Hoy terminó de suceder algo. Bajé a recibir al sodero, extrañada, porque siempre me toca el portero. Esta vez me llamó para que le abriera y cuando bajé no tardé mucho en darme cuenta por qué: el portero ya no estaba y en su lugar había quedado un agujero en la pared del cual salían decenas de cables filosos y frizados para todos lados. El agujero me impresionó mucho y la sincronía me atravesó: hacía cuatro días que el micrófono del teléfono de mi portero había dejado de andar. Podían hacer sonar el aparato y escucharme a mí, pero yo no podía escuchar a quien tocara. Entonces, ¿es producto realmente de una casualidad la desaparición del portero con su parcial estropicio? ¿Será que toda la maquinaria del portero se estaba deshaciendo anímicamente hasta terminar de entregarse a unas manos en la noche? ¿O es que en realidad esas manos que terminaron por tomarlo son las mismas que lo venían aflojando pacientemente, noche tras noche, generando algunos efectos colaterales en la comunicación de algunos pisos del edificio, entre ellos el mío?
Ahora que ya sucedió no puedo dejar de pensar que el deterioro del portero era una especie de aviso indescifrable, sin importancia porque ya no está más. Si tuviésemos el poder de entender por qué sucede todo podríamos llamarnos videntes. En esta fantasía neurótica nos imagino manejando los pequeños eventos que nos rodean como quien maneja la estrategia en un juego de ajedrez. Pero esto no sucede y en cambio, existe el misterio. En cambio, existen las pinturas de Guido Orlando Contrafatti, expuestas actualmente en Moria Galería.
No hay texto de sala. El sentido de este silencio es dejar lugar a que las imágenes hablen por sí mismas y develen sus capas de sentido que fueron engrosándose con el tiempo. Ellas, las imágenes, fueron las manos invisibles que aflojaron nuestro portero, y ahora, ya no está y está todo roto a nuestro alrededor. Terminaron de salir del averno y éste se volvió presente en el crecimiento exponencial de la histeria de la gente y la sensación de inminencia propia de una bomba con un cronómetro regresivo. Un presente donde los porteros desaparecen por su valor de cobre. Podemos hacernos la pregunta de si es sensato o no escribir sobre arte hoy en día. Si tengo que responder rápidamente, diría que nunca lo fue. Y está bien.
Ahora el agujero del portero está cubierto por cintas de papel de un modo que me hace acordar a una de las pinturas, la más grande de la muestra, que espera agazapada en la pared de Moria. Si vas a la galería la vas a reconocer: es una pintura que esconde un secreto que una vez descubierto inaugura un punto de vista nuevo y el espectador pasa a ser una figura icónica a la que hace dos años fue apuntada con un arma mientras miles de flashes rebotaban en su rostro.
Momentos icónicos de la reciente y antigua historia argentina aparecen reflejando una contemporaneidad tenebrosa. En la sala nos recibe este cielo estrellado pero ahora literalmente estrellado contra la pared y el suelo, una escenografía del paraíso que quedó vieja, Truman Show tercermundista, el espectáculo caído, ruinas de la simulación: nuestros sueños hechos añicos.
Las obras de Guido tienen una glamurosidad, un encanto caído, un coquetismo iracundo que probablemente es producto de no poder existir en otro momento que en el averno actual. Ellas apagarán la luz de la galería y dejarán esta sede para siempre, junto al resto de las obras que se esconden en la trastienda despidiendo silenciosamente a los que solemos estar para volver a saludarlos en la próxima locación de la galería.
Un gusto el averno conocido, de Guido Orlando Contrafatti, se puede visitar en la galería Moria (Thames 608, Ciudad de Buenos Aires) de jueves a sábados y de 16 a 20. Gratis.
Foto de portada: Guido Orlando Contrafatti.