Hoy terminó de suceder algo. Bajé a recibir al sodero, extrañada, porque siempre me toca el portero. Esta vez me llamó para que le abriera y cuando bajé no tardé mucho en darme cuenta por qué: el portero ya no estaba y en su lugar había quedado un agujero en la pared del cual salían decenas de cables filosos y frizados para todos lados. El agujero me impresionó mucho y la sincronía me atravesó: hacía cuatro días que el micrófono del teléfono de mi portero había dejado de andar. Podían hacer sonar el aparato y escucharme a mí, pero yo no podía escuchar a quien tocara. Entonces, ¿es producto realmente de una casualidad la desaparición del portero con su parcial estropicio? ¿Será que toda la maquinaria del portero se estaba deshaciendo anímicamente hasta terminar de entregarse a unas manos en la noche? ¿O es que en realidad esas manos que terminaron por tomarlo son las mismas que lo venían aflojando pacientemente, noche tras noche, generando algunos efectos colaterales en la comunicación de algunos pisos del edificio, entre ellos el mío? 

Ahora que ya sucedió no puedo dejar de pensar que el deterioro del portero era una especie de aviso indescifrable, sin importancia porque ya no está más. Si tuviésemos el poder de entender por qué sucede todo podríamos llamarnos videntes. En esta fantasía neurótica nos imagino manejando los pequeños eventos que nos rodean como quien maneja la estrategia en un juego de ajedrez. Pero esto no sucede y en cambio, existe el misterio. En cambio, existen las pinturas de Guido Orlando Contrafatti, expuestas actualmente en Moria Galería.

No hay texto de sala. El sentido de este silencio es dejar lugar a que las imágenes hablen por sí mismas y develen sus capas de sentido que fueron engrosándose con el tiempo. Ellas, las imágenes, fueron las manos invisibles que aflojaron nuestro portero, y ahora, ya no está y está todo roto a nuestro alrededor. Terminaron de salir del averno y éste se volvió presente en el crecimiento exponencial de la histeria de la gente y la sensación de inminencia propia de una bomba con un cronómetro regresivo. Un presente donde los porteros desaparecen por su valor de cobre. Podemos hacernos la pregunta de si es sensato o no escribir sobre arte hoy en día. Si tengo que responder rápidamente, diría que nunca lo fue. Y está bien. 

Ahora el agujero del portero está cubierto por cintas de papel de un modo que me hace acordar a una de las pinturas, la más grande de la muestra, que espera agazapada en la pared de Moria. Si vas a la galería la vas a reconocer: es una pintura que esconde un secreto que una vez descubierto inaugura un punto de vista nuevo y el espectador pasa a ser una figura icónica a la que hace dos años fue apuntada con un arma mientras miles de flashes rebotaban en su rostro. 

Momentos icónicos de la reciente y antigua historia argentina aparecen reflejando una contemporaneidad tenebrosa. En la sala nos recibe este cielo estrellado pero ahora literalmente estrellado contra la pared y el suelo, una escenografía del paraíso que quedó vieja, Truman Show tercermundista, el espectáculo caído, ruinas de la simulación: nuestros sueños hechos añicos.

Las obras de Guido tienen una glamurosidad, un encanto caído, un coquetismo iracundo que probablemente es producto de no poder existir en otro momento que en el averno actual. Ellas apagarán la luz de la galería y dejarán esta sede para siempre, junto al resto de las obras que se esconden en la trastienda despidiendo silenciosamente a los que solemos estar para volver a saludarlos en la próxima locación de la galería.


Un gusto el averno conocido, de Guido Orlando Contrafatti, se puede visitar en la galería Moria (Thames 608, Ciudad de Buenos Aires) de jueves a sábados y de 16 a 20. Gratis.

Foto de portada: Guido Orlando Contrafatti.

