RCP

Alfredo Guttero: pasos cortos sobre pared artificial

01-08-2024

Por: Santiago Villanueva

En esta edición de RCP, Santiago Villanueva hace repaso por la obra y la vida de este artista que siempre tuvo la fantasía de vivir en Italia, incluso estando en Argentina.

Alfredo Guttero: pasos cortos sobre pared artificial

La obsesión por Italia fue en muchos artistas la obsesión por el trabajador campesino y el enaltecimiento de su cuerpo. Músculos desbordados, huyendo del plano hacia otro lugar mejor. Italia es el trabajador curvo, a punto de quebrar su columna, pero también el físico que, por el esfuerzo de las horas en el trabajo a la intemperie, se forma como el cuerpo de un atleta. Alfredo Guttero decidió que la ciudad para su vida sería Génova, aunque interrumpió ese deseo, de alguna manera, y en los años que vivió luego en Buenos Aires flotó por la ciudad como si estuviera allá. 

Volvió para quedarse solo unos meses después de una década europea, años de formación, que Julio Payró decidió llamar “diez años de caos”. Con esto quería decir que Guttero no se había decidido por un estilo personal, sino que la confusión de los estímulos lo llevaba siempre a rotar entre tendencias. La desorientación se prolongó, entre las exposiciones y la guerra, solo crecía la incertidumbre y el desaliento. Dudaba: ¿Sería pintor, o más bien cantante? Tenía 22 años, practica e instinto: pero era cera blanda aún. Guttero encuentra ambiente en Buenos Aires, no en Berlín, ni Madrid, ni París. Todo ahí era inquietud y desorden, acá fue otra cosa, corría otro aire. En Buenos Aires poco a poco se desprende de los parásitos literarios europeos, como los llama Payró, y depura golpe a golpe su técnica. 

Guttero vivió muchos años en la indecisión, fue pausado, dudo todo lo que necesitaba dudar. Algo de ese tiempo lento de su actividad, no solo está en sus obras sino también en el temple de las fotografías que lo retrataron en diferentes momentos de su vida. La más intensa es de 1895, era adolescente y tiene los labios con gesto de sorpresa. La descripción que hace Payró de esa imagen es preciosa: “Manos piadosas han conservado una fotografía de Alfredo Guttero a la edad de 15 años, impresionado al estrenar el adolescente su primer traje de hombre. El rostro alargado revela una extraordinaria distinción, y el porte, la altivez de la nobleza esencial. Domina en el  semblante juvenil, una gravedad inspirada, subrayada por el contraste de la nariz fina, vibrante, y del labio sensual que cubre el bozo incipiente. Y se refleja en esos grandes ojos grises, fijos en el cielo, la hipnosis mística del arte.” Ese gesto permanece, a lo largo de muchas de las fotografías que sobrevivieron, el bigote se abarrota, la cara se redondea y se vuelve calvo. Guttero decide posar con sombrero, salvo en las fotografías que le toma Horacio Coppola en 1931, donde posa menos esperanzador, más sombrío y serio, con un moño con puntos blancos. 

Payró también dice que de joven pintaba como un viejo y en su madurez pintaba como un pervertido joven, a la inversa de todos. Era sereno de justa mesura, parecía dar pasos cortitos cuando caminaba, como con miedo de caerse en un pozo. Le gustaba la seducción fácil en la pintura, pero era un tímido en su recorrido por la ciudad. Lo intenso que lo dominaba lo llevaba a volcarse a pintar Madonas delicadas, la esencia de su alma dramatica y tierna domina lo musculoso y redondeado, lo recto lo aburre, es de matices suaves, y se obsesiona por los colores pasteles y los colores perlados. Su género académico se va torciendo poco a poco a lo decorativo, acercándose cada vez más a la obra de Maurice Denis. Es así que en 1927 gana el Gran Premio de Pintura Decorativa con Motivo campestre, una de sus composiciones más complejas donde la mayor riqueza está en los segundos planos poblados de escenas de romería, marineros e impulsos de coquetería. Aunque muchos definen su obra como monumental, es a la vez tierna y los cuerpos tienen una cierta rigidez pero están inundados del deseo que los retrata. Va de las escenas de trabajadores, a motivos religiosos, a retratos y autorretratos. Sin importar el tema: cada pintura es una anunciación.  Se presenta impermeable y desconfiada de raras influencias que lo alejen de un centro, que construye gracias al yeso cocido, técnica que lo acompañó los últimos años de su producción. 

