Recibo un llamado de un amigo, me comenta que conoció una gente que tiene un campo acá cerca y que buscan casero. Me sugiere que haga una entrevista, le digo que estoy bien en mi rancho y que no quiero cambios. Insiste y me dice:
-Mirá si te dan una chata y además te queda tiempo para pintar, quizás es como la beca Guggenheim.
Ahí me encendí. Me vi manejando una F100, cortando pasto y pintando en un galpón olvidado. Llamé y arreglé un encuentro. Fui en bici, ya que son dos kilómetros desde acá.
El campo se llama Nirvana y lo tengo visto porque cuando salimos a caminar hacia Cordobita (un arroyito de llanura que recuerda las sierras) pasamos por la entrada y siempre me llama la atención. Es una tranquera y un camino largo que se aleja hasta unas casas de paredes amarillas.
Voy a la cita, paso la tranquera y recorro ese camino entre dos parcelas de cultivo, a medida que me acerco siento curiosidad por saber quien será el señor Nirvana. Veo el chalet principal, cerca el quincho con cerramientos de vidrio y aluminio y más atrás galpones, eucaliptus gigantes, un tanque australiano. Y viene él, un tipo común, como si fuera un abogado o contador o milico. Lleva boina y tiene unos hombros que impresionan, es mayor que yo. Bien patrón. Nos damos la mano, su fuerza es brutal. Me convida café en el quincho. Él se sienta del otro lado de una gran mesa y delante tiene carpetas y papeles. Necesita un casero y me cuenta su experiencia con los anteriores: robos, vagancia. Me habla de uno que fingió que habían entrado a robar y armó una escenografía con ropa tirada y una puerta forzada, las armas sin aparecer, “que son lo primero que se llevan, ya que hay mucho mercado”, según dice.
Después, me invita a caminar y a mostrarme en qué consiste el trabajo. A las vacas, por la tarde, hay que cambiarlas de corral y darles de comer. Lo mismo hay que hacer con los gansos. Hay que barrer las galerías y “juntar mugre”. “Mugre” se le dice acá a las ramitas y hojitas que caen de los árboles. Hay que cortar el césped con un tractorcito John Deere que es un encanto. También hay que hacer leña.
Llegamos a un recinto donde está apilada, que es un círculo al cual entrás, compuesto por astillas bien parejas. Un trabajo impecable que sería el deseo de cualquier artista del Land Art, es una corona como de dos metros de altura. No dejo de admirarla –ahí sí que hubo un real becario–. Me comenta que fue tarea de un chaqueño, su casero anterior. Casi puedo verlo en su trabajo, ver sus manos y percibir que calidad de hombre es. Me demoro en mis pensamientos pero el señor me invita a seguir.
Llegamos a las dependencias del gaucho –que sería yo–. Una cocina muy austera con techos altos, pisos de cerámico rojo, una mesa, una silla. Todo impecable. La pieza, divina, chiquita, con una cama tendida con una frazada marrón a cuadros.
El tipo me dice (porque ya me trataba como si el trabajo fuera mío):
–Tenés una garrafa y 6,4 kw de electricidad por mes, ya que el casero anterior encendía una estufa eléctrica y me aumentó el consumo.
Seguimos el tour. Me muestra el tanque australiano que es una locura, de chapa gruesa sobre un promontorio, con tres metros de profundidad y diez de diámetro, una boca de llenado de cuatro pulgadas. Un sueño. Además, es la pileta ¡Guau! Me imagino nadando en círculos a pleno cielo. Interrumpe mi ensoñación.
–Acá, a Nirvana, no podés traer a nadie –aclara y sigue–. Tenés un franco y medio por semana y estaría bien que te los tomes cuando yo no estoy, así cuando vengo hacemos tareas juntos, el sueldo es de 80 mil pesos más los aportes–. Esa semana yo le había comprado zapatillas a Fran por 30mil.
–Y una cosa más –me dice– ¿Ves allá arriba? Tengo una cámara y allá arriba del molino, otra, y allá otra, y yo desde San Isidro controlo todo desde mi celu.