Al comienzo de Hojas de otoño (2023), la última película de Aki Kaurismäki, el personaje de Ansa (Alma Pöystia) vuelve de su trabajo como repositora de un supermercado en un barrio de Helsinki, prende la radio en su casa (una radio antigua y barata) y se ofende tanto con las noticias de la guerra en Ucrania y su sesgo anti ruso que la apaga de un golpe. La escena se repite varias veces, el mismo informativo monocorde de los supuestos crímenes de guerra recibe uno y otro chasquido de parte de los protagonistas, dos trabajadores finlandeses en mala racha.  

En un bar, Ansa conoce a Holappa (Jussi Vatanen), un obrero que lidia con la depresión y el alcoholismo. El relato les tiene reservado el amor, pero antes hay una serie de planteos, que se van desarrollando como bocetos, como si fueran pequeñas láminas coloreadas que narran la vida infeliz de la clase trabajadora en una ciudad europea del presente. Es una vida pasiva, gris. Lxs personajes de Kaurismäki se sientan en la silla cuando llegan de trabajar como si más que un empleo tuvieran una enfermedad terminal. 

Romcoms y marxismo

Algunos compararían a Kaurismäki con Brecht, otro los compararían con Sofia Coppola. Creo que yo estoy entre los que preferirían compararlo con Sofia Coppola. Sobre todo por la escena de karaoke que Kaurismäki incluye en esta película, y en general por todas las escenas de bar, de fiesta, y el lugar de la música, el ambiente de rockeros y la percepción del rock como un asunto de looks y la mirada embobada con el paso del tiempo, estos podrían ser temas de ambos directores. Pero en las películas de Sofia Coppola, estos temas son disparadores de momentos de mucha expansión emocional, es como si eligiera sus momentos de fiesta y diversión cuando están a punto de madurar. En cambio a Kaurismäki le gusta tanto lo gastado y lo roto, que hasta las fiestas dan lástima. Lo suyo es el amor en las filas de la fuerza de trabajo sobrante.

Entonces la escena del karaoké llega apenas la película empieza, en el bar donde Ansa y Holappa se conocen. Y es linda por lo anticlimática. También en esta película el karaoké funciona como declaración, como si hubiera un destinatario de las palabras de amor de cualquier canción pop. En una sociedad donde no se puede ni escuchar la radio (ya que solo hay propaganda, nada de música), para declarar los sentimientos hay que usar palabras prestadas, las palabras de una canción. Pero igual el ambiente del karaoké es deprimente, asfixiante.

Un capitalismo ex

Kaurismäki es una especie de cantautor socialista y en varios puntos está más cerca de Jaime Roos que de Morrissey. En sus manos, Finlandia es una sociedad cerrada, herida por la depresión. Una característica del mundo de Kaurismäki es que los personajes viven en ambientes en los que no se puede hablar de nada. Se trata de sociedades muy represivas, donde no hay lugar para los sentimientos ni las expectativas ni los deseos de las personas. Y es raro porque se trata de las sociedades occidentales al final, las mismas que se enorgullecen a diario de fomentar la democracia y combatir (o ayudar a combatir mediante el envío de armas y dinero) a las autocracias. Son estas las sociedades (la finlandesa, la noruega, la española, la británica…) en las que supuestamente todo puede hablarse, todo va a arreglarse si lo hablamos: a no tener vergüenza de ser quién unx es y hablar de forma “situada” para que la subcomunidad que uno representa vea su voz reflejada en público.

Pues no, dice Kaurismäki. La esfera pública en estas sociedades es una radio que repite los mismos enunciados chauvinistas hasta el cansancio. Son sociedades donde un pobre va a ponerse contra otro pobre, un trabajador contra otro, un vecino contra otro, repitiendo frases motivacionales o discursos sobre el emprendedurismo. Lo que mejor explica la forma de estas sociedades es la economía: la relativa inexpansión del capital y la reducción del salario. 

