Un encuentro entre el humor y un genocidio
29-05-2024Por: Claudio Iglesias
En la última película de Felipe Gálvez, el humor aparece como una herramienta para explicar la matanza del pueblo selknam. Esta producción, recientemente estrenada en Mubi, retoma ese periodo histórico que viene siendo trabajado desde hace años, como en Zama de Lucrecia Martel o Jauja de Lisandro Alonso.
The Settlers / Los colonos, de Felipe Gálvez, se refugia en el mejor y el peor género cinematográfico para tratar la cuestión indígena: el western. En este caso, es un western ambientado a principios del siglo XX en la isla de Tierra del Fuego, cuyos límites recién se estaban estableciendo. Un gran terrateniente manda a un ex militar británico (Mark Stanley) a abrir una salida al mar para sus ovejas. Lo acompañan un cowboy venido de Texas, Bill (por si lo de western necesitaba énfasis) y el protagonista de la historia: Segundo (Camilo Arancibia), un vaqueano mestizo. El viaje se tramita entre paisajes sutiles y chistes racistas cronificados, que Segundo padece en silencio, y termina cuando surge el verdadero trabajo de los colonos.
Pero lo interesante de convertir el western en materia de reivindicación histórica (la película tiene como trasfondo el genocidio del pueblo selknam) es que Gálvez se afirma en el cine de narrativa historizada de los últimos años, como Zama de Lucrecia Martel o Jauja de Lisandro Alonso. Se podría decir que Los colonos reposa en esta tradición pero también que la apabulla, planteándole un problema: ¿qué recurso al humor existe al momento de contar un genocidio? Y al señalar que no tienen lo primero (humor) lo que nos dice Galvez es que en varias de esas películas la historia está contada de forma problemática. En Los colonos el humor surge por diferencia de tonos, como de una resta: si la solemnidad y el olvido problemático son buenos compañeros, un western puede empezar con la decisión de tratar el tema del genocidio selknam con una especie de humor serio, vidrioso, pero humor al fin.
Hay reflejos de la cuestión indígena en la estructura del western, reflejos que le tienen fidelidad al género también en el relato de su fin: ya que la película tiene un epílogo muy de western situado años después de los acontecimientos, cuando surgen los conflictos por dar una versión de lo que había pasado en la frontera. No como otras películas que quedan a medio camino de las “historias de indios” pero de forma ambigua, entre la revictimización permitida y la recaída en el relato del origen nacional (en general en manos de directores blancos que filman la historia de conflicto étnico de nuestras sociedades como si fuera la historia del rey Arturo).
La película gira sobre el acto de silencio que recubre al genocidio y, también, sobre el esfuerzo documental que hace el estado chileno cuando sale a renegociar su presencia, tratando de establecer una nueva alianza con la población local. En ese momento los colonos pueden quedar fuera de escuadra, y la historia del inglés loco convertirse en un chivo expiatorio.
La película reconoce varios problemas, pero como se reconocen los objetos en una pericia. Se exime de “tratar” los temas y más bien los muestra. Es como si el angular y la pérdida de foco lo protegieran, al director, de organizar su punto de vista como otra cosa que un relato afantasmado. El primer tema es la nación como sustrato del genocidio. Capital, estado y nación, se podría decir, van juntos. Pero a veces no. La película rastrea un conflicto entre el estado y el capital, cuando el gobierno llega con ánimo de imponer una legalidad que trasciende a la figura del estanciero. Entonces el estado se convierte en impulsor de la nación mientras el capital se refugia en un discurso “civilizatorio” gelatinoso, arratonado: los colonos estaban allí cuando el estado ni existía, imponiendo la raza y la religión. Fuera de campo, ocurre el proceso de modernización en las relaciones sociales. Entrado el siglo XX, el capital mismo comienza un ciclo en el que va a necesitar, en sus nuevos centros urbanos, la llegada de mano de obra estructurada y por lo tanto “nacionalizada”. Entonces el colono con sus ovejas deberá hacerse a un lado. El conflicto tiene que ver con esos futuros proletarios chilenos, que el funcionario un poco se esmera en presentar ante una cámara, como si fueran una vitrina.
La película no abusa de los clichés ni del discurso post colonial ni del western, pero la precedencia de la acumulación originaria (lo que hacen los colonos) sobre la acción del estado es herencia del western. La llegada del estado tiene lugar cuando las cosas ya han pasado y las “personas de antes” tienen problemas para deambular en una nueva realidad (la realidad de las instituciones, la vigilancia, el control catastral y, casualidad o no, la cámara de cine). El problema es que se cumple la maldición del western y los colonos también van a quedar, inevitablemente, como “personas de antes”, tanto como lxs indixs que mataron.
La frontera que más le interesa a Gálvez parece ser el punto que comparten estas preguntas entremezcladas: quiénes son las personas cuyas historias no pudieron quedar contadas, las que prefirieron no contarlas, y las que convirtieron su historia en el relato de las instituciones.
Pero retomando la pregunta inicial: en la película hay lugar para las pequeñas restituciones, y ese es su humor. Y ese humor lo explica el tema de la película: el genocidio. Que el yanqui es siempre tomado a la chacota, los británicos se prefieren entre ellos (y no a la gente de las “antiguas colonias”), la mujer selknam al final se saca de encima a los blancos pesados.
Y los colonos se convierten en fantasmas, vestigios de un antiguo modo de producción que pasan a integrar la nómina hereditaria de la élite social chilena, como resultado de los crímenes ocurridos hace muchos, muchos años.
Los colonos, de Felipe Gálvez.
Año: 2023.
Duración: 97 min.
Disponible en Mubi.