Quedo mudo por un instante y veo lo que podría ser vivir vigilado. Chau nadar en círculos. Chau F100. Me despedí y volví feliz a mi rancho de pintor.
Portada: “Fim de romance”. Antônio Diogo da Silva Parreiras. 1915.
“Es una historia de stalkers dada vuelta”, explica Richard Gadd en una entrevista que da por el lanzamiento de Bebé Reno, la serie que produce, guiona y protagoniza. Sin embargo, es mucho más que eso: basada en su propia experiencia, la serie relata de manera explícita los matices de abuso físico y virtual.
En la ficción, que tiene una precuela en formato stand up, Gadd interpreta a Donny Dunn, un comediante fracasado, mientras que Jessica Gunning a su stalker, Martha. La historia semi-autobiográfica de un joven que es acechado por una mujer mayor comienza en tono de comedia oscura y, entre tintes de thriller psicológico contado en primera persona, se transforma en un drama agobiante y visceral que hacia el final deja en evidencia las capas de abuso que se suman a las que ya existían desde el inicio de la trama.
Una obsesión perturbadora te invade desde el minuto uno: la vi de principio a fin casi sin corte. Como si fuese parte de los personajes, atrapados en la trama, desquiciados por sus obsesiones, angustiados por la desolación del contexto actual y consternados una y otra vez en el espiral de los 30 minutos que dura cada uno de los siete episodios. En este recorrido, a las cuatro de la mañana de un domingo me pregunté: ¿Qué es lo que más nos llama la atención de esta serie y por qué está generando la misma obsesión por parte de los espectadores que intenta prevenir?
Por un lado, trata temas que son necesarios abordar en una sociedad pospandémica, donde las secuelas de los vínculos atravesados por la virtualidad son evidentes en contexto social, cultural y económico. Se exploran cuestiones relacionadas con la salud mental, los vínculos afectivos y sexoafectivos, así como la necesidad de contar con herramientas legales para establecer límites a la ventana mediática en la que todos exhibimos nuestras vidas. Por el otro, la serie explora la construcción del amor, el afecto, el éxito y la búsqueda (o falta) de aprobación, contrastándolos con la fascinación y la obsesión de conocer a alguien sin realmente saber quién es. El cómo los halagos, la compasión y la dopamina de las redes sociales, en un momento de desolación y austeridad emocional, pueden hacernos vulnerables al acoso ¿Por cuántos likes estamos dispuestos a exponernos al otre?
Salvando las distancias con la trama, ¿a cuántos grados estamos de un stalker? Y, ¿a cuántos de convertirnos en uno? Una posible identificación con la serie es el hecho de verse enredado en las sutilezas de la información que se desparrama por las redes. Y además potencia mandatos de género, individualismo y exigencias de éxito propias del contexto actual. Algo que también toma la serie -y es interesante- es que deja en evidencia que el abuso no distingue género (aunque sí estadísticas). Como así también la existencia de un vacío legal en materia de ciberacoso, abuso y hostigamiento.
En Argentina hay leyes que abordan la problemática del ciberacoso y el grooming. Sin embargo, ninguna de estas reglamentaciones establece parámetros legales sobre la virtualidad en las relaciones entre adultos ni en relación al género.
En la serie, Richard Gadd relata cómo, a pesar de recibir más de 40 mil correos, cartas a mano, mensajes y comentarios en redes sociales, así como amenazas dirigidas a sus padres y parejas, e incluso apariciones en su lugar de trabajo y en su propio domicilio, le resultó muy complejo encontrar apoyo legal y atención psicológica tanto para él como para su acosadora. Aunque en la historia Martha es encarcelada, en la vida real esto nunca ocurrió. Gadd admite que decidió no continuar con el proceso legal y optó por obtener una orden de restricción porque, en cierto punto, el sistema también había fallado a una mujer que necesitaba atención de profesionales de la salud mental, no solo un proceso penal.