Es un mundo sin diseño, un resto de mundo. Un ex capitalismo, o un capitalismo ex.  

Pero por esa razón, las películas de Kaurismäki también son anti romcoms: son romcoms que trocan un asunto social por uno afectivo. Lugar para el optimismo, capaz no hay mucho. El problema de estos personajes no es resolver todo mediante el amor y dejar que la escalera social haga el resto (como le pasa a Bridget Jones). El problema es el salario. 

Kaurismäki, aparte, pretende que el tango es finlandés. Según un artículo de The Economist:

Kaurismäki dice que el tango se originó en el extremo oriental del país (una región densamente boscosa que hoy pertenece a Rusia), donde los pastores cantaban para protegerse tanto de su propia soledad como de los lobos que atacaban el ganado. Los lugareños empezaron a bailar tango en los salones de baile, junto a los lagos; en 1880, el tango había llegado a la costa occidental, desde donde los marineros lo llevaron a los bares de Uruguay y Buenos Aires.

Finlandia virreinal

Los cines desvencijados, los cafés con tragamonedas, las calles vacías, las marcas antiguas y desaparecidas… todo lo que parece virreinal (en el sentido de colonial) en el cine de Kaurismäki es un poco virreinal de verdad. Este es un cine social de la desinversión, que muestra qué pasa en una sociedad que conserva sus afiliaciones geopolíticas en desmedro de su crecimiento económico. Finlandia podría ser cualquier lugar del virreinato del Alto Perú durante el siglo XVIII. Es una sociedad que sufre un desfase en su ciclo de producción, que reproduce ciudadanos aptos para vivir en una economía que tal vez ya no existe. (Lo mismo que el estado altoperuano reproducía “españoles americanos”, un poco inútiles de cara a la segunda revolución industrial.) Finlandia es un típico jardín cerrado del alicaído proteccionismo industrial noratlántico, una sociedad donde todo se viene abajo en función de sus propias contradicciones pero que se esfuerza por no caer en las garras del imaginario oso autocrático que la amenazaría.

De ahí la relación tóxica de Kaurismäki con la cultura estadounidense. Como buen exponente new wave, Kaurismäki tiene una admiración verdadera por el pop y por la industria cultural. Pero, para que le guste realmente la industria cultural, necesita verla medio tirada, exhausta, no puede gustarle si no. Entonces le gustan las rockolas (porque son viejas, o porque nadie las cuida) pero no la digitalización del cine ni las sagas del universo Marvel (“no es algo que pueda ver si es domingo a la tarde y tengo resaca”, dijo como si él fuera uno de sus personajes).

Esta relación tóxica es genuina, porque es reveladora de los problemas del proteccionismo imperial de la actualidad. Ni Finlandia, ni casi ningún dominio europeo bajo la gobernancia noratlántica, podrían abrazar una hegemonía no occidental. Pero a la vez, quedarse en el molde es quedarse en el razonamiento circular de la insatisfacción: estoy deprimido porque tomo alcohol y tomo alcohol porque estoy deprimido, dice Holappa.

Me quedo al final con un comentario que hace Ansa cuando salen del cine. “No había forma de que la policía manejara esa situación”, dice hablando de una película de George Romero.

“Simplemente había demasiados zombies”.

“Mi padre tiene una doble vida. De día, con traje y guardapolvo blanco, es director de escuela. Y de noche, vestido como un maleante, pega por el barrio carteles en los que promociona esa misma escuela. No habla de esos afiches con nadie. Solo lo sabemos sus hijos y su esposa. Cuando nos metemos en el auto y salimos a toda velocidad, tengo la sensación de que estamos consumando un delito, aunque no tengo claro cuál.”

Con esta imagen, la de su padre pegando afiches en el medio de la noche (afiches que un rato antes él mismo escribió en cursiva con marcador indeleble mientras calentaba pegamento en una olla) Mercedes Halfon nos presenta a su padre, Horacio, el protagonista de esta novela. Horacio es muchas cosas: docente, director de escuela, historiador, peronista, fanático de los autos, padre de cuatro hijos, y, también, esto. Un hombre que deja su letra manuscrita en afiches inmensos.

