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Juan Soriano: cromática sin vocación proletaria

22-06-2024

Por: Santiago Villanueva

Un pequeño perfil sobre el artista mexicano. La relación con las mujeres que lo rodearon y con el "arte puto".

Juan Soriano: cromática sin vocación proletaria

Asoma desde el ángulo inferior izquierdo Juan Soriano. Así lo retrata Lola Alvarez Bravo, está en la playa de Chachalacas en Veracruz, es 1940. Hay varios retratos, muchos ese mismo año, y la mayoría lo ponen de perfil, porque así seduce, como le recomendaban todas las mujeres que lo rodeaban, las cercanas a la familia y las que apenas conocía al pasar. Él las odiaba, a todas: el cortejo de las brujas, le llamaba. Lo persiguen con esos celos que solo pueden aparecer con lo que no se puede tener. De eso Soriano no dejó nunca ninguna duda a sus trece tias vestidas de negro. Elena Poniatowska, que escribió su biografía, las enumeró: ”De niño vivió entre tías (horribles, según él), hermanas (horrorosas y borrachas, según él), criadas (espantosas), primas (locas desenfrenadas), nanas (atolondradas), abuelas (criminales), amigas (cochinas), amigas de sus amigas (no sólo cochinas sino hipócritas), apestosas, greñudas, aprovechadas, monstruosas, todas ellas, en torno a él, chiquito, bonito, azulito, modosito.” Como si fuera una fibra débil, niño de vidrio, frágil de emociones y más de la personalidad del titubeo que del varón malo. Lo escurridizo de esa personalidad será también algo de la obra, también el quererse hacer notar a medias: en las tierras del tamaño desconsiderado, Soriano fue por el camino de lo convencional y medido.

En su obra se pueden pensar dos momentos, mucho más arbitrarios que como los pensó la historia del arte en México, o como su misma obra lo deja ver a primera vista. Uno primero, de retratos, donde el cuerpo masculino posa relajadamente, algo deseado y algo soñador. El más especial de todos es el San Jerónimo, de 1942, donde un joven está distendido en una silla, completamente desnudo, apoyando su codo sobre una pila de libros. La descripción parece la de muchos otros retratos, pero este es difícil de olvidar. Tiene toda una carga erótica que también tuvo la literatura en México, muy diferente y alejada de lo que fue en Argentina –tapada e intelectualoide–. El segundo momento es el de ese lirismo que invadió a muchos artistas desde 1950: grandes temas, colores pasteles, rositas y verde agua, y una pincelada donde parece que el pincel roza mas que aplica. Son de ese momento el “Pez luminoso, de 1956. El primer momento Soriano es el del arte erotico, en el segundo es más el del “arte puto”, cómo diría Jorge Gumier Maier. Pero donde aparecen bien mezcladitos los dos es en el retrato de su pareja Marek Keller, de 1976, casi fractal y donde el perfil se proyecta al deseo propio. 

Sin vocación proletaria, abrazando su rol de homosexual afuera de la revolución, Soriano fue más por la sociabilidad que de tanto mostrarlo le permitía permanecer un poco oculto. De esa manera se fue acercando cada vez más a Xavier Villaurrutia, el poeta de los nocturnos, a quien retrató en 1940. Uno de ellos es el “Nocturno de los ángeles, casi como la puerta de entrada a una generación: “Si cada uno dijera en un momento dado, en una solá palabra, lo que piensa, las cinco letras del DESEO formarían una enorme cicatriz, luminosa”. El “arte puto” es también el arte del nocturno, y no precisamente por lo que podría pensarse, como un momento para ocultarse, sino todo lo contrario, porque es el momento del despliegue y la expansión en las formas de lo amanerado. Sin embargo, a los 67 años, cuando en 1987 gana el Premio Nacional de las Artes dice que para él el “movimiento gay” es una “estupidez”, que no es ni un movimiento, ni es nada. En realidad, dice, es un semi movimiento, lograr que nos tomen en cuenta a la mitad, y que la gente, los estúpidos se rían mucho.

“La vuelta a Francia”. 1954. Juan Soriano.

Otro de sus amores fue Diego de Mesa, para quien hizo en 1960 la escenografía y el vestuario para la Electra de Sófocles, en el Teatro Sullivan. Soriano decia de su relación: “Diego consideraba nuestra relación pecaminosa porque era homosexual y la homosexualidad es pecado mortal. No es que él quisiera ser un homosexual pasivo o vivir un amor platónico; él lo que buscaba es que no se supiera porque lo que no se sabe no existe”. El teatro siempre fue circo maricón por excelencia, es el arte que condensa todo lo necesario para llegar al “arte puto”, figurines y vestuario cambiando todo el tiempo, velocidad, mucha velocidad, una división muy clara entre ficción y realidad, o ficción y trabajo, elongación y cartón pintado. Pienso que muchos homosexuales de los 30 se acercaron al teatro no solo para poder encontrar rentabilidad a sus destrezas, sino también para encontrarse con esa cicatriz del deseo que habla Villaurrutia.

Muchos críticos dicen que Soriano usaba los marrones de una manera especial, que tendían al dorado, que parecían refractar. Es muy difícil no pensar en Salvador Novo, a quien también fue cercano, para hablar de los marrones que, literalmente, fisuraron todos los relatos cuando salió a la luz su libro Estatua de sal. Ahí aparece nuevamente la cicatriz pero aquella que el mundo de la proctología debe solucionar. Novo revela los detalles más tapados de su sexualidad y la sexualidad de una generación, y no inventa un vocabulario de bambalinas sino que solo relata en un primer plano. El marrón aparece como el color de ese deseo que estaba por ser contado, y Luis Felipe Fabre lo describe muy bien en su libro Escribir con caca, donde su hipótesis es que la poesía empieza en el ano: la cromática de Juan Soriano también.


Foto de portada: pintura de Juan Soriano.