Por último, y a modo de cierre casi irónico como consecuencia de la difusión de los hechos, la misma Marta (la de verdad) se vio envuelta en amenazas de muerte y acoso en sus redes sociales por los fans que vieron la serie. Gadd tuvo que salir a pedir que por favor dejen de hostigar a su hostigadora. Es un plot twist con aire de obviedad, pero a la vez desolador. Nuevamente, la solución no radica en la reflexión sobre los problemas que estamos atravesando como individuos y sociedad, sino en volver a los mismos mecanismos que una vez nos dañaron a nosotres y o dañaron a otres. Una vez más, la trama de la serie queda expuesta y evidenciada en la vida real.
Bebé Reno
Creador: Richard Gadd Reparto principal: Richard Gadd, Jessica Gunning, Nava Mau
Géneros: Drama, Biografía
País: Reino Unido
Disponible en Netflix
“Ni por dónde empezar, sé” dice Romina Paula en una de las 45 crónicas que componen Otra cosa es permanecer, su último libro. Y yo tampoco sé por dónde empezar con esto que acabo de leer. Digo crónicas y me pregunto si son crónicas, ensayos o relatos, por qué no. Repaso el índice: Mi amiga poeta, Bléfari, Rilke y los artistas y el dinero, La rueda mágica, ¿Y vos, cómo hacés para vivir?, Los Lampe y eso que mi madre no es de andar perdiendo amigas por ahí, Un retrato, un domingo sin celular y la obsolescencia programada, Ave Fénix, Hermanos de sangre, La plaza. Quisiera copiar todos los títulos acá pero no me alcanzan los caracteres.
Una hipótesis de lectura: este libro es una lista de interacciones con el mundo. Accedemos, a través de sus páginas, a una forma atenta y particular de observarlo todo, la de Romina. Después de observar así, tan de cerca, escribe para hilar esos fragmentos que aparentemente no se unen. El mecanismo es más o menos así: una situación de la vida íntima se une con una escena de una película que vio o con un texto de una novela que usó a su vez para una obra de teatro o un recuerdo de su infancia se une con una escena de la que ella es espectadora en un espacio público. Y así, estas piezas sueltas que andan dando vueltas por el mundo sin aparente relación forman, gracias a ella, un nuevo sentido.
En otro de los fragmentos de este libro (pienso ahora que a lo mejor son fragmentos y ya; ni crónicas, ni ensayos, ni relatos), Romina dice que en la práctica consciente del yoga “no hay a dónde llegar. Se avanza apenas pero ni siquiera se trata de avanzar”. Esa frase, que subrayé con lapicera, es la sensación exacta que tuve mientras leía. No quería llegar a ningún lado, no pensaba en cuántas páginas quedaban para que algo se resolviera en el devenir de las palabras. Simplemente leía y disfrutaba de ver cómo esas ideas que le aparecían a Romina escribiendo de desplegaban en la hoja, casi como si fueran dibujos.
Este libro empieza con una cita de Clara Muschietti: “Salvé a una mujer de morir”. La cita sigue y es hermosa pero Romina la trae para contar que Clara, su amiga, la salvó de no poder decir, de no poder contar la muerte de su hermana. En ese acto empieza la aventura de estos fragmentos que son intentos de eso, de ponerle nombre a la experiencia de vivir en este mundo y compartirla con otros.
“¿Es la vida una o varias?” dice Romina en otro fragmento. Y en otro, refiriéndose al rodaje de una película en la que actúa, dice que los rodajes son “una pequeña vida de prestado dentro de la nuestra”. Y acaso este libro sea sobre esto. Sobre las distintas formas de vivir, sobre las ficciones que leemos, que actuamos, que vemos, que inventamos para vivir muchas vidas dentro de la nuestra. Para soportar la que tocó y, por qué no, para transformarla.