Vida de Horacio puede leerse de muchas formas. Es, como todo lo que escribe Mercedes, un libro inclasificable, despreocupado por encajar en algún género. Narrativa personal, ejercicio periodístico, álbum de familia y retrato generacional. Pero hay un hilo que conecta todas estas dimensiones eclécticas: las distintas superficies donde se inscribe la escritura que la narradora revisa con obsesión para encontrar un posible origen de su oficio. “Sobre la mesa en que estudiaba mi padre, ahora, escribo”. La mesa, los pizarrones, las pintadas políticas, los cuadernos con apuntes, los poemas anotados en los márgenes de otras cosas, las hojas mecanografiadas, la letra de su hijo que está aprendiendo a escribir, el grabador con el que conserva las memorias de su padre, los afiches en el reverso de propagandas y, en última instancia, este libro que escribe para unir todo eso.  

Mercedes se queda hasta tarde con su hijo practicando la escritura. No le sale bien la cursiva y sus letras ocupan toda la hoja. Dice que para enseñarle no solo piensa en la forma de las letras, sino en el movimiento, en la coreografía del lápiz. Otra noche escribe cuando su hijo ya se durmió. Le roba unas horas al sueño. “En algún momento de mi vida ocurrió esto: ser la última que se acuesta y la primera que se levanta. En el medio, escribo”. 

“En todas las vidas, creo, hay muchas vidas”, dice la narradora. Una de las muchas vidas de Horacio fue la escritura de esos afiches que pegaba por las noches. Su letra cursiva, ovalada, pareja, inclinada hacia la derecha en el reverso de afiches de propagandas políticas. Cuando Mercedes le pregunta por ellos dice que “los pensaba como algo que de pronto te encontrabas en la calle, sin esperarlo. ¿Qué hace ese cartel ahí?” 

La noche parece ser en esta familia el momento ideal para la práctica de la escritura. Mercedes, su padre y su hijo escriben en el reverso del día, como en el reverso de las hojas. La escritura, desde las pinturas rupestres, existe gracias a su condición material. Esa materialidad que pone en primer plano este libro. La materialidad de la letra que aparece en los márgenes de las hojas, la del marcador indeleble en un afiche, la de la pasta bermellón en una pared, la materialidad de una actividad clandestina que empuja para ser huella. Hasta que, de pronto, sucede la magia, el destello: hay algo ahí donde antes no había nada. 


Vida de Horacio, de Mercedes Halfon. 172 páginas; 20×13 cm. Entropía, 2023

Diez años atrás vi por primera vez una obra de Daniel Edwin Alva Torres, “Chicha” para lxs amigxs. Era un papel blanco donde había escrito, con una caligrafía amorosa y los colores de Boca, solo dos palabras: “Trabaja y confía”. Pienso muy seguido en esa obra. El efecto entre la simpleza en la composición y la fuerza de esas dos ideas juntas me acompaña siempre, sobre cuando me mareo un poco.“Trabaja” y “confía”, dos palabras que no llevan la tilde del imperativo porteño, sino la suavidad del acento peruano, que Chicha nunca abandonó aunque acumula ya muchos años en Buenos Aires.

No dejó atrás su acento ni esta idea/manifiesto que parece unir los ladrillos de Fundo al lápiz en sus sombras, su muestra en Piedras Galería. Chicha te atiende en persona, charla con lxs que se acercan, con los ojos chispeantes y la birrita en mano. Me cuenta que estuvo diez años alejado del mambo de mostrar, inaugurar, venderse. En 2014 decidió juntar sus cosas y comenzar un sendero hacia adentro. Interior no significa inactivo. Se dedicó a dibujar, escribir, jugar fútbol mixto, construir su casa, vender tamales, armar un taller de dibujo con los niñxs de su barrio, el Fraga, pegado a las vías en Chacarita, entre otras muchas cosas. Sin ruido externo ni presiones ajenas se tomó un tiempo para profundizar. No dejó de ser artista, solo dejó de participar del juego. 

