Disparates

Marcia Schvartz y el tercero excluido

16-09-2024

Por: Claudio Iglesias

Qué podemos aprender de la política indígena, y su representación en la política nacional, a partir de la última muestra de Marcia Schvartz

Marcia Schvartz y el tercero excluido

¡Qué lindo imaginarse a las máscaras chané volando, repartidas en las callecitas aledañas a la manzana de las luces! Era la maqueta de un sueño, más exactamente un experimento con el patrimonio para una clase en la FADU, un objeto que me llamó la atención en la última muestra de Marcia Schvartz: en las caras internas de un soporte tridimensional con forma de pecera, fotos de monumentos y distintos edificios del patrimonio nacional, con algo de la mirada 360 del street view y, pegados encima, algunos íconos del arte indígena de nuestro territorio como las máscaras de animales del areté guazú, el gran carnaval de muchos pueblos del Chaco. 

Ver estas máscaras flotando desprolijamente sobre el paisaje de Plaza de Mayo fue muy ilusionante, y me reconfortó de inmediato. De repente parecía posible pensar en otras relaciones entre nuestra sociedad y los distintos grupos que la integran o, cuanto menos, la padecen. Parecía posible pensar en las comunidades indígenas de nuestro país con alegría, trazando (con la impunidad de un lápiz muy infantil) relaciones entre la historia cultural heredada y un cúmulo de objetos que la cuestionan. Viendo las máscaras, me pareció que nuestras formas de relacionarnos con los animales y con el espacio también podían cambiar y que esas máscaras que representan al arte indígena, siguen acá, que su historia no terminó de escribirse, que todavía está en el futuro. ¡Qué iluso! Tener esta sensación moderadamente dulce, de anhelo del futuro, ya es mucho. Este momento de esperanza con la historia frente a un trabajo de Marcia Schvartz debe haber durado cinco minutos.

Después, la ilusión no era fácil de transportar al resto de los trabajos de Schvartz: sus muchas series de pinturas y objetos que ocupaban varias salas de la galería, y que también hacen eje en el conflicto étnico y en la historia cruenta del territorio argentino, en especial del norte del país, ofrecen otro repertorio de emociones.

Una de las ideas pendientes sobre el trabajo de Marcia Schvartz es el nacionalismo, pensé en ese momento. Y también pensé en la poca predisposición que tuvo el discurso de la izquierda nacional para apropiarse de los reclamos indígenas en tiempos recientes. Esta predisposición negativa en muchas ocasiones se manifestó como silencio, pero también como desprecio o sospecha hacia las cuestiones indígenas. De la misma manera (había una vez, en los años 1990…) la pintura quedó descalabrada, fuera de eje para dar respuestas a la época y se enojó con las respuestas que empezaban a aparecer por fuera de ella misma.

Schvartz es, de las pintoras de su generación, una de las que más hincapié hizo en señalar que la Argentina no es un país formado por colonos europeos, cuya historia es la de sucesivas oleadas migratorias (un planteo que sus élites culturales primero rechazaron y luego convirtieron en una imagen narcisista). Series como las de las indias, los morochos, el norte negro… ella misma dijo haber sido criticada por estas imágenes, que empezó a pintar, casualidad o no, a comienzos de los años 1990. Pero recorriendo las series de estos trabajos (series en serio, bien reiterativas) hay algo que no llega a cuajar de una forma que resulte habilitante para una discusión actual. Sobrevuela una imagen luctuaria del paisaje del norte y las comunidades que lo habitan. Me pregunto qué es, y qué tiene de diferente la maqueta de los edificios históricos de la ciudad de Buenos Aires ocupados por las máscaras del areté guazú, que la hace tan especial. Puede ser que el carnaval del Chaco, y en especial las máscaras de los chané, se convirtieron en un símbolo de la vida contemporánea de las comunidades indígenas. Son símbolos de vida, de resistencia (la resistencia mítica del yaguareté contra el toro). En cambio en las pinturas, todo es duelo, desolación, ultraje. 

¿Será eso?

En el imaginario y en el territorio a la vez

Para un militante urbano de una agrupación como La Cámpora, en 2012 o 2013, la palabra “indígena” podía ser sospechosa, una idea artera, generadora de malhumor y desmotivación. El argumento de que los reclamos indígenas son falsos, porque los mismos indígenas son inventados, recibía en sus manos un extraño tratamiento por izquierda: se suponía que todo reclamo indígena era una operación contra el gobierno nacional. Era raro este argumento, a la vez que viable, si consideramos que los gobiernos kirchneristas hicieron más que muchos otros gobiernos, y sin duda más que muchos gobiernos provinciales, por el desarrollo de la política indígena. El problema podía ser múltiple (donde múltiple involucra la relación con las provincias, con la tenencia de la tierra, con la acción de agencias extranjeras a través de los objetivos de desarrollo sostenible y programas afines) pero se reducía a la imposibilidad de estructurar, a través de la política cultural indígena, una identificación entre las bases y el ideal ético al que aspiraba la conducción.

