Artes visuales

El intelecto, pescado en una galería de arte

08-07-2024
El intelecto, pescado en una galería de arte

Un colega, Gaspar, me comentaba en una vereda de La Boca, al retirarnos de la exposición que Lolo y Lauti presentaron recientemente en la galería porteña Barro, de la existencia de una obra de Marcel Duchamp que consistía, según se cuenta, de un perchero que eventualmente quedó en el piso y entonces se fue convirtiendo en una dificultad para la circulación del artista por la habitación; un artefacto que alteraba sus características como signo en tanto colaboraba con un accidente en tendencia. A medida que se erigía como precursor de tropiezos se iba convirtiendo en una trampa, se instituía para el autor como obra de arte y así se tomó la decisión de atornillarla al piso.

La sala de Primeras Figuras se presenta con sobriedad ejemplar, no hay información que se le agregue a los gestos simples propuestos por los artistas, televisores y cables, un conjunto de viñetas que cuentan una historia sin demasiadas vueltas; básicamente, la de la humanidad procurando su supervivencia. Curioso es que la referencia cultural sea prehistórica, dado que estamos en la era postindustrial, un efecto cómico, tan veloz que no necesita de las palabras. Lo llamativo, además de la ausencia de rosca discursiva, de la figuración primaria que esbozan sobre los acontecimientos narrados, es el espacio expositivo, eminentemente político, que han construido. Un espacio expositivo donde el concepto es la última barrera de lo visible y la reducción de los significados modera la experiencia. Un tiempo y espacio de exposición, para el arte, semejante al de la década del ‘70.

No fue hasta que el conceptualismo se estableció como movimiento estético, que las salas asimilaron gestos semejantes a los que dieron forma a Trébuchet como lo hegemónico. Lo que pretendo insinuar es que aquello que germinó desde la sensibilidad de un mundo en guerra, recién logró asimilarse algunas décadas después, con los resultados de la tragedia consumados. El proyecto para el arte planteado por la vanguardia explotó en la práctica expositiva setentista, con todo lo que esto implica.

Que los artistas sugieran que hemos sido presa de los dispositivos que usamos para representar el mundo y que a su vez son aquellos que cautivan los hábitos espirituales que se conducen a través de nuestros deseos, como alude el guiño a las venus paleolíticas, es mínimamente catastrófico. Es graciosa la tradición del slapstick, esa que habilita la risa frente al desastre del tortazo que nos comimos en la cara. La trampa del régimen de percepción de aquello que toma definición en la muestra nos convierte en víctimas que aceptan con humor, y de manera elegante, su condición bufona, como Dadá advertía.

Los monigotes rupestres trazados con icónicos cables enchufados a los muros blancos, sin rellenar, de la galería, presentan escenas de caza en las que lo perseguido y lo capturado son símbolo de la identidad cultural que heredamos de la modernidad; una subjetividad acechada por las cosas. Un chiste que va a explotar en un futuro próximo, en un momento sociopolítico que nos asedia.

Está claro como un reflejo resplandeciente que se filtra al interior de una caverna, Lolo y Lauti comprendieron a la perfección el vínculo que el arte puede establecer con la vida cotidiana, ese vínculo contemporáneo que habilita a que todo, cualquier elemento, sea susceptible de liberarse de su destino para convertirse en una obra. Dar luz quitando luz, escribe el curador Santiago Villanueva. Los espejos han alterado su funcionamiento. Que el arte siempre se asemeja al arte, es una reflexión posible.

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