En la novela de José María Arguedas Los ríos profundos, el niño que narra tiene su primer encuentro con las inmensas piedras incas sobre las que está construida la Catedral de Cuzco. Al acercarse y tocarlas con sus manos, siente una ebullición, un movimiento, y una voz. Las piedras están vivas:

—Papá —le dije—. Cada piedra habla. Esperemos un instante.
—No oiremos nada. No es que hablan. Estás confundido. Se trasladan a tu mente y desde allí te inquietan.
—Cada piedra es diferente. No están cortadas. Se están moviendo.
Me tomó del brazo.
—Dan la impresión de moverse porque son desiguales, más que las piedras de los campos. Es que los incas convertían en barro la piedra. Te lo dije muchas veces.
—Papá, parece que caminan, que se revuelven, y están quietas (46: 1985)

El niño siente más de lo que su padre, adulto, se permite. Demasiado embebido de mundo real, el padre subestima su experiencia mítica, su experiencia sensitiva de que aquellas piedras lleven, dentro de sí, vida, e intenta buscarle una explicación racional. De una forma u otra, el niño de la novela de Arguedas puede acceder a la cosmogonía indígena originaria de que los elementos de la naturaleza están tan vivos como los humanos, y unidos a ellos como parte de un todo. Pero la explicación racional de su padre no interesa al niño, tabula rasa de leyes y principios de la lógica lineal, y pierde poder frente a la sensación. La verdad es lo que puede tocarse con las manos. Las grandes piedras de la Catedral llevan consigo la historia, y pueden mostrar su ebullición a aquellos que están dispuestos a sentirlas.

No es casualidad que la primera frase que se oye en Archivos de Radio Piedras, el último disco narrativo de Nicolas Jaar que el músico vino a presentar a Buenos Aires el 19 de mayo, sea “te pido que sostengas esta piedra; no te cuesta nada. Sí, es un poco pesada, pero vale la pena”. Verbalizada en aquella invitación a tocar la piedra, Jaar propone en ese gesto dejarse afectar por la historia, “pesada”, de Chile, que duerme pero ebulle debajo nuestro. Tampoco es casualidad que, ambientada en un Chile del futuro, la narración comience con un incendio en una casa, que provoca la muerte de un niño en un pueblo chileno reseco, por causa de la negligencia de la minería extractiva. El niño de Jaar muere, pero al momento de morir, “recuerda que eso es lo que pasa cuando uno muere”. Quizás recuerda lo que le dijeron que era morir, o quizás recuerda porque no es la primera vez que muere.

A medida que continúa la narración, el niño encontrará una sobrevida, muerto pero vivo, subterráneo, sobreviviendo en una cueva gracias a alimentarse de elementos del universo (como estalactitas), y ocupando sus días con sueños. Cuando sus padres se retiran de la tierra donde murió, se le vuelve imposible soñar, indicando que existe una conexión entre territorio y posibilidad de imaginar, y probablemente, de futuro.

Lo único que queda en aquel futuro distópico de apagón tecnológico es la radio, vehículo a través del cual se narra. Dos personajes locutores narran recordando tiempos pasados a través de reproducir la música de Salinas Hasbún, desaparecido misteriosamente en Chile en 2022, cuyo nombre es un homenaje, compuesto de los nombres propios de las abuelas de Jaar: Graciela Salinas y Miriam Hasbún. Para acceder a la historia (escuchar a los mayores) es necesario infantilizarse, ser un nieto que transmite las historias que escuchó de sus antepasados.

En la presentación, esos relatos de piedra y fuego, trastocados de los sonidos típicos del dial de la radiofonía, pudieron escucharse en el boliche Deseo acompañados de alusiones a la injusticia de estos tiempos modernos, con Jaar recordando, siempre en el marco de la ficción sonora, que el telón de fondo para esta historia también pueden ser los rasgos de nuestro presente: las amenazas a la cultura que arroja el gobierno de Javier Milei, y a la posibilidad inminente de que cualquier tierra o institución tenga valor monetario. Archivos de Radio Piedras se localizó en Argentina, como se localizó en México y España, mientras Jaar desde su micrófono testimoniaba que “todos los ritmos vienen de otro lugar”. Justificando su presencia, su momentáneo paso por Buenos Aires, la radio del futuro, la radio Piedras, se convierte en una radio posible de re-territorializar, despojándose de su identidad, en pos de hablar simultáneamente sobre presente, pasado y futuro.


Foto de portada: Nicolas Jaar.

