Una pequeña salvedad para empezar está colección de textos, que en los próximos meses se presentarán en la columna RCP de Vida Cotidiana. Si clasificar es aburrido, mucho peor son, a veces, algunas categorías que aún se adecuan a cierta idea de canon: que hay cosas que se ven más que otras, que las cosas que se ven más que otras son el mainstream, que las cosas que se ven menos son el under. Que hay cosas que hacen que otras cosas estén ocultas y esas son las cosas olvidadas. Que las cosas olvidadas necesitan volver a verse, que una cierta idea de justicia las ponga nuevamente en un plano de nueva visibilidad, que necesitan de un rescate, una salvación. Falso idilio.
Esos olvidadxs nos recatan a nosotrxs, como dice la poeta Diana Bellesi. Nosotrxs estamos hundidos, olvidados, ellxs no le temen a no ser recordados. Nosotrxs tenemos miedo que se olviden, ellxs no tienen preocupación y posiblemente estén cómodxs donde están. Nosotrxs necesitamos que aparezcan para equilibrar nuestra historia presente, ellxs no creen en el under ni en el mainstream, ellxs están cómodos. Entonces, nada más detestable que digan que rescatamos algo, “si todos trabajamos con la recuperación de migajas emocionales y la invención flexible de alguna identidad”, dice Bellesi. Ellxs nos empujan y cambian el agua estancada, para que cuando algo se mueva, se mueva todo de nuevo.
Ahora sí: Sofía Bassi (Veracruz, México, 1913-1998).
Hace unos cuantos meses, la galería Travesía Cuatro -ubicada en Ciudad de México-le dedicó una exhibición a sus pinturas, armando un cierto halo de recuperación de una joya perdida. Ahí las vi por primera vez. Me había mencionado su trabajo un amigo artista y su novio historiador del arte. Bassi estaba por ahí, desde las caóticas ferias de antigüedades hasta en exhibiciones sobre surrealismo y más que nada acerca de mujeres surrealistas, en sintonía con un tono de época -algo que hoy se va diluyendo-.
Una paleta de azules verdosos gana la superficie de casi todas sus pinturas. Hay genealogía, y hay lugares comunes, pero Bassi tiene un tono loco, le da una vuelta de tuerca al huevo, a la presencia fantasmal de las figuras y al paisaje suspendido sin geografía, sin línea de horizonte, más típico del surrealismo de programa. Pero lo que más se destaca es su extraña firma, en casi todos, abajo a la derecha remarcando unas iniciales: ELC. Claramente no coincide con su nombre, pero sí con su historia telenovelesca. ELC es “en la cárcel”, y elegir esas letras como firma refuerza ese relato que le dió un gran protagonismo a su imagen. El surrealismo y su encierro eran algo tan próximo que merecían un libro.
Cuando Bassi escribió su autobiografía, sus editores decidieron hacer dos tomos, dividirla en dos momentos: su vida atravesada por la pintura, y su vida atravesada por la cárcel. La primera inconseguible y poco popular, la segunda de culto y aún en circulación: Prohibido pronunciar su nombre.
Bassi escaló cómodamente de clase cuando conoció a su segundo esposo: Gianfranco Bassi, con quien tuvo a su tercer hijo, Franquito. Pero la historia pone en primer plano a su hija Claire Diericx, de su anterior matrimonio, que jovencita se casó con el Conde Cesare D’Acquarone, generoso propietario de algunos castillos en Italia y protagonista de lo que le dio ese toque de color a la vida y obra de Sofia.
