Los lunes, martes y miércoles la entrada al Lorca cuesta mil seiscientos pesos. Lo mismo que vale, al momento de escribir esta nota, un alfajor. Sin saber de qué iba pero habiendo escuchado comentarios elogiosos, nos metimos en la sala dos a ver Anatomía de una caída y salimos con algunas ideas.
Un perro baja corriendo las escaleras atrás de una pelotita que cae rebotando por los escalones. A los pies de esa escalera, en el living de la casa, una estudiante y una escritora graban una entrevista; arriba un niño abre canillas en un baño; en otro cuarto, un hombre escucha una versión instrumental de PIMP (el tema de 50 Cent) en loop a un volumen exagerado. La primera escena de Anatomía de una caída es caótica, los eventos suceden en simultáneo y de forma más o menos desordenada, aparentemente inconexa.
Cuando la estudiante se asegura de que el celular está grabando, le anuncia a Sandra que pueden empezar la conversación y le hace una pregunta que no conseguirá respuesta, ya sea porque PIMP se escucha cada vez más fuerte, hasta el punto de imposibilitar el diálogo; ya sea porque Sandra parece más interesada en coquetear que en responder; o por ambas razones o por ninguna en particular. Es difícil determinar con precisión por qué suceden las cosas. Nunca hay un último motivo, un único motivo, un origen claro y distinto. Y esa complejidad queda expuesta en el resto del relato.
Sandra es la madre del niño, la esposa de ese hombre que molesta arriba y es, además, una escritora exitosa. La madre, la esposa, la mujer, la escritora, no corren por carriles separados y la pregunta que le plantea la estudiante para comenzar la entrevista tiene en cuenta este enredo: “la forma en la que describís el accidente del hijo es difícil de leer porque sabemos que se trata de tu propia vida. ¿Crees que solo se puede escribir desde la experiencia? (…) ¿Para empezar a escribir necesitas algo real primero? Decís que tus libros siempre mezclan realidad y ficción, eso hace que querramos saber qué es qué”.
Estas preguntas quedarán abiertas y resonarán en las siguientes dos horas y media de película, en las que Sandra es indagada por la justicia que intenta esclarecer la causa de la muerte de su marido, Samuel. Porque en los juicios, como en las películas y los libros, la verdad parece importar menos que la verosimilitud.
En uno de los momentos más tensos de la película, se expone ante el tribunal un registro de audio que guardaba Samuel en su pendrive. La corte, chismosa, para la oreja para escuchar una jugosa discusión de la pareja. Ninguno de los dos parece tener razón o no tenerla. No hay culpables e inocentes, como los hay necesariamente en los juicios. Hay dos cuestiones que se plantean en esta escena que nos gustaría tomar como excusa para pensar un poco más allá de la película. Por un lado, el tema de no escribir. Por el otro, el problema de los métodos para sí escribir.
TIEMPO PARA ESCRIBIR
En su libro “Prendas contra las mujeres” Anne Boyer hace una aproximación a este tema en un ensayo-poema titulado “¿Qué es no escribir?”:
Hay años, días, horas, minutos, semanas, momentos y otras medidas de tiempo gastado en la producción del “no escribir”. No escribir es trabajar, y cuando no es trabajar en un trabajo pago, es trabajar en un trabajo impago como cuidar a los demás, y cuando no es trabajar en un trabajo impago como el cuidado, cuidar también de un cuerpo humano, y cuando no es cuidar de un cuerpo humano muchas horas, semanas, años y otras medidas de tiempo gastadas ocupandose de la mente en maneras como leer o aprender y cuando no es leer o aprender también es hacer cosas (como prendas, comida, plantas, obras de arte, cosas decorativas) y cuando no es leer o aprender y trabajar y hacer y cuidar y preocuparse, también es la política, y cuando no es la política también es el tipo de medicación de la que se trata el consumo, en su mayor parte de sexo o ebriedad, cigarrillos, drogas, historias de amor apasionadas, productos culturales, también internet.
“¿Crees que solo se puede escribir desde la experiencia?”, le pregunta a Sandra la estudiante. En esta lógica “la experiencia” corresponde con no-escribir y escribir pareciera ser una elaboración de no-escribir. Entonces no-escribir es la materia prima para la escritura, y el tiempo disponible, la condición necesaria para elaborarla.
La diferencia en la distribución de tiempo disponible para escribir y el tiempo dedicado al no-escribir está en el centro de la discusión de la pareja. El reparto es desigual y Samuel, a cargo de las tareas de cuidado del hijo de ambos y frustrado con su carrera de escritor, encuentra en ese desbalance el quid del problema.
¿Cómo encontrar el tiempo de escribir en un contexto de disputas políticas urgentes, de emergencia económica, de internet, de borracheras y de amor? ¿Cuánto tiempo nos queda para eso? ¿Cuánta energía? ¿Cuánta disponibilidad emocional para el ensayo, la prueba, el error? ¿Son conscientes quienes tienen tiempo para escribir de cuánto tiempo lleva la producción de no-escribir? ¿Cuando escribir es un trabajo remunerado es escribir o no-escribir? ¿Por que nos tortura tanto a lxs que escribimos no estar escribiendo?
¿Siempre hay que estar escribiendo algo para escribir?
MÉTODOS PARA SÍ ESCRIBIR
En los ’80, Manuel Puig le pagaba un extra al plomero para que, además de cambiarle el cuerito a las canillas de su departamento en Río, le contara sus historias de amor. Este método, que no estuvo exento de posteriores problemas legales, reconocía mediante ese “extra” que el relato del muchacho carioca era materia prima para la producción del escritor.
Antes de morir, Samuel había estado grabando fragmentos de su vida (fragmentos de no-escribir) con el fin de usarlos en un proyecto literario. Es la segunda ocasión en la película en que alguien graba a Sandra para transcribir sus palabras. Pero la estudiante de la primera escena había explicitado el método, el marido no. Esto tiene que ver con el tipo de escritura que se propone cada uno. La escritura académica tiene formas muy codificadas, no es aceptable grabar una entrevista sin anunciarlo o usar una idea ajena sin citar a su autor. La literatura, en cambio, tiene los caminos menos trazados y esto favorece a que los límites se difuminen.
La idea de que un autor debe tener una voz original e inspirada, está en desuso desde hace tiempo y son muchos los escritores, Puig uno de ellos, que desafiaron estas premisas con sus métodos. Que un artista se apropie de discursos que forman parte de un lenguaje público o de la cultura es una práctica extendida y usual, pero cuando aquello de lo que se apropia pertenece a una esfera privada estamos frente a un problema diferente. Grabar a una persona sin su consentimiento es, como mínimo, cuestionable. Pero cuando se trata de arte parece que entramos en una zona donde los pactos habituales se suspenden y los posibles métodos para la producción se amplían. ¿Samuel provocó la discusión adrede con el fin de obtener materia prima potente para su proyecto literario?
Por otro lado, Sandra usó una idea de Samuel en una de sus novelas sin darle crédito. Las ideas no tienen certificado de autenticidad, nunca son del todo originales, ni propias, ni privadas. Cuando el tráfico de ideas ocurre en la intimidad de un vínculo amoroso en el que también se intercambian otros bienes extraños, por ejemplo, sexo, tiempo, responsabilidades compartidas ¿pueden dividirse como si fueran un bien patrimonial?