The Settlers / Los colonos, de Felipe Gálvez, se refugia en el mejor y el peor género cinematográfico para tratar la cuestión indígena: el western. En este caso, es un western ambientado a principios del siglo XX en la isla de Tierra del Fuego, cuyos límites recién se estaban estableciendo. Un gran terrateniente manda a un ex militar británico (Mark Stanley) a abrir una salida al mar para sus ovejas. Lo acompañan un cowboy venido de Texas, Bill (por si lo de western necesitaba énfasis) y el protagonista de la historia: Segundo (Camilo Arancibia), un vaqueano mestizo. El viaje se tramita entre paisajes sutiles y chistes racistas cronificados, que Segundo padece en silencio, y termina cuando surge el verdadero trabajo de los colonos.

Pero lo interesante de convertir el western en materia de reivindicación histórica (la película tiene como trasfondo el genocidio del pueblo selknam) es que Gálvez se afirma en el cine de narrativa historizada de los últimos años, como Zama de Lucrecia Martel o Jauja de Lisandro Alonso. Se podría decir que Los colonos reposa en esta tradición pero también que la apabulla, planteándole un problema: ¿qué recurso al humor existe al momento de contar un genocidio? Y al señalar que no tienen lo primero (humor) lo que nos dice Galvez es que en varias de esas películas la historia está contada de forma problemática. En Los colonos el humor surge por diferencia de tonos, como de una resta: si la solemnidad y el olvido problemático son buenos compañeros, un western puede empezar con la decisión de tratar el tema del genocidio selknam con una especie de humor serio, vidrioso, pero humor al fin.

Hay reflejos de la cuestión indígena en la estructura del western, reflejos que le tienen fidelidad al género también en el relato de su fin: ya que la película tiene un epílogo muy de western situado años después de los acontecimientos, cuando surgen los conflictos por dar una versión de lo que había pasado en la frontera. No como otras películas que quedan a medio camino de las “historias de indios” pero de forma ambigua, entre la revictimización permitida y la recaída en el relato del origen nacional (en general en manos de directores blancos que filman la historia de conflicto étnico de nuestras sociedades como si fuera la historia del rey Arturo).

La película gira sobre el acto de silencio que recubre al genocidio y, también, sobre el esfuerzo documental que hace el estado chileno cuando sale a renegociar su presencia, tratando de establecer una nueva alianza con la población local. En ese momento los colonos pueden quedar fuera de escuadra, y la historia del inglés loco convertirse en un chivo expiatorio.

La película reconoce varios problemas, pero como se reconocen los objetos en una pericia. Se exime de “tratar” los temas y más bien los muestra. Es como si el angular y la pérdida de foco lo protegieran, al director, de organizar su punto de vista como otra cosa que un relato afantasmado. El primer tema es la nación como sustrato del genocidio. Capital, estado y nación, se podría decir, van juntos. Pero a veces no. La película rastrea un conflicto entre el estado y el capital, cuando el gobierno llega con ánimo de imponer una legalidad que trasciende a la figura del estanciero. Entonces el estado se convierte en impulsor de la nación mientras el capital se refugia en un discurso “civilizatorio” gelatinoso, arratonado: los colonos estaban allí cuando el estado ni existía, imponiendo la raza y la religión. Fuera de campo, ocurre el proceso de modernización en las relaciones sociales. Entrado el siglo XX, el capital mismo comienza un ciclo en el que va a necesitar, en sus nuevos centros urbanos, la llegada de mano de obra estructurada y por lo tanto “nacionalizada”. Entonces el colono con sus ovejas deberá hacerse a un lado. El conflicto tiene que ver con esos futuros proletarios chilenos, que el funcionario un poco se esmera en presentar ante una cámara, como si fueran una vitrina.

La película no abusa de los clichés ni del discurso post colonial ni del western, pero la precedencia de la acumulación originaria (lo que hacen los colonos) sobre la acción del estado es herencia del western. La llegada del estado tiene lugar cuando las cosas ya han pasado y las “personas de antes” tienen problemas para deambular en una nueva realidad (la realidad de las instituciones, la vigilancia, el control catastral y, casualidad o no, la cámara de cine). El problema es que se cumple la maldición del western y los colonos también van a quedar, inevitablemente, como “personas de antes”, tanto como lxs indixs que mataron.

La frontera que más le interesa a Gálvez parece ser el punto que comparten estas preguntas entremezcladas: quiénes son las personas cuyas historias no pudieron quedar contadas, las que prefirieron no contarlas, y las que convirtieron su historia en el relato de las instituciones.

Pero retomando la pregunta inicial: en la película hay lugar para las pequeñas restituciones, y ese es su humor. Y ese humor lo explica el tema de la película: el genocidio. Que el yanqui es siempre tomado a la chacota, los británicos se prefieren entre ellos (y no a la gente de las “antiguas colonias”), la mujer selknam al final se saca de encima a los blancos pesados.

