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Cansado de los sentimientos inútiles

19-04-2024
Cansado de los sentimientos inútiles

Ahí está parado en el centro de la foto Eduardo Solá Franco. Año  1955. El lugar es Sitges. Basta con darle varias ojeadas a la imagen para entender todo, ya no hay mucho que decir ¿Por qué es tan fácil darse cuenta? Todos los países del mundo, todas las grandes ciudades por lo menos, tienen un Solá Franco, ya sea en los 30 o en los 90, en los 50 o en los 70. Todas los lugares con algo de vida nocturna, poseen un homosexual maleducado y rico, que malgastó tan bien su fortuna, que ese es otro, o a veces el unico, de los motivos para recordarlo. Algunos merecen ser sacados del closet, aunque suene horrible, y otros en vida lo hicieron perfectamente bien. Solá Franco es de estos últimos, y seguramente para mantener algo de la reputación familiar, recibió mucho dinero para pasar temporadas en otros países y divertirse lejos de cualquier alboroto social de la Guayaquil de mediados de siglo. Siempre pudo escaparse a donde quiso, siempre pudo volver de donde salió, y ese ir y venir lo hizo en un punto más invisible, o más disperso, a pesar de su frontalidad. 

Su amanerada presencia, tan masculina en su rostro, tan torcida y caiducha en el resto del cuerpo, hizo que desde su muy temprana juventud se asociara tanto su obra como su personalidad con el libertinaje. El también se ocupó de reforzarlo, retrató cuanto chongo se le cruzó por frente de los ojos, y eligió pintarlos exageradamente deseables. Es la gracia inevitable entender si el modelo estuvo o no estuvo con el pintor, y en el caso de Solá Franco la dedicación o falta de dedicación en la pincelada se encargó de que lo sepamos a la primera ojeada. 

Fue simbolista, renegaba un poco que lo llamen surrealista cuando sus referencias tenían una tradición completamente diferente, mucho más sofisticada y acorde con su estilo de vida. Sin sorprender, se obsesionó con su madre desde pequeño y le decidió una gran tela en 1933 que tituló Retratos de mamá en disfraces de diversas épocas, donde su mismo rostro va variando edades y cada traje delata un tiempo. 

Cuando llega a Buenos Aires se instala en un taller en la calle Tres Sargentos 436, y escribe en su diario: “Acá es donde me siento right in the mood to paint the blues.” Era 1942 y por un bar cerca se estaban juntando Maldonado, Iommi y el grupo de los concretos para redactar los primeros manifiestos, hasta ese momento llamado grupo joven, y escribían cosas como: “Con los concretos se refunda la necesidad de generar manifiestos. Más que nunca aparece la voluntad de un arte que excluya a otros. Un renacimiento”. Como se deja ver, Solá Franco estaba en una sintonía completamente opuesta a la de los concretos y así pintó “Melancholy blue, Buenos Aires”, en la que una joven con poca apariencia de viva canta al lado de un piano, en un bar que bien podría ser el Bar Sur o alguno similar. La pintura realizada en tonos azules, aparte de retratar lo que siempre se describe como una esencia porteña, deja ver un perfil de una ciudad que ya tenía una avanzada pretensión de moderna. 

Los hombres entran de lleno a la pintura en el capítulo que la historiografía ecuatoriana llama “espiritualidad”, recurso globalmente extendido para exagerar de manera protegida el intenso deseo masculino. La mitología es el gimnasio de los artistas gays, sobre todo de los adinerados que pueden contratar modelos voluminosos para dedicarse a pintar cada músculo y demorar la actividad. En La parábola del banquete nupcial, de 1948, los bultos y colas se mezclan con cuerpos amputados, en muletas y mujeres gritando de sufrimiento. 

En 1952 conoció en Ibiza a Jean Varenne, y es con él que empiezan los retratos en la playa, que hará hasta el final de su vida. Jean era pequeño cuando conoce a Solá Franco, y este escribe en su diario “Jean despertó mis instintos paternos”, y pinta ese mismo año “Jean Varenne con una sola concha. Luego de 10 años el ya joven lo va a visitar a Roma, y Solá Franco no solo le realiza una serie de retratos en carbonilla, sino que también filma una película, tal vez la más homoerótica de su filmografía: Boy bored in the beach, de 1962.

Autorretrato con desgarro (36 años). 1951.