Sin buscar avanzar a ningún lado, el libro me lleva a su final. Al último fragmento, que es sobre una muerte otra vez, pero la de un amigo. En esta parte aparece, como en un círculo perfecto que une el principio al fin, otra cita de Clara Muschietti como posible salvataje ante el dolor: “Cuando algo importante se cae, se vuelve a caer todo lo importante que se cayó en el pasado”. Romina ahora sí que puede nombrar la muerte. La nombre y la comparte con quienes la leemos para que pese menos o para que quede registrada en algún lugar porque, como dice hablando de su amigo que murió, hay aprendizaje en “la generosidad de alguien que comparte su experiencia con otros para que puedan desplegarse, el de la fé del hacer con otros, que es casi lo único que no nos van a poder quitar”.
Otra cosa es permanecer, de Romina Paula
Editorial Marciana
Páginas: 264.
Año de publicación: 2024
Adivinar la edad y ubicación de sus pinturas es proyecto imposible. La exageración material y el despliegue ceremonial de su figura hacía que nada sobre, Carlos Legorburu hizo sobre el mito de la destreza y el estilo de vida, lo más parecido a lo que odiaba: ser un pintor local.
Sobre la grandilocuencia de la palabra y de los grandes maestros, el registro con figuras reconocidas y hasta famosas, fue un artista que recibe un “legado” para entregar otro “legado”, donde el valor mayor es sostener algo, que desde fuera solo vemos, cae.
Nació en San Miguel de Tucuman en 1957 y murió en la misma ciudad en 2019, aunque en su inquieta vida fue de un lado hacia el otro. Annemarie Heinrich lo retrató de joven en 1976, con una mirada que aún inquieta, algo dudosa y confundida. Para ese momento el joven Legorburu estudiaba música, y la aprendió a leer casi como aprendió a hablar español. La música fue su llave social, con la que seducía y sorprendía, por precoz, por irreverente. Pero su personalidad se formó con la pintura, desde los primeros manchones sobre la pared del “petit hotel” en el que vivió de niño en Tucumán, y el encuentro con obras de Rubens en alguna mansión aristocrática de la ciudad. “El barroco hizo carne en mí, a tal punto que tiñe todas las manifestaciones artísticas y mi vida misma”, confesó.
Cuando su amigo, el artista Ezequiel Linares, le preguntó cuáles eran sus influencias, a quienes miraba, Carlos respondió: “Yo aprendo de Caravaggio”. A lo que Linares remató sonriente: “Sencillito, sencillito”.
Legorburu estuvo cerca de Julio Bocca y de Amalita Fortabat. Su sociabilidad fue exagerada, su obra también, lo exagerado necesariamente desborda: contener-desbordar, mismo método que Federico Klemm, la mitología como escondite para el desnudo masculino, el cuerpo como evidencia de algo tan evidente que puede sobrevivir a cualquier actitud homofóbica.
De pequeño, en medio de un ataque de entusiasmo, se cayó al piso y perdió sus dientes. La solución fue una dentadura postiza que el pequeño se sacaba para jugar a “ser pobre”. Carlos el pobre, sin dientes, Carlos el rico, con dientes. Hacía este numerito frente a sus compañeritos del colegio, pidiendo monedas a cambio, que los niños le tiraban al piso. Carlos se dijo a sí mismo: “Seré artista, pero pobre no”.
Ya más grande, en los años 70 vivió una experiencia en Brasil, donde tuvo varios trabajos como retratista de parte de la aristocracia paulista. Así en 1976 realizó un óleo sobre lino de la Condesa Matarazzo. Fueron cinco días de intenso trabajo, dando relamidos detalles a la joyería y a las telas de seda que la cubrían y que sería, en palabras de Legorburu, “un pasaporte a la eternidad”. El sexto y último día, al llegar al salón donde continuaría su trabajo se encontró al hijo de la Condesa, tomando la mano de su madre muerta, y exigió al pintor, por una interesante suma de dinero, terminar el retrato, ya no de la señora, sino del cadáver que poco a poco estaba más pálido. Legorburu aceleró la pincelada y lo dio por finalizado al rato.