Y los colonos se convierten en fantasmas, vestigios de un antiguo modo de producción que pasan a integrar la nómina hereditaria de la élite social chilena, como resultado de los crímenes ocurridos hace muchos, muchos años.


Los colonos, de Felipe Gálvez.
Año: 2023.
Duración: 97 min.
Disponible en Mubi.

1. Está mal que lo diga porque es un sentimiento bajo, de esos que dan ganas de esconder, pero que envidia me dan las bailarinas y los bailarines. La forma en la que mueven sus cuerpos, la destreza que tienen y la conciencia con la que hacen funcionar cada uno de sus músculos. Ver una obra de danza es como mirarse a un espejo y reconocer un puñado de defectos. Saber que hay movimientos que no vas a poder hacer nunca. Al mismo tiempo, es un consuelo descubrir que hay personas que sí pueden, que hay alguien que puede más que vos. 

2. Voy a ver Ensayo del fin del mundo, una obra de Florencia Werchowsky. Me gusta mucho el título y me esfuerzo por reconocer qué referencias hacen las y los intérpretes al final de las cosas –al menos tal como las conocemos–. Me cuesta descubrirlo. La danza contemporánea es muy abstracta y aunque esta obra tenga referencias a la danza clásica, el diálogo con un posible apocalipsis –que es lo que estoy buscando– no está del todo claro. Disfruto de eso, de no entender. Porque “no entender”, para una persona obsesiva como yo, es una invitación a pensar, a intentar reconstruir un sentido. Escribir funciona de esa misma manera: uno encadena palabras que se transforman en oraciones para dilucidar algo, para comprender alguna cosa.

3. Un ensayo es una prueba. Un intenta. Nunca es la cosa definitiva, la obra acabada. Mostrar un ensayo es, por un lado, algo trendy –hay miles de contenidos que te muestran cómo se hizo o se hace algo– y, por otro lado, un riesgo. Es raro que hoy, en la época de las certezas definitivas, alguien quiera mostrar algo incierto, inacabado. Mirá, te muestro esto, pero no pienses que es una verdad porque es apenas una hipótesis, una punta de un hilo del que podemos tirar y que, al mismo tiempo, podemos descartar. 

4. La obra de Werchowsky es contraepocal. Ante el avance de las grandes verdades –¡déficit cero! ¡el comunismo es hambre!–, ella muestra un proceso, una serie de coreografías que pueden cambiar de función a función. Lo que pone en escena es una duda. Un esfuerzo por llegar a algún lado. Eso, hoy, se puede traducir como valentía.  

5. El ensayo es un resguardo, un lugar al cual se puede ir para fallar. A nadie le gusta equivocarse, pero el ensayo está hecho para eso, para confundirse y volver a probar. Hoy son pocos los lugares donde se puede cometer un error sin pagar las consecuencias. Es decir, no hay demasiados espacios en los que se puede ir a “probar algo” y, si no funciona, “probar otra cosa”. Estos son los días de la asertividad, no de la confusión. Todo tiene que ser un statement o no ser nada. 

Foto: Alejandro Giuliani

6. Hace un tiempo terminé de ver Carol & the end of the world, una serie animada de Netflix: cuenta la historia de una mujer en medio del fin del mundo, valga la redundancia. La particularidad de Carol, la protagonista, es que mientras todas las personas del planeta quieren pasar sus días intensamente, haciendo cosas que no habían hecho hasta entonces, ella sólo quiere tener una vida normal, sin sobresaltos. Para conseguirlo empieza a trabajar en una oficina. Sí, en medio del apocalipsis ella elige ser una empleada administrativa, antes que una persona emocionante y relajada que accede sin chistar a la demencia colectiva -convertida en un nuevo sentido común-. Un ensayo y esa oficina, en ese contexto, son la misma cosa: un lugar tranquilo, un pequeño refugio, un espacio al cual volver. 

7. Ensayo del fin del mundo es una estrategia de supervivencia. Mientras afuera reina la hostilidad y la incertidumbre, ahí adentro gobierna la contención y además ofrece una garantía. Esa garantía es el baile. Entonces, bailar sería una estrategia de supervivencia. La coreografía, los movimientos para ser feliz.

8. Otro motivo más por el cual esta obra de Werchowsky es contraepocal: bailar no sirve para nada, al menos para quienes lo hacemos de manera amateur –ya escribí algo sobre esto en esta otra nota–. No lo digo como algo despectivo, sino más bien en este sentido: mover el cuerpo, con un ritmo determinado, repitiendo una serie de movimientos, no se traduce en ganancia financiera. Bailar es una actividad no especulativa. Va en contra del imperativo que indica “producir ganancia en todo momento”. Bailar es perder el tiempo. Lo que produce esta acción es algo inmaterial, es una sensación que recorre el cuerpo de quien ejecuta los movimientos y quien los mira. Esa sensación nunca es económica, sino emocional. No te llena los bolsillos, pero igual te puede llenar de otra manera más sutil. E incluso más duradera –a veces–. 

