![Cuento de la selva](https://vidacotidiana.net.ar/wp-content/uploads/2024/04/Plantas-de-los-Dioses.-De-la-serie-Misiones.-2022.jpg)
Durante tres días estudié el rostro de Cristina. Sus ojos pequeños color marrón castaña. Su boca algo torcida a la derecha y sus grandes paletas, los caninos un poco metidos hacia adentro. Buscaba parecidos con mi abuela, la prima de Cristina. Por un momento los veía, luego desaparecían. Buscaba parecidos conmigo. Los trataba de encajar. Y encajaban.
La pileta en forma de ying yang diseñada por una arquitecta especialista en feng shui. Ninguna pared de su casa en ángulo recto. Todas líneas curvas. Cristina se mudó a Posadas con su primer marido, por una oferta de trabajo. Al poco tiempo se separó, pero siguió viviendo allá. Dice que le costó aceptar que ese era su lugar en el mundo. Que por unos años fue: “no, no voy a comprar un lavarropas, si igual no sé si me quedo”, “no, no pienso en construir casa si igual capaz me voy”. Pero después el tiempo conformó una elección. Quedarse en un lugar es elegirlo. Y construyó su casa sin líneas rectas, en Posadas, a treinta minutos en auto del centro y de la costanera.
Paseamos en auto por ahí. Hay un mural. El más largo del mundo, tiene un récord Guinness, vino el señor Guinness hasta acá y lo midió personalmente, me dice Cristina. Hay personajes clave de la cultura misionera. Ramón Ayala el Mensú, Chango Spasiuk. Me encantan los dos, no sabía que eran de acá. Cristina dice que no conoce nada de música. Que no escucha. Le pregunto si sabe silbar. No. Yo puedo silbar cualquier canción, le digo. Hago una demostración de “Apanhei-te cavaquinho”, de Ernesto Nazareth, y luego le pongo la canción original. Asiente y sonríe.
Nos metemos a la pileta de noche. Me cuenta de su viaje sola por Perú, Colombia y Ecuador. La admiro. Sabe muchas cosas de Argentina. Acá a doscientos kilómetros hay un pueblito que tiene en un campanario (uno de los pocos que quedan en nuestro país), una de las únicas dos campanas que mandó a hacer el Zar nosecuánto de Rusia, cuenta. Ella fue hasta ahí, a escuchar el sonido metálico. A hacerla sonar con sus propias manos. Dice que se siente como si te estallara la cabeza.
Hacemos una tortilla de acelga mientras miramos el canal Euronews. Se queja de que los europeos hace años que tienen los mismos problemas, hablan hablan pero nunca hacen nada. Miro junto a ella la tele y por primera vez veo a Europa como si fuese otro mundo, otro planeta, otra vida. Pienso en ella, que poco a poco se fue dando cuenta de que Posadas es su lugar en el mundo. Eligió esa costanera kilométrica llena de flores. El mural más largo del mundo. ¿Podemos elegir un lugar a nuestro antojo y que éste sea efectivamente para nosotros? Qué vendrá primero, una suerte de intuición, un magnetismo de la tierra que desde lejos nos llama, nos susurra, vení, quedate, acá sobre mí plantarás tus bananos, tirarás semillas de sandía y crecerán plantas, soy la tierra que te dará de comer y la amarás por eso. O uno se traslada y luego termina amoldándose al nuevo lugar de vida a modo de pensar que ese lugar estaba hecho para uno, cuando en realidad no es sino la capacidad adaptativa del ser humano ¿Nos eligen las ciudades, o las elegimos?
Al otro día me despierto y ella no está. Fue a trabajar. Tenía expectativas de encontrarla para tomar mate. Su presencia me es muy familiar. Como si la conociera desde siempre. Llega al mediodía y almorzamos. Siesta. A la noche vamos a Salvaje, el bar de moda entre los jóvenes. Ahí trabaja Jeremías, su nieto mayor, de diecinueve años. Lo saludamos. Es rubio y tiene las cejas más oscuras, muy definidas. Nos sentamos y ella pide una limonada. Yo un cynar con aperol, maracuyá y no sé qué más. Un trago de autor. Sabe muy bien y viene en un vaso enorme. Todo lo que Buenos Aires no sabe ofrecer. Pedimos unas mandiocas fritas. Es mi anteúltima noche en Posadas y quiero despedirme de la mandioca. Charlamos y me cuenta de su familia. Su papá era el menor de los hermanos. Un emprendedor. Tuvo una empresa de lavado de frentes de edificios. Luego una de caños de polipropileno. Cuando se inventaron los caños de plástico tuvo que cerrar. Y así fue reinventándose. Los abuelos de Cristina vinieron del Líbano. Campesinos pobres. Les decían que en Argentina se juntaba la plata en pala. Decidieron venir, pero con la expectativa de ganar mucho dinero y volver a su tierra. Fue por eso que dejaron a su hija, la mayor de las hermanas, allá. Cuando llegaron la realidad era otra: un pedazo de tierra para poblar, cultivar, sembrar. Kilómetros de pampa lisa vacía y húmeda. La hija mayor tuvo que venir hacia Argentina con otra familia, y acá se encontraron. Pienso en la desesperación de esa muchacha. En su tierra natal, pero sin familia. Otro tipo de desarraigo ¿Se habrá sentido abandonada?
Cristina me cuenta su primer recuerdo de la infancia. Desde el Líbano también había venido la tía Juanita, una mujer triste, vestida siempre de negro. Una tarde, rodeadas de Gallinas, la tía sentó a Cristina en su regazo y le enseñó un rezo. Al poco tiempo murió, jóven y con ojos tristes aún.
Imagen de portada: Florencia Böhtlingk. “Plantas de los Dioses”. De la serie Misiones. 2022.