El gobierno nacional se imaginaba cómodamente discutiendo la renta nacional con trabajadores, y no se imaginaba tan cómodo respondiendo en otras circunstancias. En el campo popular según el ideal kirchnerista, había trabajadores que ganaban sueldos dignos, y no había tanto más por fuera de ese estereotipo. El reclamo indígena en estas condiciones no significaba solamente levantar una bandera distinta que la bandera argentina, que es lo que se les reprocha a las comunidades indígenas desde la derecha. Ni siquiera significaba el enfrentamiento con industrias como la minería. Implicaba discutir el ideal que debía regular la autopercepción de las clases proletarias de una Argentina dirigida al desarrollo industrial. El problema no era que los indígenas existieran de verdad (problema que sí es fácil de graficar en los gobiernos de derecha), sino que quisieran existir en el imaginario y en el territorio a la vez, que tuvieran reclamos. 

Esto ocurría mientras, en otros ámbitos de la movilización mental kirchnerista, la reescritura de la historia era una agenda prioritaria. La estatua de Juana Azurduy le sacaba el lugar a la de Cristóbal Colón mientras las figuras indígenas de la revolución de mayo campeaban en los episodios de Zamba (serie a la que volveré). Es decir que, en ese país desconocido que es el pasado, la reivindicación indígena iba viento en popa. De donde llegamos (volvemos) al lugar diferido que ocupa el paisaje social del norte del país si lo proyectamos sobre el patrimonio histórico (como hizo Marcia en su querida maqueta) y sobre el arte de la posdictadura (como hizo en sus pinturas). 

Indios y mestizos en la Argentina de Marcia

Decía Schvartz en una entrevista con infobae: “Cuando empecé con la serie de las indias, había mucha gente que me apoyaba fuerte y dejó de hacerlo… Me decían ‘ay, viste cómo pinta tal’ y no sé qué y abominaron lo que yo estaba haciendo. Y estoy hablando de gente importante del mundo del arte y también de críticos. El racismo acá es tremendo. Estuve diez años pintando a las indias, los ríos…. No podían entender cómo había podido hacer eso y encima algo latinoamericano. Una marchante me dijo en la cara que a mi público todo lo que sea latinoamericano no les interesaba.”

Para el arte de los años 1990, el norte es un territorio disputado.  Marcos López retrataba la vida de inmigrantes y sus usos del “folklore” (de una forma racialmente marcada) mientras Restany señalaba la invasión de nuevos ricos, hombres de negocios llegados “de las provincias del norte”. Es probable que Restany repitiera opiniones que le escuchó a la clase cultural blanca de Buenos Aires, la misma que se reía con los personajes de López.

En este panorama, las indias y los paisajes de Marcia remontaban otra tradición, más propia del pensamiento nacional: la que entiende la historia argentina a través de la de la colonización de ese territorio.

Los “antiguos pueblos” del norte fueron el descubrimiento que el estado argentino necesitaba; sus vasijas y paisajes encantados, el testimonio de que la cultura indígena ya había sido completamente desestructurada, convertida en la argamasa del modo de producción colonial. El habitante del Noroeste fue movilizado en las guerras mentales de la generación del ‘80 contra la inmigración y, después, del revisionismo de Buenos Aires contra la historiografía de Mitre y la apertura exportadora. Pero la historia del contacto del estado con las comunidades indígenas no había terminado, ni de lejos. Mientras Guido y sus amigos se disfrazaban de cholas, el ejército cometía matanzas en Formosa y Chaco. No es casual que el mismo año que se produce la masacre de Napalpí, Guido firme la chola desnuda: de ambas cosas se cumplieron 100 años este año. Sin embargo, de la chola de Guido hay muchísima historiografía, los historiadores del arte prácticamente se han cansado de interpretar esa pintura, mientras la matanza de Napalpí apenas lleva dos años como un hecho reconocido por el estado. 