9. La conversación sobre el final del mundo está presente todo el tiempo. Está en las series ultra mainstream –por ejemplo, The last of us–, en los libros de ficción –Miles de ojos y El vasto territorio, por mencionar dos– y hasta aparece en los discos que se editan –como El diablo en el cuerpo y El final de las cosas–. Hay una suerte de desazón generalizada. No tiene que ver únicamente con el contexto político argentino, es como un humor de época. Una pregunta que nos estamos haciendo aquellas personas que tomamos un poquito de la sopa del siglo XX, otro poquito del siglo XXI y que no tomaremos la del siglo XXII. Pero ¿por qué pensamos en los finales? ¿por qué este sería el fin del mundo? ¿cuál es el mundo que se termina? Imagino que el tiempo que se acaba es ese donde Charly García llenaba estadios. Ahora hay que llenar vivos de Instagram. En el fondo, confieso, esta posición me parece un poco arrogante, la que nos hace pensar que lo anterior era “mejor” y listo, sin matices. Lo actual, en términos político-económicos, seguro que no es “mejor”, pero ¿cómo saber si lo que vendrá será aún peor o si va a ser algo superador a todo lo anterior? El pesimismo generalizado tiene que ver con la ausencia de fe, con creer que no hay una opción más viable que aquella que ya conocemos y nos tranquiliza. 

10. En su imprecisión, en su “ensayo”, el Ensayo del fin del mundo da algunas certidumbres. No importa si afuera de las cuatro paredes de la sala el mundo se cae. Lo que sí importa es lo que pasa adentro, las certezas que pueda generar el movimiento. Moverse –bailar– es una forma de seguir funcionando en el barro. Es una resistencia contra el desánimo. No se trata de buscar garantías permanentes, sino excusas para salir de la cama. Un motivo para volver a probar algo, para intentar una cosa distinta, aunque no funcione del todo. Tener un faro para seguir y no darse por vencido. En el Ensayo del fin del mundo el norte es querer dar una batalla contra el tedio. 


Ensayo del fin del mundo, de Florencia Werchowsky.
Duración: 60 minutos.
Intérpretes: Luciana Barrirero, Valentín Fernández, Iván García, David Gómez, Aldana Jiménez y Julieta Zabalza.
Funciones: viernes de mayo en Estudio Los Vidrios (Donado 2348, Buenos Aires).
Localidades disponibles acá.

Foto de portada: Alejandro Giuliani.

De los múltiples significados que tiene su apellido en el idioma alemán, los dos de uso más frecuente le sientan muy bien a Cecilia Absatz. La primera acepción –“párrafo”– tiene una conexión directa con su vocación, la de escribir, que desarrolló durante muchísimas  décadas como redactora creativa y, más tarde, como periodista y autora de siete libros. El vínculo con la segunda –“taco”– es un poco más indirecto pero igual de pertinente. Jamás se dedicó a la moda, pero con el tiempo (en especial, durante los últimos años), Cecilia se fue convirtiendo en un ícono de la elegancia y del buen vivir. Y no por vestir ropa cara o frecuentar restaurantes de lujo, sino por llevar y narrar sus días de forma distinguida y sin estridencias, y por saber disfrutar en mayúsculas del tiempo que pasa y nos va poniendo viejos. De eso, principalmente, va su newsletter Viejo Smoking, que cada domingo a las seis de la tarde en punto llega a las casillas de sus más de 5 mil suscriptores. El próximo domingo, Viejo Smoking cumple cinco años, en los que Cecilia rara vez se tomó vacaciones, y en los que volvió fanáticos de su mirada mordaz y su escritura exquisita a muchos. Cada vez que se ausenta, de hecho, debe salir a tranquilizar gente: “Esta semana no pude, pero la que viene, ahí estaré”. 

Tu newsletter se volvió, para muchos, un ritual de lectura cada domingo. ¿Cómo son los tuyos para escribirlo?