En el verano de 1968, apenas empezado el año y antes de la intensidad con la que México lo vivió, Juegos olímpicos y masacre de por medio, Sofia disparó varias veces al cuerpo del Conde frente a la piscina de su mansión en la ciudad de Acapulco. El conde cayó luego de los cinco disparos dentro de la pileta y murió al instante. El agua se enrojeció y Sofía en shock, pero algo consciente del efecto que podía causar en su hija la escena, subió rápidamente las escaleras hasta el segundo piso para empastillar a Claire y dejarla sedada hasta poco a poco acercarle la noticia a sus oídos. Ese fue el comienzo del enredo judicial de la pobre Sofía, que justificaba el hecho declarando que mientras todxs dormían, ese comienzo de enero de 1968, el Conde estaba enseñando a la pintora a cazar. Raro pero posible.
Sofía estuvo presa cinco productivos años en la cárcel de Acapulco, atacada sobre todo por el calor, los insectos y la prensa, pero con un tratamiento especial que hacía crecer su figura pública: su caso, un tema semanal de las revistas faranduleras. Allí recibió familiares, políticos y sobre todo artistas, que defendían su causa y la calidad de su obra, que no solo daba motivo a su vida en la cárcel sino que también era un medio para elevar su conducta y justificar toda inocencia.
“Mi esposo y mis hijos me llevaron pinturas, pinceles y caballete, para que mis alquimias cubrieran las horas interminables de mi encierro. Mis amigos observaron un cambio en los colores y comentaron que mis paisajes eran más tristes. Yo no advertí grandes diferencias, porque mi inspiración era la misma, a ella no podían hacerla prisionera”. Para Sofía el arte no solo era una cuestión de trabajo y técnica, el mostrar y mostrarse ocupaba gran parte de su tiempo, la sociabilidad era casi igual a crear una nueva obra, estaba siempre pendiente de los apellidos de sus visitantes.
Su proyecto más ambicioso fue la realización de un mural en la celda. Todo empezó con un pedido desesperado de un grupo de internos que le reclamaban a Sofía “¡Un pincel! ¡Un pincel!”. Así surgió un trabajo grupal de ocho metros junto a un grupo de ya conocidos artistas que la visitaban: Alberto Gironella, José Luis Cuevas, Rafael Coronel y Francisco Corzas. Bassi eligió el tema de la calumnia para su parte, porque era lo que la atravesaba esos días. Cuevas la justicia, Coronel la jaula, y así… El mural tematizaba el encierro y reforzaba heroicamente su sufrimiento para sus diarias e incansables visitas en su estudio-prisión.
Bassi pintaba sin parar. Hizo el cuadro Así me ven, que la representaba como una bestia prehistórica y extraterrestre, tratando de dar cuenta que despertaba en la gente una “curiosidad malsana de ver a una artista en la cárcel”. Pero también su éxito crecía, hasta le dedicaron una exhibición en el Club de Periodistas de la Ciudad de México haciendo una exacta reproducción de su celda en el espacio de exhibiciones y permitiéndole dar una conferencia inaugural por teléfono desde la cárcel.
Su autobiografía surrealiza la prisión, las historias que suceden alrededor de Sofía son muy parecidas a las de sus obras. En una, un viejo recluso, que por momentos se veía muy joven y por momentos demasiado viejo, despertó la curiosidad de la artista. Consultando por qué sucedía eso, gente de su confianza le describió el tratamiento que el viejo hacía: “Se colocan en una gran bandeja 30 huevos crudos, estrellados, lo más frescos posible; el individuo se descubre de la cintura hacia abajo y se sienta sobre ellos. Como si tuviera una aspiradora penetran por el recto los 30 huevos.”
En los últimos meses encerrada los presos hacían cola en la puerta de su cuarto para hacerse un retrato junto a ella y su mural, aprovechando hasta el último segundo la fama de su compañera. Murió en medio de los preparativos para el verano del 98, gozo el surrealismo tardío, el mejor, más despojado y liberado de las pautas de redacción, de los métodos y de la carta de aprobación de aquel primero, que México sufrió más que nadie de este lado. Su verdadero nombre fue Sofia Celorio, pero como ella mismo dijo “me lo cambié por motivos artísticos”.
Imagen de portada: Mural de Sofía Bassi en la Universidad Nacional Autónoma de México.