Observando las indias de Schvartz queda una sensación extraña, de disonancia y continuidad con las ansiedades etnográficas de comienzos del siglo XX. Reconocerles a las indias un lugar en la sociedad, aunque sea un lugar yacente y desnudo, supone una conversación sobre las masas racializadas, en las que puede surgir la conciencia étnica como conciencia de la injusticia. Pero es el punto de vista lo que está fijo y lo que ancla estos trabajos al pasado. Las indias en sus cuadros no pueden moverse. La nación, la idea de un artista nacional, y los grupos subalternizados o sometidos a violencia por esa nación, tienen relaciones confusas, difíciles. El pintor se instala en el territorio como el geógrafo, el agrimensor o el cura, con un saber nervioso, tenso. Si el público de Schvartz debe (y no sabemos si debe) identificarse con las figuras de sus retratos, es porque la pintura misma se identifica con una cámara, con una mirada científica y objetiva del otro. La pintura, como la entiende Marcia Schvartz, supone una relación de intercambio asimétrica. Y esa asimetría depende de la identificación de la pintura misma con la nación.

Marcia de la gente

En 2021 Mariano López Seoane publicó en revista jennifer un texto, titulado “mamita querida”, en el que brillantemente resume a Schvartz, pero también le concede una intepretación reparadora: López Seoane relee su entrevista con Laura Ojeda, ordena sus declaraciones,  revisita el odio por el arte light y presenta con mucha distancia a los críticos y curadores que participaron del dossier, editado por la misma revista, en el que los errores de Schvartz son individualizados como en uno de esos operativos en los que la policía ordena la evidencia para sacarle fotos: las armas de tenencia ilegal, las bolsitas de droga, los billetitos ordenados al costado. Que se distingan con nitidez todos los errores que comete una persona, que no falte ninguno.

Me pregunto si no es posible hacer lo inverso y, a partir de las querellas de Marcia, leer una discusión política que la trasciende. Hasta aquí se revisó la discusión para hurgar en las motivaciones psíquicas, la historia personal o la trayectoria profesional de Schvartz.

En una de tantas boutades, se le atribuye a Marcia Schvartz haber dicho que ella bancaba a los putos peronistas, pero no a los maricas que vinieron después, los bijuteros del Rojas.

No hay mucha maldad en la noción de que el arte del Rojas implicaba una piedra en el zapato, una ruptura del ideal ético que había gobernado las posiciones de la izquierda nacional a la fecha. En esas posiciones, hay un pueblo, una clase intelectual (que debe mirarse al espejo para saber si refleja adecuadamente a ese pueblo) y hay un duelo que hacer: el duelo por los crímenes de la dictadura, crímenes de nuestra nación. Pero, ¿que pasaría si alguien se negara a hacerse cargo este de duelo? El arte light fue juzgado así (como light) a la luz de ese pasado que quedaba sin reclamar. 

Y cuando Marcia dice que ella “sí banca” al puto peronista, intuyo que quiere decir que banca a un puto aculturado, desestructurado como puto y estructurado como militante, un individuo sometido al ideal ético de la nación. 

Zamba, en el episodio sobre los pueblos originarios (de 2015) viaja en el tiempo (en una máquina especial) para llegar a una comunidad guaraní que está punto de celebrar el areté guazú. Que un chico formoseño de la localidad de Clorinda tenga que viajar en el tiempo para tener contacto con la población indígena da una idea de qué tipo de relación se imaginaba el estado con las comunidades. Pero eso no importa. Importa otra pregunta: ¿qué hubiera pasado si los que viajaban en el tiempo, hacia el futuro, eran los indígenas? Habrían empezado los conflictos (como empezaron, de hecho, cuando el futuro llegó).

El problema de la nación no es separable de la pintura. Y lo mismo que el estado se queda sin herramientas cuando una comunidad señala la disonancia con el ideal nacional, la pintura se queda sin herramientas cuando aparecen formas bastardas de construir historicidad, de construir relaciones con el pasado y con el presente que no pasen por la avenida central de la identidad nacional. Para el relato de la izquierda nacional importa poco lo que seas, importa mucho lo que quieras ser.

Las indias de Schvartz tienen este molde. La pintura está estructurada como un lenguaje dador de nacionalidad. La muchachada indígena, en cambio, la integran personas que reciben la nacionalidad, la quieran o no. El matrimonio de arte y nación no plantea disonancia (ni en Schvartz ni en otros de los pintores argentinos), pero el indígena sí. Entre los términos indígena, arte y nación, el primero es siempre el tercero excluido.

¿Qué sería de aquel que osara afirmar la existencia de un arte indígena, un arte que no necesitara de la nación, sus aparatos, sus escuelas, su ortografía, sus clases de pintura? Inmediatamente se le diría, o que es falsamente indígena, o que es falsamente arte, que es mera artesanía. Pero en el fondo del problema, lo que molesta no es la artesanía, y los trabajos recientes de Schvartz lo dejan en claro. Lo que molesta es que una idea del arte sostenida desde la nación y el estado no puede, nunca pudo, lidiar con sus propios cúmulos de disonancia, con la perplejidad de su propio punto de vista. 

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