Durante la semana tomo notas, observo, voy pensando, registro. Por ejemplo, algún odio para la sección Odio todo, o alguna cosa de la que me den ganas de hablar. Desde hace un tiempo anoto todo, porque ya aprendí que aunque alguna ocurrencia me parezca genial en el momento y crea que no hay posibilidades de olvidarla, me la puedo olvidar. Lo más difícil de resolver es, siempre, el tema central. Sobre todo porque ya van cinco años. Al principio era más sencillo: la idea era juntar todas las ideas vinculadas con envejecer. Pero llega un momento en que sentís que ya dijiste todo, o casi. El viernes es el día en que me dedico a escribir. El sábado trabajo en la tele, muy temprano, así que tipo diez y media de la mañana ya estoy en casa y me tomo un tiempo para corregir. El domingo a la mañana, antes de mandárselo a mi hija y a mi yerno, que me editan y se ocupan de programarlo, vuelvo a leer una vez más. El equipo somos nosotros tres. 

Un montón de dedicación. Con razón sale siempre sin erratas.  

Las he tenido. Y cada vez que me equivoco, recibo muchos mails. A mis seguidores les encanta corregirme. Pero también son muy fieles. Este último domingo, por ejemplo, no pude salir. Algunos entraron en pánico: “¿Qué pasó, no lo hacés más?” Avisé que había necesitado ausentarme, pero que este domingo vuelvo al ruedo, con la edición aniversario. 

¿Seguís las métricas? ¿Te fijás si vas creciendo en seguidores, te preocupa el porcentaje de apertura? 

Sí, me gusta. Valentín Muro me ayuda con todo eso. Según él, el verdadero pionero de este tema de los newsletters, Viejo Smoking tiene un porcentaje de apertura que está muy por encima de la media. 

Viviste toda tu vida en Buenos Aires y esta ciudad es, también, locación irremplazable de muchas de tus anécdotas. ¿Cómo te llevás con ella? 

La amo. Por supuesto hay cambios que no me gustan. No me gusta, por ejemplo, que tiren abajo tantas casas. Pero en general me gusta, también, que las cosas cambien. Pero bueno, imaginate, yo vivo acá (N. de la R: se refiere al Microcentro). Y no salgo mucho de esta zona. Cuando tengo que cruzar la 9 de Julio, mi familia me pregunta si tengo el pasaporte al día. Ese chiste es parte del folclore familiar. Tampoco me gusta demasiado viajar. Yo viajé mucho. Y un día me di cuenta de que solo quería seguir viajando si podía estar tan bien como en mi casa. Y para eso no me da el presupuesto. Entonces prefiero quedarme acá. Estoy muy bien acá. Incluso ahora, que no tengo tanta plata. Gano un sueldo en la tele y  tengo aportes de algunos lectores. Antes me compraba ropa, me compraba libros, me compraba de todo. Ahora no me compro nada. Y no me importa. ¿Libros? Estoy releyendo todos los que tengo. Alguna vez escribí en el newsletter que una persona que no puede vivir bien sin dinero tampoco podría vivir bien con dinero. Lo creo, en serio. 

En tu newsletter mencionaste más de una vez el tema de la plata, contaste de las épocas buenas y las malas, de las fluctuaciones que tuvo tu economía. Y es extraño, porque todavía hoy el dinero parece ser un tema tabú. 

Hasta hace no tanto, las mujeres no hablaban de plata. A mí es un tema que me interesa mucho. Creo que se sigue notando, muchas veces, la falta de cancha que tenemos las mujeres en el manejo de dinero, los siglos de ventaja que nos llevan los hombres. Las mujeres, por ejemplo, muchas veces no saben dar propina. Son muy amarretas, porque consideran que eso es cosa de hombres. He conocido muchas que no sabían qué hacer con un cajero automático y tampoco sabían hacer cheques, en la época en que se usaban. Recuerdo el personaje de Kim Cattrall en Glamorous. Su personaje era la dueña de una empresa top de maquillajes, como si te dijera L’Oreal, pero en el pasado había sido una modelo top. Y su asistente en un momento le pregunta si extraña ser modelo, porque su oficina está llena de fotos del pasado. Ella le contesta que sí, ¡está loca! Siendo dueña de una superempresa. Creo que eso cuenta muy bien algo que sigue pasando: la mayoría de las mujeres no sienten el goce del poder. Prefieren ser modelos. 

¿Cómo definirías el poder? 

Me acuerdo del primer cargo como directora creativa que tuve en una agencia de publicidad. Hasta entonces, yo había sido redactora. Fue en una agencia chica, en la que casi todas éramos mujeres, salvo el dueño y el cadete. Un día estaba en mi escritorio trabajando y de pronto noté cómo toda la gente se empezó a mover. Un movimiento nervioso. Pregunté qué estaba pasando. Alguien dijo: “Es que vos dijiste que no sabías dónde habías dejado tu agenda. La están buscando”. Fue la primera vez que tuve conciencia de lo que es el poder. Yo dije que había perdido algo, y a mi alrededor se movió todo. Pero yo no soy muy ambiciosa en ese aspecto. Para esos cargos jerárquicos hay que tener un estilo que yo no tengo. Soy un poco hippie. No sé si hippie es la palabra, pero no me importa mucho. 

