piso y perdió sus dientes. La solución fue una dentadura postiza que el pequeño se sacaba para jugar a “ser pobre”. Carlos el pobre, sin dientes, Carlos el rico, con dientes. Hacía este numerito frente a sus compañeritos del colegio, pidiendo monedas a cambio, que los niños le tiraban al piso. Carlos se dijo a sí mismo: “Seré artista, pero pobre no

Ya más grande, en los años 70 vivió una experiencia en Brasil, donde tuvo varios trabajos como retratista de parte de la aristocracia paulista. Así en 1976 realizó un óleo sobre lino de la Condesa Matarazzo. Fueron cinco días de intenso trabajo, dando relamidos detalles a la joyería y a las telas de seda que la cubrían y que sería, en palabras de Legorburu, “un pasaporte a la eternidad. El sexto y último día, al llegar al salón donde continuaría su trabajo se encontró al hijo de la Condesa, tomando la mano de su madre muerta, y exigió al pintor, por una interesante suma de dinero, terminar el retrato, ya no de la señora, sino del cadáver que poco a poco estaba más pálido. Legorburu aceleró la pincelada y lo dio por finalizado al rato. 

Su relación con los pintores que admiraba era casi como un acto de invocación psicomagica, son todos italianos, todos están lejos en geografía y tiempo. Cuando se encierra en su taller a trabajar en su pintura “Espartaco”, del año 2013, se dijo a sí mismo: “Hoy convoqué a Caravaggio y se llegó a mi estudio en Tucumán”. Legorburu tenía el método del décimo, mirar nueve cuadros de un mismo pintor, y pintar el décimo. Así llegaría, así formaría parte de una historia que ya existía, todo en mayúsculas. El tiempo no importa, la tarea del artista es completar –terminar– un relato que escribieron otros. 

Una vida, un cuadro”, dijo. 

Llega el marquero a su casa, para elegir la varilla que daría foco a una de las obras más importantes de Legorburu, que no solo tenía un gran tamaño sino el trabajo de 7320 días invertidos de su vida en la tela. El marquero recorre con su mirada cada detalle de la imagen, las plumas del loro, el líquido dentro de la chocolatera, el brillo especial de la sandía, y queda en silencio por varios minutos, hasta que dice: “Ahora entiendo. Usted alucina”.

Legorburu, con el avance de su edad, confundió tiempo y espacio: ¿Estaba en Tucuman o en Roma? ¿Con quién hablaba? No es una diferencia de pocos kilómetros y años: son millas y siglos. ¿Qué hacer para lograr ubicarse, encajar en un presente? Su casa estaba abarrotada de imágenes, muebles, molduras y dorados, solo lo traían al presente golpes insoportables de realidad: “Cuando niño mi mirada era egipcia hasta que descubrí el cielorraso de mi cama”. 

En un sueño aparece con su enamorado frente a un galpón lleno de esculturas griegas: un idilio. Recorre entre el poco espacio que queda entre cada una, no sabe si está en el Vaticano o en un depósito en el barrio de Yerba Buena. El espacio se va estirando, haciendo cada vez más inalcanzable, hasta que aparece un Moises que detiene el tiempo, intenta alcanzarlo y todo se aleja, su amor también. Legorburu queda de nuevo solo en su estudio.

Cuando tuvo que pintar un autorretrato, escribió simplemente YO en la tela, como el que hizo en el año 2014. Su ego es típicamente surrealista: todas las figuras que pinta, se derriten, son volátiles o se esfuman, pero su rostro, su presencia aparece siempre con intensidad. Él mismo identifica que lo sobrio no es lo suyo, que se prefiere enredado en el lenguaje. En su libro autobiográfico, tituló un pasaje “Me llamo agrado, y ahí escribió: “Algunos perforan las telas con sus gritos salvajes, otros despliegan embustes a sus políticos, se pierden en la oscuridad de sus dioses o repiten y repiten su ingenua novedad. Yo, no. Lo que quiero es que quien choque con mi pintura explote de mar”. 

¿Alguien hoy piensa en la obra de Legorburu? 

Poquitos. 

Juan Ojeda me dice que no conoció a Legorburu, pero que Alfredo Frías estudió con él. Pregunto a Hernan Aguirre y me responde con unos links de youtube. Blanquita, una periodista cultural tucumana, que tiene el programa de televisión “Los juegos de la cultura”, entrevista a Carlos, que en tono de drama pálido y soberbia, señalando una imagen de su obra dice: “Ahí tenes el cuadro que no se podía terminar, me llevó 20 años. ¡Qué barroco! ¡que cargado! ¡un poco demodé!. De la antigüedad nos van quedando dos fiestas, el carnaval y las fiestas de saturno, en donde vale todo. Esto es todo un desorden en un palacio romano. Estos naranjos no pueden estar en las calles de Tucuman, por eso es Roma. Se volaron las cartas. ¡Las partituras en el piso! ¡Ya llegó el chocolate caliente!, y curiosamente cuando uno está al lado de la obra, ve el vapor escapando por al lado de la copa. El chocolate en el siglo XVIII era una droga. ¿Qué me pasó en estos 20 años que hice la obra? Me hice más minimalista ¡la vida te hace minimalista! De joven uno es barroco, los años te vuelven sobrio y sencillo. Yo estoy ahí en ese telefonito que figura en el pie de pantalla, me llaman y vienen y pueden estar conmigo. Yo pinto verano e invierno. Estoy en Tucuman porque cuido a mi madre”.