La sala intermedia de Piedras tiene menos luz que las demás, está como en penumbras. La primera impresión es que está despojada, pero después de la primera vuelta tengo miedo de que no me alcance el tiempo para ver todo lo que hay. Varios cuadros grandes saltan a la vista, pero entre ellos se expande un universo de mensajes cifrados y secretos, algunos diminutos. Entre los huecos que dejan la pila de cajones de Quilmes, por ejemplo, se esconden frases escritas en letra manuscrita. Un gran mensaje en lenguaje de señas nos detiene por varios minutos. Nos cuesta resolverlo, aún con el alfabeto que los vendedores sordomudos reparten en el tren como guía. Fundo al lápiz… exige curiosidad y presencia. El que quiera hacer una visita rápida, que no venga.

Me dice que su técnica es la verdad. Y la verdad toma muchas formas.Acá conviven dibujos minuciosos y llenos de detalles con objetos encontrados en la calle, fotos de familia, notas, manifiestos (“Arte: el pretexto de algunos para mentir y de otros para ser honestos”) y hasta un videoclip al que le pone cuerpo y voz. En uno de los trabajos se ve el plano vertical de una casa. La arquitectura abierta muestra las etapas de la construcción de una casa que sube hasta llegar a un baño que aún no tiene paredes, está a la intemperie, señalando lo que falta. Este cuadro se espeja con el videoclip que gira en loop y que Chicha protagoniza, dirigido por Julia Lucesole, Amelia Orden y él mismo.. La cámara lo sigue también en subida, con un falso plano secuencia. En el camino se va encontrando con vecinos  y escenas de la vida cotidiana en el barrio. Su gorra amarilla que dice “Choclito” brilla sobre el ladrillo de las paredes sin revocar. Asciende hasta los cielos, una pelopincho llena hasta el tope ubicada en la terraza, mientras nos canta a cámara una especie de anti-trap: la música es una base oscura pero con una letra luminosa que llama a confiar en uno mismo, no dejarse marear por la boludez del arte y las luces y nos recuerda que nadie vale más que la gente. 

Chicha parece seguir el ritmo de su cumbia interna. Si la velocidad de Instagram exige mostrar todo el tiempo trabajos nuevos, él decide detenerse. Si la onda es armar una personalidad digital construyendo un perfil individual, él prefiere darle paso a la voz colectiva, hablar desde su comunidad. Porque si algo aprendió en el barrio fue a pensar con los otros, y si algo aportó a la construcción de su universo sensible es la vida cotidiana de su gente, obrerxs, trabajadoras, vendedores ambulantes, niñxs; todxs lxs que cada mañana hacen avanzar un nuevo día lleno de dificultades y carencias, pero también de tradiciones, nostalgia y de amistad. Dentro de su comunidad, su misión es detectar esos destellos y transmitirlos. “Yo tengo el megáfono”, me dice. Y lo piensa usar. 


Fundo al lápiz en sus sombras, de Daniel Alva, puede visitarse de jueves a sábado de 16 a 20 en Piedras Galería, Perú 1065 (Ciudad de Buenos aires).

Una pequeña salvedad para empezar está colección de textos, que en los próximos meses se presentarán en la columna RCP de Vida Cotidiana. Si clasificar es aburrido, mucho peor son, a veces, algunas categorías que aún se adecuan a cierta idea de canon: que hay cosas que se ven más que otras, que las cosas que se ven más que otras son el mainstream, que las cosas que se ven menos son el under. Que hay cosas que hacen que otras cosas estén ocultas y esas son las cosas olvidadas. Que las cosas olvidadas necesitan volver a verse, que una cierta idea de justicia las ponga nuevamente en un plano de nueva visibilidad, que necesitan de un rescate, una salvación. Falso idilio. 