Su relación con los pintores que admiraba era casi como un acto de invocación psicomagica, son todos italianos, todos están lejos en geografía y tiempo. Cuando se encierra en su taller a trabajar en su pintura “Espartaco”, del año 2013, se dijo a sí mismo: “Hoy convoqué a Caravaggio y se llegó a mi estudio en Tucumán”. Legorburu tenía el método del décimo, mirar nueve cuadros de un mismo pintor, y pintar el décimo. Así llegaría, así formaría parte de una historia que ya existía, todo en mayúsculas. El tiempo no importa, la tarea del artista es completar –terminar– un relato que escribieron otros.
“Una vida, un cuadro”, dijo.
Llega el marquero a su casa, para elegir la varilla que daría foco a una de las obras más importantes de Legorburu, que no solo tenía un gran tamaño sino el trabajo de 7320 días invertidos de su vida en la tela. El marquero recorre con su mirada cada detalle de la imagen, las plumas del loro, el líquido dentro de la chocolatera, el brillo especial de la sandía, y queda en silencio por varios minutos, hasta que dice: “Ahora entiendo. Usted alucina”.

Legorburu, con el avance de su edad, confundió tiempo y espacio: ¿Estaba en Tucuman o en Roma? ¿Con quién hablaba? No es una diferencia de pocos kilómetros y años: son millas y siglos. ¿Qué hacer para lograr ubicarse, encajar en un presente? Su casa estaba abarrotada de imágenes, muebles, molduras y dorados, solo lo traían al presente golpes insoportables de realidad: “Cuando niño mi mirada era egipcia hasta que descubrí el cielorraso de mi cama”.
En un sueño aparece con su enamorado frente a un galpón lleno de esculturas griegas: un idilio. Recorre entre el poco espacio que queda entre cada una, no sabe si está en el Vaticano o en un depósito en el barrio de Yerba Buena. El espacio se va estirando, haciendo cada vez más inalcanzable, hasta que aparece un Moises que detiene el tiempo, intenta alcanzarlo y todo se aleja, su amor también. Legorburu queda de nuevo solo en su estudio.
Cuando tuvo que pintar un autorretrato, escribió simplemente YO en la tela, como el que hizo en el año 2014. Su ego es típicamente surrealista: todas las figuras que pinta, se derriten, son volátiles o se esfuman, pero su rostro, su presencia aparece siempre con intensidad. Él mismo identifica que lo sobrio no es lo suyo, que se prefiere enredado en el lenguaje. En su libro autobiográfico, tituló un pasaje “Me llamo agrado”, y ahí escribió: “Algunos perforan las telas con sus gritos salvajes, otros despliegan embustes a sus políticos, se pierden en la oscuridad de sus dioses o repiten y repiten su ingenua novedad. Yo, no. Lo que quiero es que quien choque con mi pintura explote de mar”.
¿Alguien hoy piensa en la obra de Legorburu?
Poquitos.
Juan Ojeda me dice que no conoció a Legorburu, pero que Alfredo Frías estudió con él. Pregunto a Hernan Aguirre y me responde con unos links de youtube. Blanquita, una periodista cultural tucumana, que tiene el programa de televisión “Los juegos de la cultura”, entrevista a Carlos, que en tono de drama pálido y soberbia, señalando una imagen de su obra dice: “Ahí tenes el cuadro que no se podía terminar, me llevó 20 años. ¡Qué barroco! ¡que cargado! ¡un poco demodé!. De la antigüedad nos van quedando dos fiestas, el carnaval y las fiestas de saturno, en donde vale todo. Esto es todo un desorden en un palacio romano. Estos naranjos no pueden estar en las calles de Tucuman, por eso es Roma. Se volaron las cartas. ¡Las partituras en el piso! ¡Ya llegó el chocolate caliente!, y curiosamente cuando uno está al lado de la obra, ve el vapor escapando por al lado de la copa. El chocolate en el siglo XVIII era una droga. ¿Qué me pasó en estos 20 años que hice la obra? Me hice más minimalista ¡la vida te hace minimalista! De joven uno es barroco, los años te vuelven sobrio y sencillo. Yo estoy ahí en ese telefonito que figura en el pie de pantalla, me llaman y vienen y pueden estar conmigo. Yo pinto verano e invierno. Estoy en Tucuman porque cuido a mi madre”.
