Antes el mundo no era tan amplio. Sólo amábamos lo que nos contaban los mayores y en los ochenta en la escuela de arte, el muralismo mexicano era el canon. Treinta años después viajo a la Ciudad de México a verlo en vivo, impulsada por mi amigo Santiago Villanueva que está allá y me pasa un documental de Juan O´Gorman que me deja muda.
El primer día visitamos el mural de Diego Rivera que adorna una cisterna o bomba de agua en medio de un parque. Pensado para estar sumergido, en su piso nadan agua vivas y bichos unicelulares –monstruos marinos, podríamos decir–. Arriba miran los ingenieros y obreros que lo hicieron posible rodeados de las escenas costumbristas de Rivera, su hija, un organillero con un mono. Parece algo de otro mundo.
En el palacio de Bellas Artes conviven Diego Rivera y Orozco. El mural de Diego se divide al medio entre el mundo capitalista y su degeneración, y el mundo socialista saludable y feliz. El mural de Orozco es un terremoto de brochazos, cuerpos en escorzo y colores dramáticos.
Otro día vamos a la Secretaría de Educación Pública, un tranquilo edificio de galerías cuyos muros gritan las imágenes de Rivera: campesinos, soldados, ricos que comen banquetes, fábricas. Todo el pensamiento de la época a plena voz, inmutable, perenne.
Como si esto fuera poco, en la casa de gobierno vemos un mural gigante que retrata la epopeya del pueblo mexicano. Desde los aztecas con sus mercados, ceremonias y templos, pasando por la dolorosa conquista donde aparece un Hernán Cortez feo y deforme por la sífilis, hasta la posterior revolución luego de la opresión.
También vamos a la universidad pública, donde viven los murales de Juan O´Gorman, hechos con piedras de colores de todo el territorio mexicano. De nuevo la gesta, los valores, la historia. Nos sentamos en el pasto a descansar y las imágenes nos impregnan, se nos hacen carne.
Sucede que estos murales los hace posible José Vasconcelos, el secretario de educación publica del gobierno de Obregon, que cuando arranca su propósito de educar al pueblo advierte que la mayoría no sabe leer. Sin bajar los brazos, acude a los pintores para que ilustren el pensamiento mexicano. Rivera acepta pero antes viaja a Italia a aprender el arte de la pintura mural, el fresco. Vuelve unos años mas tarde y no para de pintar hasta su muerte. Es así, cuando el temperamento acompaña las circunstancias, facilitadas las herramientas por un gobierno acorde con ellas, que no puede fallar la propuesta de un artista.
Caminando con Imanol, luego de ver el mural de la alameda, pensamos en Argentina y en las pocas obras que ilustran nuestra gesta. Pensamos en cómo en México había ganado la imagen y en nosotros la palabra y en por qué sería así. No llegamos a ninguna conclusión, pero decidimos hacer esta revista y acá estamos.
Foto de portada: ‘Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central’, Diego Rivera.