Esos olvidadxs nos recatan a nosotrxs, como dice la poeta Diana Bellesi. Nosotrxs estamos hundidos, olvidados, ellxs no le temen a no ser recordados. Nosotrxs tenemos miedo que se olviden, ellxs no tienen preocupación y posiblemente estén cómodxs donde están. Nosotrxs necesitamos que aparezcan para equilibrar nuestra historia presente, ellxs no creen en el under ni en el mainstream, ellxs están cómodos. Entonces, nada más detestable que digan que rescatamos algo, “si todos trabajamos con la recuperación de migajas emocionales y la invención flexible de alguna identidad”, dice Bellesi. Ellxs nos empujan y cambian el agua estancada, para que cuando algo se mueva, se mueva todo de nuevo. 

Ahora sí: Sofía Bassi (Veracruz, México, 1913-1998). 

Hace unos cuantos meses, la galería Travesía Cuatro -ubicada en Ciudad de México-le dedicó una exhibición a sus pinturas, armando un cierto halo de recuperación de una joya perdida. Ahí las vi por primera vez. Me había mencionado su trabajo un amigo artista y su novio historiador del arte. Bassi estaba por ahí, desde las caóticas ferias de antigüedades hasta en exhibiciones sobre surrealismo y más que nada acerca de mujeres surrealistas, en sintonía con un tono de época -algo que hoy se va diluyendo-. 

Una paleta de azules verdosos gana la superficie de casi todas sus pinturas. Hay genealogía, y hay lugares comunes, pero Bassi tiene un tono loco, le da una vuelta de tuerca al huevo, a la presencia fantasmal de las figuras y al paisaje suspendido sin geografía, sin línea de horizonte, más típico del surrealismo de programa. Pero lo que más se destaca es su extraña firma, en casi todos, abajo a la derecha remarcando unas iniciales: ELC. Claramente no coincide con su nombre, pero sí con su historia telenovelesca. ELC es “en la cárcel”, y elegir esas letras como firma refuerza ese relato que le dió un gran protagonismo a su imagen. El surrealismo y su encierro eran algo tan próximo que merecían un libro. 

Cuando Bassi escribió su autobiografía, sus editores decidieron hacer dos tomos, dividirla en dos momentos: su vida atravesada por la pintura, y su vida atravesada por la cárcel. La primera inconseguible y poco popular, la segunda de culto y aún en circulación: Prohibido pronunciar su nombre

Bassi escaló cómodamente de clase cuando conoció a su segundo esposo: Gianfranco Bassi, con quien tuvo a su tercer hijo, Franquito. Pero la historia pone en primer plano a su hija Claire Diericx, de su anterior matrimonio, que jovencita se casó con el Conde Cesare D’Acquarone, generoso propietario de algunos castillos en Italia y protagonista de lo que le dio ese toque de color a la vida y obra de Sofia. 

En el verano de 1968, apenas empezado el año y antes de la intensidad con la que México lo vivió, Juegos olímpicos y masacre de por medio, Sofia disparó varias veces al cuerpo del Conde frente a la piscina de su mansión en la ciudad de Acapulco. El conde cayó luego de los cinco disparos dentro de la pileta y murió al instante. El agua se enrojeció y Sofía en shock, pero algo consciente del efecto que podía causar en su hija la escena, subió rápidamente las escaleras hasta el segundo piso para empastillar a Claire y dejarla sedada hasta poco a poco acercarle la noticia a sus oídos. Ese fue el comienzo del enredo judicial de la pobre Sofía, que justificaba el hecho declarando que mientras todxs dormían, ese comienzo de enero de 1968, el Conde estaba enseñando a la pintora a cazar. Raro pero posible.