Siempre que estoy haciendo la fila para entrar a ver una obra alguien dice en voz alta: “No sé por qué no venimos tanto al teatro, tendríamos que hacerlo más” y si nadie lo dice, me gusta decirlo a mí. En el teatro, a diferencia del cine, hay una energía más intensa. Y si te considerás una persona muy terrenal que no cree en las energías, los mitos y los milagros, te recomiendo que abandones este texto porque todo se va a poner más oscuro.
Todos los viernes y los sábados Camila Peralta protagoniza Suavecita de Martin Bontempo en el Caras y Caretas. Creo que la ubicación es perfecta porque la caminata por el Once para llegar al teatro funciona un poco como la previa de la obra: focos de luz quemados, un perrito flaco pidiendo comida y alguna secuencia de gritos que no se entienden. Todas escenas que, de alguna manera, nos conectan con el hospital donde trabaja la Suavecita.
Madre soltera de una nena y entre enfermeras que lo único que hacen es tomar mate sin parar, la Suavecita se gana la vida dándole placer sexual a pacientes terminales. Con erotismo e historias fascinantes, Suavecita nos cuenta cómo nace una santa popular y qué pasa cuando tenemos que hacernos cargo de un destino que no elegimos.
Lo fascinante de la Suavecita es su poder para generar ternura, risa y emoción. Es un personaje tan increíble que me encantaría que fuera protagonista de una novela para poder verla un poco más de tiempo. Ella es simple, de a momentos un poco bruta, pero siempre sumamente poética.
A lo largo de la obra, Camila Peralta interpreta a un montón de personajes muy diferentes para cumplir las fantasías de sus clientes: una especie de Coca Sarli, un insecto que carga nafta, una vieja enamorada de su mejor amiga, una robot en un viaje al espacio. Y pasa de uno a otro, cambiando el tono de voz y la corporalidad con muchísima fluidez. Todos los mundos que construye por más fantasiosos que parezcan siempre tienen algo del orden de lo posible y a todos los une lo mismo: el deseo de sobrevivir.
A la salida del teatro hay un altar con una figura de Suavecita y una señora que reparte estampitas como recuerdo ¿Cuándo se convierten en realidad los mitos? ¿Cuando se confirman o cuando alguien cree tan fuerte en eso que se hace realidad? A falta de ART, con una obra social dudosa y sin tener en claro cuáles son mis fantasías sexuales, todavía tengo en la riñonera la estampita.
Cuando dije que en el teatro, a diferencia del cine, hay una energía más intensa, me refería a la presencia de los actores y a la idea romántica de que eso que ocurre ahí no se va a repetir de nuevo igual nunca más. Sin embargo, cuando salgo de ver Suavecita me acuerdo de El espanto, el documental de Martin Benchimol y Pablo Aparo. Es de 2017, pero hace poco se hizo viral en TikTok y lo volví a ver.
El documental muestra la vida de los habitantes de El dorado, un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En ese lugar nadie va al médico, salvo que sea para una cirugía, abundan los curanderos que se encargan del mal de ojo, del empacho, de la pata de cabra y de todos los malestares generales. Pero solo hay uno que cura la enfermedad del espanto y lo hace en su habitación, con la misma técnica de la Suavecita.
¿Por qué los mitos nacen en los márgenes? Historias de milagros, apariciones de la virgen y curas mágicas siempre son parte del conurbano y de los pueblos. Empiezo a creer que para ver algo sobrenatural o divino hay que estar en silencio, sin demasiada gente, en un lugar oscuro. Como una sala de teatro.
SuavecitaDramaturgia y dirección: Martin Bontempo
Elenco: Camila Peralta
Asistencia de dirección: Camila Miranda
Producción ejecutiva: Alejandra Menalled
Producción general: Nün Teatro Bar
Supervisión dramatúrgica: Ignacio Bartolone
Buenos Aires. 1997. Los ojos de Lola, una adolescente de clase media interpretada por Maite Aguilar, son el canal que construye el relato de Alemania, la ópera prima de María Zanetti.