¿Cómo te llevás con los discursos feministas? 

Soy de una época en que, si salías a la calle en pantalones, la gente se escandalizaba o te gritaba cosas. Y en la época en la que fui directora creativa, el cliente llegaba y me pedía el café a mí. Por eso, a veces me cuestan ciertos discursos feministas que parece que recién hubieran descubierto el mundo y su desigualdad. Sin embargo, hay feministas a las que admiro locamente. Una es María Moreno. Trabajamos juntas en la revista Status. Ya en esa época, a finales de los setenta, cuando la conocí, empecé a decir que un párrafo suyo era mucho mejor que toda la obra de Susan Sontag. Lo sigo sosteniendo. Para mí es la intelectual número uno. Ella y Tomas Abraham. 

En esa misma línea, tengo la sensación de que en los últimos años hubo un boom de la maternidad como tópico en la literatura y el arte. Y me parece que en la época en la que vos fuiste mamá, una era madre y ya, que no se le daba tanta entidad. ¿Notás esa diferencia? 

No lo había pensado. Estoy un poco lejos de esa edad en la que las mujeres tienen hijos, pero tenés razón. Hay algo como de heroísmo en tener un hijo ahora. El día anterior a que naciera mi hija, por ejemplo, yo fui a trabajar. En ese momento estaba, todavía, haciendo publicidad. Esa mañana, la del 25 de septiembre, yo fui a la agencia. Después fui a la casa de una amiga, en la calle Callao, y cuando me estaba yendo rompí aguas. Lo llamé a Carlos, el papá de Julieta, me internaron, y la nena nació a las dos de la mañana del 26. Mi cuñada, la mujer de mi hermano, tuvo tres hijos. Recuerdo que cuando nació uno de ellos, ella salió caminando de la sala de partos. Y mi mamá, al verla, dijo con cierto orgullo: “¡Es todo un hombre!”. Mi mamá tenía unas salidas geniales. Pero lo que quiero decir es: antes nadie te felicitaba tanto. 

¿Creés que podrías publicar un libro como Elogio de la delgadez (Planeta, 2010) hoy? 

Bueno, no sabés la que se armó ya en ese momento, no te puedo explicar. Entre otras cosas hubo una reunión de médicos, de nutricionistas. Estaban enojados conmigo. Y la que se enojó mucho también con ese libro fue María Moreno. Me hizo llorar. Imaginate lo que es que la persona que más admirás en el mundo te diga que lo que escribiste no le gustó. Recuerdo que me dijo que no le había gustado que me quedara en lo superficial. Nunca terminé de entender qué me quiso decir. Supongo que se refería a la anorexia. Pero bueno, a mí bajar de peso me hizo bien. Cuando bajé de peso, aparecí yo. Ojo, la teoría de ese libro no es que “hay que ser flaca”. La teoría de ese libro es que vale la pena encontrar el peso y el cuerpo en el que te sientas bien. Jamás se me ocurriría decirle a nadie que debe bajar de peso para estar bien. Pero a mí realmente me cambió la vida. Me acuerdo de que, cuando lo hice, quería sacarme la ropa, cuando hasta entonces lo único que quería era esconderme detrás de la vestimenta. Sé que es un poco provocativo, pero lo sigo sosteniendo. Y, si me apurás, y aunque hace mucho que no lo releo, creo que ese es, de todos mis libros, el que más me sigue gustando. 


Foto: Alejandra López. Estilismo: Ana Markarian – Gentileza L’Officiel Argentina

¿Cuál es la cualidad sine qua non de una obra de arte? No de un artista, sino de la obra en sí. Porque en este caso, de Emilio Renart no sé nada, no conozco ni su cara y creo que tampoco he visto una foto suya.

Apenas entro a su retrospectiva en la Colección Fortabat ya no soy dueña de mí, me arrastra la corriente de lo palpable. Esos trazos finitos que parecen pelos de partes íntimas se emparentan mucho con lo que en los noventa era furor: lo abyecto. Sus dibujos se parecen a una pierna de cera de Robert Gober. Y entonces, ¿cómo un elegante artista de los sesenta se da la mano con la escena noventera neoyorkina? ¿Cómo lo cósmico llega a ser abyecto? ¿En qué momento vira la aguja y cambia el sentido? Supongo que se lo debemos a esa cualidad que, creo yo, es el misterio.