Sofía estuvo presa cinco productivos años en la cárcel de Acapulco, atacada sobre todo por el calor, los insectos y la prensa, pero con un tratamiento especial que hacía crecer su figura pública: su caso, un tema semanal de las revistas faranduleras. Allí recibió familiares, políticos y sobre todo artistas, que defendían su causa y la calidad de su obra, que no solo daba motivo a su vida en la cárcel sino que también era un medio para elevar su conducta y justificar toda inocencia. 

“Mi esposo y mis hijos me llevaron pinturas, pinceles y caballete, para que mis alquimias cubrieran las horas interminables de mi encierro. Mis amigos observaron un cambio en los colores y comentaron que mis paisajes eran más tristes. Yo no advertí grandes diferencias, porque mi inspiración era la misma, a ella no podían hacerla prisionera”. Para Sofía el arte no solo era una cuestión de trabajo y técnica, el mostrar y mostrarse ocupaba gran parte de su tiempo, la sociabilidad era casi igual a crear una nueva obra, estaba siempre pendiente de los apellidos de sus visitantes. 

Su proyecto más ambicioso fue la realización de un mural en la celda. Todo empezó con un pedido desesperado de un grupo de internos que le reclamaban a Sofía “¡Un pincel! ¡Un pincel!”. Así surgió un trabajo grupal de ocho metros junto a un grupo de ya conocidos artistas que la visitaban: Alberto Gironella, José Luis Cuevas, Rafael Coronel y Francisco Corzas. Bassi eligió el tema de la calumnia para su parte, porque era lo que la atravesaba esos días. Cuevas la justicia, Coronel la jaula, y así… El mural tematizaba el encierro y reforzaba heroicamente su sufrimiento para sus diarias e incansables visitas en su estudio-prisión. 

Bassi pintaba sin parar. Hizo el cuadro Así me ven, que la representaba como una bestia prehistórica y extraterrestre, tratando de dar cuenta que despertaba en la gente una “curiosidad malsana de ver a una artista en la cárcel”. Pero también su éxito crecía, hasta le dedicaron una exhibición en el Club de Periodistas de la Ciudad de México haciendo una exacta reproducción de su celda en el espacio de exhibiciones y permitiéndole dar una conferencia inaugural por teléfono desde la cárcel. 

Su autobiografía surrealiza la prisión, las historias que suceden alrededor de Sofía son muy parecidas a las de sus obras. En una, un viejo recluso, que por momentos se veía muy joven y por momentos demasiado viejo, despertó la curiosidad de la artista. Consultando por qué sucedía eso, gente de su confianza le describió el tratamiento que el viejo hacía: “Se colocan en una gran bandeja 30 huevos crudos, estrellados, lo más frescos posible; el individuo se descubre de la cintura hacia abajo y se sienta sobre ellos. Como si tuviera una aspiradora penetran por el recto los 30 huevos.” 

En los últimos meses encerrada los presos hacían cola en la puerta de su cuarto para hacerse un retrato junto a ella y su mural, aprovechando hasta el último segundo la fama de su compañera. Murió en medio de los preparativos para el verano del 98, gozo el surrealismo tardío, el mejor, más despojado y liberado de las pautas de redacción, de los métodos y de la carta de aprobación de aquel primero, que México sufrió más que nadie de este lado. Su verdadero nombre fue Sofia Celorio, pero como ella mismo dijo “me lo cambié por motivos artísticos”.


Imagen de portada: Mural de Sofía Bassi en la Universidad Nacional Autónoma de México.


Colm Toibin, escritor irlandés, conoció a Borges en Dublín, en ocasión del centenario del nacimiento de Joyce, al que el escritor argentino fue invitado. En ese encuentro, su tarea fue sostener el grabador mientras Francis Stuart y Borges conversaban.