Parecen clichés, pero no lo son. Son movimientos, torpezas, cursilerias, gentilezas y gestos que reconocemos fácilmente: un arito en la nariz en la Bond Street, una amiga rockera que juega como cómplice de nuevas experiencias y una mirada de pesadumbre sobre la casa de la infancia, antes de dejarla para siempre. Esas acciones evocan una nostalgia que reconocemos, nos atrapa y nos cuesta soltar a lo largo de toda la película.
Zanetti nos sumerge en un verano en la vida de Lola, quien parece tener las preocupaciones típicas de cualquier chica de 16 años durante el receso escolar: aprobar las materias que quedaron en el camino por no haber estudiado lo suficiente, sacar el carnet de conducir, ir a fiestas para ver al chico que le gusta y tener trabajos temporales para cumplir sueños que parecen impagables. Sin embargo, aunque este parezca el marco narrativo que rodea Alemania, en esta película hay otros ejes que atraviesan el relato.
Uno de los escenarios principales es la casa de una familia de cinco. En el living se ve a un padre que intenta disimular sus preocupaciones económicas, pero le resulta casi imposible.
En otra habitación están Lola, su madre (María Ucedo) y su abuela (Vicky Peña). Las tres están sobre la cama viendo Camila de María Luisa Bemberg, película estrenada en 1984. Están pegadas, aguantan el calor en compañía, se les caen las lágrimas, no soportan el fusilamiento del final. En esa casa hay un clima asfixiante. “Sos una cárcel”, lanza Lola a su mamá. Una frase cargada de furia. Algo que había escuchado previamente de su hermana mayor Julieta (Miranda de la Serna) quien tiene problemas de salud mental.
Dentro de ese escenario el desgaste y la inestabilidad pueden interrumpir el objetivo principal de Lola: viajar a Alemania. La adolescente percibe, con el correr del verano, que los problemas de su hermana solo amenazan su futuro inmediato. Es la abuela quien más tarde le dice: “Cuando la cabeza es un incendio, el amor no basta”. Una frase que busca consuelo en medio de un hogar en llamas.
En algunas entrevistas, María Zanetti dijo que quería mostrar un universo conocido, su familia. La directora tenía un hermano bipolar que empezó a tener los primeros episodios a sus 18 años, cuando ella tenía 14. De esos recuerdos es por donde Zanetti empieza a tirar del hilo. Y es así como va construyendo una ficción donde los roles de hermandad se invierten de una forma desgarradora. En Alemania la hermana menor cuida de la hermana mayor. Es Lola, quien filtra un punto de vista en las escenas y quien construye este relato familiar.
A la vez, aparecen guiños nacionales de la época que pueden ser parte de la propia nostalgia de la directora a finales de los 90. Lola y su amiga se encuentran en una esquina bajo el sol, a ambas se las ve con la misma remera, la misma gorra, la misma tote bag y un puñado de volantes en su mano. Es inevitable pensar en Silvia Prieto, dirigida por Martín Rejtman, y los momentos donde las protagonistas reparten volantes y muestras gratis de jabón en polvo. Los colores y los sonidos se escabullen de manera delicada. Podrían ser referencias de una clase social, de un nicho o de una época.
En un túnel del tiempo, donde vemos cabinas telefónicas sobre las veredas, teléfonos fijos, manos que sostienen un walkman enredado en cables, suenan temas de Suárez, Virus y Charly García, música que pega directo en la memoria emotiva. Y mientras Lola define su identidad y busca un cassette tirado en su mochila, se le infla el pecho para convertirse en una persona adulta. Es por eso que esta película, aparte de ser un coming of age, es un pequeño campo de batalla protagonizado por la etapa adolescente. Un recorrido fresco que funciona como un recuerdo universal. Un intento de recuperar algo de ese pasado revelador.
Alemania
Año: 2023.
Nacionalidad: Argentina.
Duración: 87 min.
Reparto: Maite Aguilar, Miranda De La Serna
Dirección: Maria Zanetti.
Foto de portada: frame de Alemania.