Alfredo Guttero. Retrato del pintor Victorica.

En su obra los trabajadores parecen ángeles, los trata como un artesano trata sus materiales, haciendo que lo grande se vaya empequeñeciendo a medida que lo pinta, y dándole expresión rotunda a los rostros. Lo vemos tanto en Cargadores ligures, de 1926, como en Feria, de 1929. Su técnica es la de la pared artificial, sus obras son tratadas como un muro que no es tal, muralismo móvil: como una pared de iglesia arrancada violentamente. Así también trató a la escenografía, como cuando hizo en el Colón los decorados para El barbero de Sevilla y El aprendiz del brujo.

Fue en los retratos y autorretratos donde se destacó con eficacia. El deseo proyectado en la languidez y reposo de los cuerpos está presente en las obras tempranas, telas con las que se lo identifica menos, como Retrato de Lucien Cavarry, de 1911, y Retrato del compositor, de 1912. Pero la locura de lo pastoso y más desordenado del material está en Retrato de José André y en Alberto Candioti, las dos de 1927. Cuando se representa a él mismo, se enaltece en el porte de un trabajador, así es en Campagnolo (autorretrato como campesino italiano) de 1924, pero también pinta con una actitud similar cuando da cuerpo a un amigo para unirse a una genealogía amanerada, como lo hace en Retrato del pintor Victorica, de 1929. 

La educación lo obsesionó en muchas direcciones diferentes, tenía el impulso de la enseñanza popular, y su porte estaba cerca del de maestro escolar, aunque nunca lo fue.  Con Raquel Forner, Alfredo Bigatti y Pedro Dominguez Neyra organizó un taller libre, con modelos colectivos y dando mucha independencia para desarrollar los dotes personales de cada uno de sus alumnos. Para ellos vanguardia era autodefinición. Realizaron afiches y los distribuyeron por la ciudad. Alquilaron el estudio 300, en el piso 11 del edificio Barolo, y dieron libertad a quien concurría para usar ese espacio en sus ratos libres. 

En paralelo desarrolló el proyecto de las “Barracas de Arte” o “Barracas desmontables”, con la que quería hacer una campaña de divulgación popular, con ideas como por ejemplo traer una muestra de Maurice Denis y montarla en Plaza Congreso. El proyecto no se llevó adelante pero si la extensa actividad de la agrupación Camuatí, que crearon en el sótano del Café Yokohama en 1928, donde uno de los impulsos era realizar más de 30 exposiciones ambulantes en una casilla desarmable, proyecto también trunco por la falta de financiamiento oficial. Guttero fue un incipiente promotor y curador de exposiciones de otros artistas, como la de Ivan Mestrovic, gran influencia en su trabajo y que no solo se encargó de difundir en Buenos Aires, sino también en Montevideo. 

En esos años exhibe tanto en lugares oficiales como en pequeños sucuchos, de la Asociación Amigos del Arte a la exposición de pintura joven y arte viviente en la Feria del Boliche, que dirigía Leonardo Estarico. La ciudad lo sorprendió cada vez más. Participó de la segunda exposición de pintura y escultura organizada por el Ateneo Popular de La Boca, en 1928, que fue clausurada con una extraña fiesta que dieron a llamar “fiestita de descentralización”. Una de las últimas, de a poco se acerca un final inesperado. Los últimos años los vivió con sus dos hermanas en la calle Salta. A los 51 años se detuvo su mano. Tanto amaba el local del edificio Barolo que al morir pidió que sus restos sean velados ahí, en el recreo entre una clase y la otra. 


Foto de portada: Alfredo Guttero. Retrato de Lucien Cavarry, 1911. Óleo sobre tela. 114 x 145 cm.