En 1985 visitó por primera vez la Argentina casi sin intenciones de hacerlo, casi de casualidad, usando el dinero de una indemnización para un viaje por América Latina que culminó en Buenos Aires. Dice que llegó un viernes y el lunes siguiente estaba acreditado como periodista extranjero para cubrir el juicio a las juntas militares. Fue a la ópera, al Yacht Club de San Isidro y caminó por la calle Lavalle.

Años más tarde, en 1991, la revista Esquire le comisionó un largo artículo sobre Diego Maradona. Toibin viajó a la Argentina por segunda vez. Fue a Villa Fiorito, paseó solo por la ciudad. Releyó la obra de Borges  y nunca estuvo fuera de Buenos Aires y sus márgenes. 

Luego de la publicación de su novela Crónica de la Noche (Emecé, 1997), Toibin dijo que su intención era escribir una historia gay en una sociedad en la que ser gay fuese problemático (Irlanda, Argentina), en una época en la que florecían las novelas de liberación sexual en sociedades más amables para ello, como Estados Unidos. 

En esta novela de 1997, los gays aman para siempre y los heterosexuales son incapaces de fijarse en relaciones predominantemente monógamas. Toibin dijo en una entrevista respecto a la identidad gay: “La mayoría de los gays saben lo que es la invención y la reinvención y sentirse solos y desconectados. Me parece que uno puede jugar con este nivel de alienación y disociación utilizando un protagonista gay”.

Intentando esquivar los estereotipos –tal vez el único observable es el del chico gay obsesionado con su madre– en la novela no aparecen en ningún momento las palabras “tango”, “macho” ni “Evita”. Y sin embargo retrata el continuo entre dictadura y aquello que vino después con una incomodidad muy argentina. Todos los personajes parecen levantar los hombros en señal de desentendimiento, con la sensación de que la tragedia es inevitable, que ya pasó y que vuelve a pasar todo el tiempo. 

Richard, el protagonista, hijo de madre inglesa que emigró a la Argentina pero nunca pudo olvidar su patria, avanza socialmente gracias a contactos y amigos que hizo en su trabajo como traductor y profesor de inglés. Con esa característica de las historias del Siglo xx, un día conoció a alguien en una cena y este le dijo “te veo el lunes”.

El protagonista atraviesa la dictadura casi sin enterarse de los desaparecidos, de cuya existencia se entera en un viaje por Europa donde conoce a exiliados de la dictadura chilena. La vuelta a la democracia no representa un cambio de paradigma sino la continuación de la expoliación nacional por otros medios.

Luego conoce a unos agregados de la embajada norteamericana -suponemos que son agentes de la CIA; algo arrepentidos del trabajo que habían hecho en el Chile allendista- que lo ponen a trabajar como intermediario entre ávidos inversores extranjeros que venían a estudiar la viabilidad de las privatizaciones y miembros del aparato institucional argentino. Idas y venidas sobre ventas de empresas que se dirimen en cenas letárgicas en casonas de la zona norte.

Mientras tanto, Richard se enamora, coje con cualquiera, se arrepiente y reconfirma su amor con Pablo, su novio. Conoce el flagelo del SIDA por sus amigos estadounidenses que vienen desde San Francisco escapando de lo que ya conformaba una epidemia. Más tarde él también se infectaría.

Pareciera haber dos interpretaciones posibles para este texto: la de una historia gay en una sociedad represiva, y la de la historia de un país en decadencia que se cuenta mientras transcurre la vida de las personas que lo habitan, como en En otro orden de cosas de Fogwill o Historia del Dinero de Alan Pauls.

Todas las historias que se cuentan parecen subtramas de una trama mayor de la que nadie es nunca responsable. El mismo Richard es un personaje secundario del avance somnoliento de la historia del país. Una idea de destino.


Crónica de la noche de ColmToibin (Emecé, 1997).


Foto de portada: “Misty and Jimmy Paulette in a taxi, NYC”, Nan Goldin.