El origen del mecanismo de estas obras se empieza a develar en unas pequeñas tintas de insectos, escarabajos. De ahí esa rareza alienígena, esos caparazones que no nos animamos a tocar. Porque si el paisaje es lunar, hay como navecitas o cuerpos habitándolo. Allí está la clave de por donde explora lo desconocido. Que en su caso podría ser lo erótico, si el psicoanálisis en su época era lo caliente, lo nuevo. En ese sentido, la escultura que abre la muestra es como una patada al inconsciente. Tan gráfica, tan burda, pero a la vez tan misteriosa.

Luego, las tintas. Muestran unos seres en negro, oro y ceniza. Al principio parecen tan sexuales y después se transforman en posibles nidos de aves, desarmados por el viento. La aguja vira hacia otro lado. Este ángulo más poético me calma y puedo seguir con el recorrido. Me pierdo en las técnicas mixtas con la magia del cómo fue hecho, que queda oculto como contribuyendo a su fama. Miles y miles de trazos forman la perfecta atmósfera de Marte. Que empecinado es el gesto de Renart, que metido en ese mundo que encontró y no pudo soltar.

Valiente, me meto en el túnel y ya no puedo más. Camino alrededor de minúsculas bellezas. Cada una de las esculturas, un mundo. Al oro y negro se le suma el azul eléctrico y algún rojo. Agujeros, edificios, armaduras, pelos siempre pelos, trato de captarlas mientras corro a la escalera y subo a ver a Marrone para bajar un poco.

Fue inútil, con el título Ideológicamente inestable ya me vuelve el frenesí y devoro la muestra de este artista, no lo puedo evitar, es vibrante. Podría describir las obras pero mejor vayan a verlas en vivo, no se pierdan esos dibujos tan viscerales, esas contorsiones lógicas del amor. En un cuadro aparece escrita “La Impostura”, el slogan de los ochenta. “Acechar”, en otro cuadro, el miedo de hoy. Parece que le brota siempre la palabra que resume la época, el discurso logrado.

De vuelta salgo agitada, al salir entro a la sala de Verónica Romano y el oro de sus cuerpos o la silueta en el piso me devuelven un poco la calma de lo formal, de lo que ya sabemos y se muestra. Verónica, la maga de la materia.

Entonces yo, que entré al Fortabat como ”haciendo los deberes” salgo cargada de adrenalina y preguntas como si me hubiera subido a una montaña rusa. Saludo al arte con respeto porque todavía lo logra.


Alienígena, de Emilio Renart, con curaduría de Sebastián Vidal Mackinson se puede visitar hasta julio en la Colección Fortabat (Olga Cossettini 141).
Esto no termina más. Ideológicamente inestable, de Gustavo Marrone, con curaduría de Nicolás Cuello y Roberto amigo, estará disponible hasta el 30 de junio.
El cuerpo en escena, de Verónica Romano, con curaduría de Ana María Battistozzi, también se puede visitar hasta el 30 de junio.


Foto de portada: Emilio Renart, Sin título, 1969, técnica mixta sobre papel, 55 x 75 cm.

Por culpa de un berretín adolescente no quise estudiar inglés cuando tuve la oportunidad de hacerlo. Durante algunos años, mis abuelos me pagaron clases en un instituto para que aprendiera y al principio, era muy bueno. Después, muy malo. Mi baja tolerancia al fracaso -defecto que todavía arrastro- generó que dejara las clases cuando tenía 15 años, justo en el momento que estaba por rendir el First. Desde entonces, y hasta el año pasado, no volví a tomar ningún curso de inglés. Generalmente, trato de ser certero con las decisiones que tomo y, sobre todo, me esfuerzo por no decir “me arrepiento de”. Sin embargo, en este caso en particular, sí me arrepiento de no haber estudiado en su momento este otro idioma. Hoy, hay cosas que quiero leer en inglés y no puedo. Mi bienestar como lector, muchas veces, depende de la buena predisposición de las editoriales y, sobre todo, de los y las traductoras: sin ese pasaje alquímico de un idioma a otro me perdería de mucha literatura. 

Sobre el oficio de la traducción se ha escrito mucho y recientemente la editorial Gris Tormenta reeditó Perder el Nobel, un libro Laura Esther Wolfson -traductora y escritora estadounidense que se especializó en ruso y francés-, que reflexiona y analiza esta práctica, al mismo tiempo que entrecruza esas ideas con su vida personal y la obra de Svetlana Alexiévich, la autora bielorrusa que ganó el Nobel de Literatura en 2015. Es justamente ese enredo lo que le da al ensayo un ritmo particular: no se trata de una seguidilla de hipótesis e ideas sueltas, sino más bien una crónica de cómo nuestros trabajos y nuestras obsesiones se meten en nuestras vidas, a tal punto que son las que nos garantizar un poco de bienestar o de molestia y angustia. En el fondo, Perder el Nobel habla de los límites, de esos márgenes por los que caminamos y en donde todo se mezcla, como si trabajar, pensar, escribir y vivir fueran una misma cosa.