A partir de los años 50 Solá Franco conoce y sostiene en “calidad de tutor o mentor” a muchos jóvenes, muchos entusiasmados con el personaje, otros entusiasmados con el dinero. En su diario hace un listado de a “quienes he ayudado”, y va tachando a uno por uno luego de sus peleas o distanciamientos. Su biógrafo menciona que nunca sus relaciones terminaban bien, y que muchos de los retratados aún hoy están sin identificar, pero de otros conocemos su vida y su trayectoria, como el caso de Filippo von Schlosser, hoy activista por el VIH en Italia, retratado en la playa en 1970 con una vistosa bufanda con los colores de la bandera de Ecuador: rojo, azul y amarillo. 

A finales de los años 50 retrató numerosos bailarines y se definió a sí mismo como “balletómano obsesionado”. El más llamativo fue el retrato de Oleg Briansky, con el que también hizo una película que tituló Encuentros imposibles. Por esos años frecuentó el taller de Leonor Fini, y su pintura adquirió algo de un surrealismo indebido, mezcla de ternura y terror, con una paleta que aspiraba a los tonos desconcentrados. Hay una escena que Solá Franco retrata en su diario que tituló Atelier de Leonor, donde se ve a la pintora en el centro rodeada de jóvenes gays vestidos de traje: las pintoras surrealistas aman a los jóvenes gays. 

La vida social lo atosiga. En su diario hay una página bastante inusual. Un espiral de tinta roja que hacia el centro se hace más intenso, retrata a su alrededor pequeñas escenas que insinúan charlas, encuentros, desencuentros, peleas repitiendo numerosas

veces a su alrededor: hello, goodbye, hello, goodbye, hello, goodbye, hello, goodbye, hello, goodbye as always. Es 1944 y está en Buenos Aires. Algo de la ciudad coincide con su deseo de sociabilidad, los bares, las fiestas y las inauguraciones. El tiempo de concentración en su taller de Tres Sargentos es cada vez menor y decide seguir sus viajes.

En 1947 pasa varios meses junto a Juan Luis Cousiño y se enamoran. Con la relación proliferan los retratos, de frente y de perfil, en “Juan Luis Cousiño y el minotauroel modelo ya no tiene ropa y se lleva la mano al pecho. Tres años después la relación finaliza de manera intempestiva y Solá Franco lo retrata en una pintura donde dos cuerpos masculinos, débiles y agotados, son conducidos por una mujer a una puerta, en medio de la noche. Con la separación aparecen escenas con una pincelada mucho más desganada y también escenas religiosas sobre todo las vinculadas a la crucificción y al apocalipsis. 

En 1959 conoce a David Morais en Sitges, y como menciona el curador Rodolfo Kronfle Chambres “Solá realizó varios retratos de Morais, todos en bañador o ajustados shorts que dirigen su atención al sexo”. Los retratos toman dimensiones mayores y se repiten, pero el 5 de octubre de 1961 anota en su diario “David se va, se marcha definitivamente”, y pinta una imagen de dos hombres caminando en la playa solos, a punto de agarrarse las manos. En 1994 recordando su relación con Morais escribe su poema más intenso que tituló “Poema a los sentimientos Inútiles.

“¿Por qué fue así?/ ¿Quién podría comprenderlo?/ Es algo que sucede en la vida de casi todos,/ este doloroso pasado es un secreto mío”. Le sigue a ese poema “Algo se esconde allá arriba” donde dice: “Detrás de cada una de esas telas hay una angustia suspendida”. Su pintura “Autorretrato con desgarro (36 años)”, realizada en Ibiza en 1951 lo muestra con el corazón abierto, de un rojo bien intenso, y por detrás un niño que tira de unos hilos del mismo color, como si remontara un barrilete con su corazón. Solá Franco está agotando, y aún está en la mitad. 

Sus gestos en primer plano, su excesivo deseo de que la pintura sea más que un escape, un medio para pertenecer y seducir, parecen llevarlo a una sensación de desilusión constante. La sexualización de su estar parado, de su obra, de sus diarios, el impulso de abusar un poquito de la cultura de sobremesa, de quedarse un poco más de los debido, darse a ver y dar a ver: cada retrato una marca, cada pintura una afectación. Solá Franco de tanto insistir con mostrarse con la frontalidad del retrato, queda ahí en la frontalidad, y borra todo perfil de misterio, de duda. Se queda fijo, en el lugar que antes era un juego. 


Foto de portada: La parábola del banquete nupcial. Eduardo Solá Franco. 1948.