Quisiera tener un trampolín para empezar los días lunes, que en su fricción llene a mi cuerpo de voluntad y entusiasmo, un poco como hacen los autos de Fórmula 1 cuando se mueven en zigzag por la pista y cargan sus ruedas de potencia.
Ese mismo trampolín contaría con unos cuantos brazos mecánicos y sincronizados a la enérgica velocidad en la que patina mi cuerpo: mi cara sería mojada con agua fría; mis dientes lavados sin que se me hinchen las encías y con pasada diligente de hilo dental; mi pelo lavado y desenredado con determinación y así y de golpe y de un porrazo aterrizaría con ropa planchada y con olor a apresto para encarar un día primaveral que deje sepultada mi modorra y ese uniforme ruin —un triste buzo polar— con el que soporté el largo invierno tandilense.
Decía entonces que aparecería de golpe depositada en la silla de mi escritorio decidida a escribir los tres ensayos de la maestría que vengo cursando penosamente desde pandemia. De mi brazo derecho (propio, ya no el mecánico) manarían ideas lustrosas para discutir todas esas teorías vencidas y machirulas, de hombres franceses y unidimensionales que dieron para leer. Así y de un tirón tendría conclusa no sólo esa labor sino también la elección de mi objeto de estudio de tesis: un asunto tentacular que vincularía todas mis curiosidades, volviendo aquella fatalidad de los múltiples intereses en una obra consagratoria de la digresión.
Concluida esa tarea bajaría a tomar unos mates cortos, directos de pava, con restos de pasta frola dominguera, para subir nuevamente a mi escritorio, abrir la ventana y desenredar con elegante paciencia el trapecio que guardo en el álamo que da a la vereda. Subida a una rama y sosteniendo la barra con ambos brazos me lanzaría atlética hacia el Cerrito: parque serrano, urbano y emblemático que da nombre al barrio donde vivo. Desde lo alto y con el viento en la cara inspeccionaría cada uno de mis rincones favoritos mientras estiro todo: cuello, brazos. piernas y caderas, en un largo adho mucka vuelto luego saludo al sol.
Al son de esos movimientos aéreos observaría cuán verde está el costado derecho del ginkgo biloba de una de las casas que dan al parque. El lado izquierdo se mantiene podado con rigor: del otro lado de la medianera vive quien no sabe apreciar los deleites de contemplar, barrer o infusionar la nieve dorada que de ese árbol cae cada otoño.
No estoy sola, Iuki está conmigo, sus bigotes peinados por el viento y su hocico, anhelante. Esta vez no ladra ni corre, nos movemos en tándem haciendo las mejores triconasanas que el mundo jamás haya visto. Saludamos a tres pájaros carpinteros desde arriba, subimos más alto y aterrizamos en el halcón del monumento al Libertador. Desde allí inhalamos hondo y absorbemos todos los micrones que sabemos densificados en ese vórtice energético —más información sobre esto en el documental La cumbre—.
Descendemos a pie para acercarnos al sector sacro del parque. Allí descansan dos tumbas de tiempos y aspectos diferentes: un dolmen (creer que esa mole de granito vertical es un accidente natural es pura necedad/más que apatía) y una placa quebrada de mármol de cuya talla leemos:
“q. e. p. d Juan P. Reynoso, 27 de febrero de 1948.
Tu esposa, hijos, padres y amigos te despiden en paz”
Rezamos entonces una oración bilingüe de ladridos y versos en honor a Juan Pablo que habiendo sido velado por tres generaciones suponemos fue muy querido y a su colega anónimo a quien podemos asumir como portador de una respetabilidad sólida y monumental como la que señala su enterramiento.
Una brisa suave nos levanta en el aire y nos lleva con gentileza a la esquina de casa. Nos sacudimos las patas, nos peinamos un poco, y volvemos cual hembras multidimensionales, capaces de continuar con aquello que la jornada traiga.