Supongo que mi apego por la literatura argentina y latinoamericana tiene que ver con que la puedo leer en su idioma original. A veces, cuando leo traducciones, siento que estoy leyendo otra cosa y no el libro en cuestión. Sé que estoy equivocado, pero me pasa así. Sin embargo, tampoco estoy tan seguro de qué tan fiel debería ser una traductora o un traductor cuando empieza a pasar un texto de una lengua a otra. En Se vive y se traduce, un libro de Laura Wittner –poeta y traductora–, se señala que cuando se hace ese pasaje siempre algo se gana y algo se pierde. La pregunta es qué es eso que se gana y que se pierde y si los lectores y quienes traducen ponemos las mismas cosas en juego. 


Lo de “perder el Nobel” surge de una oportunidad que Wolfson tuvo que dejar pasar, a raíz de un problema de salud. Ella fue intérprete de Svetlana Alexiévich y después fue convocada para que tradujera sus libros al inglés. Sin embargo, no pudo aceptar el trabajo. Al poco tiempo, la autora bielorrusa ganó el Nobel de literatura y Wolfson sólo pudo lamentarse. La manera que encontró la autora para escapar de ese desánimo es ir y venir en reflexiones sobre su trabajo, la vida de Alexiévich y su literatura. Escribe Wolfson: “Me pierdo en estas reflexiones para no recriminarme por lo del Nobel. Mi método consiste en una mezcla de aceptación y negación. No es bueno detenerse en lo que habría podido ser: la participación en algo significativo, la satisfacción que ello conlleva y, sí, el honor y el prestigio también, y tal vez una ganancia económica modesta… ¿Quién en nuestra cultura, en la que la celebridad equivale a la divinidad, no desearía estar tan cerca de la gloria? Negarlo sería falso”. Más allá de la pesadumbre, Perder el Nobel va más allá de eso: de lo que también habla Wolfson es de cómo seguir después de que se te escapa la tortuga o el ticket dorado para entrar en la fábrica de chocolates de Willy Wonka.


Leí Perder el Nobel en voz alta con Joaquin. Lo leímos en la playa. Él un pedazo y yo otro. La imagen fue cursi y snob en partes iguales: estábamos en Mar del Plata, ícono de la cultura pop y de la decadencia, pero nos separamos de eso leyendo un ensayo sobre una autora bielorrusa. Sin embargo, Mar del Plata y Perder el Nobel se encuentran en un punto: la historia de esta ciudad y la de la autora del libro giran en torno a lo que podría ser y no fue, a las promesas sobre el bidet. 

A medida que avanzamos en la lectura empecé a notar que todos, todo el tiempo, estamos tratando de traducir algo. Por ejemplo, cuando me pongo a escribir convierto una cosa en otra. En este caso, convierto un libro –Perder el Nobel– en un texto breve, una reseña que va y viene entre ideas dispersas. También estoy traduciendo ese viaje a la playa. Incluso ahora llego a pensar que vivimos haciendo esfuerzos para traducir a las personas que tenemos alrededor. Ellas dicen, piensan y sienten cosas que creemos entender, pero el entendimiento nunca es total. A veces, puedo llegar a imaginar o especular en qué está pensando Joaquín y traducir eso en algo que me haga sentido. Pero en el fondo, es imposible. El otro siempre, en algún punto, es opaco. Imagino que ese misterio, ese lugar inaccesible de esa otra persona, es lo que nos hace seguir al lado suyo: querer develar el misterio. Qué es lo que Joaquin querrá traducir de mí y qué es lo que yo quiero traducir de él. Qué tan fieles serán, de las versiones originales, las traducciones que hacemos el uno del otro.  


Pocas obras de Frank O’Hara fueron traducidas al español. En Argentina, el único libro suyo que se consigue es Meditaciones en una emergencia. Además, hay dos antologías de poemas pero son póstumas e incluyen varios poemas repetidos. Trato de leer todo lo que hay disponible y comparo las traducciones. Algunas me gustan más que otras, pero en todas encuentro algo que no me cierra. Quisiera poder leer esos poemas en su idioma original, pero por ahora no puedo. Imagino que, de una manera mucho menos intensa, mi frustración es parecida a la Wolfson: ella perdió la oportunidad de traducir a una Nobel de literatura y yo de estudiar inglés a tiempo.


Perder el Nobel, Laura Esther Wolfson.
Editorial: Gris Tormenta.
Páginas: 80. Publicación: noviembre 2018.
Segunda edición: enero 2024.