Asoma desde el ángulo inferior izquierdo Juan Soriano. Así lo retrata Lola Alvarez Bravo, está en la playa de Chachalacas en Veracruz, es 1940. Hay varios retratos, muchos ese mismo año, y la mayoría lo ponen de perfil, porque así seduce, como le recomendaban todas las mujeres que lo rodeaban, las cercanas a la familia y las que apenas conocía al pasar. Él las odiaba, a todas: el cortejo de las brujas, le llamaba. Lo persiguen con esos celos que solo pueden aparecer con lo que no se puede tener. De eso Soriano no dejó nunca ninguna duda a sus trece tias vestidas de negro. Elena Poniatowska, que escribió su biografía, las enumeró: ”De niño vivió entre tías (horribles, según él), hermanas (horrorosas y borrachas, según él), criadas (espantosas), primas (locas desenfrenadas), nanas (atolondradas), abuelas (criminales), amigas (cochinas), amigas de sus amigas (no sólo cochinas sino hipócritas), apestosas, greñudas, aprovechadas, monstruosas, todas ellas, en torno a él, chiquito, bonito, azulito, modosito.” Como si fuera una fibra débil, niño de vidrio, frágil de emociones y más de la personalidad del titubeo que del varón malo. Lo escurridizo de esa personalidad será también algo de la obra, también el quererse hacer notar a medias: en las tierras del tamaño desconsiderado, Soriano fue por el camino de lo convencional y medido.
En su obra se pueden pensar dos momentos, mucho más arbitrarios que como los pensó la historia del arte en México, o como su misma obra lo deja ver a primera vista. Uno primero, de retratos, donde el cuerpo masculino posa relajadamente, algo deseado y algo soñador. El más especial de todos es el San Jerónimo, de 1942, donde un joven está distendido en una silla, completamente desnudo, apoyando su codo sobre una pila de libros. La descripción parece la de muchos otros retratos, pero este es difícil de olvidar. Tiene toda una carga erótica que también tuvo la literatura en México, muy diferente y alejada de lo que fue en Argentina –tapada e intelectualoide–. El segundo momento es el de ese lirismo que invadió a muchos artistas desde 1950: grandes temas, colores pasteles, rositas y verde agua, y una pincelada donde parece que el pincel roza mas que aplica. Son de ese momento el “Pez luminoso”, de 1956. El primer momento Soriano es el del arte erotico, en el segundo es más el del “arte puto”, cómo diría Jorge Gumier Maier. Pero donde aparecen bien mezcladitos los dos es en el retrato de su pareja Marek Keller, de 1976, casi fractal y donde el perfil se proyecta al deseo propio.
Sin vocación proletaria, abrazando su rol de homosexual afuera de la revolución, Soriano fue más por la sociabilidad que de tanto mostrarlo le permitía permanecer un poco oculto. De esa manera se fue acercando cada vez más a Xavier Villaurrutia, el poeta de los nocturnos, a quien retrató en 1940. Uno de ellos es el “Nocturno de los ángeles”, casi como la puerta de entrada a una generación: “Si cada uno dijera en un momento dado, en una solá palabra, lo que piensa, las cinco letras del DESEO formarían una enorme cicatriz, luminosa”. El “arte puto” es también el arte del nocturno, y no precisamente por lo que podría pensarse, como un momento para ocultarse, sino todo lo contrario, porque es el momento del despliegue y la expansión en las formas de lo amanerado. Sin embargo, a los 67 años, cuando en 1987 gana el Premio Nacional de las Artes dice que para él el “movimiento gay” es una “estupidez”, que no es ni un movimiento, ni es nada. En realidad, dice, es un semi movimiento, lograr que nos tomen en cuenta a la mitad, y que la gente, los estúpidos se rían mucho.
Otro de sus amores fue Diego de Mesa, para quien hizo en 1960 la escenografía y el vestuario para la Electra de Sófocles, en el Teatro Sullivan. Soriano decia de su relación: “Diego consideraba nuestra relación pecaminosa porque era homosexual y la homosexualidad es pecado mortal. No es que él quisiera ser un homosexual pasivo o vivir un amor platónico; él lo que buscaba es que no se supiera porque lo que no se sabe no existe”. El teatro siempre fue circo maricón por excelencia, es el arte que condensa todo lo necesario para llegar al “arte puto”, figurines y vestuario cambiando todo el tiempo, velocidad, mucha velocidad, una división muy clara entre ficción y realidad, o ficción y trabajo, elongación y cartón pintado. Pienso que muchos homosexuales de los 30 se acercaron al teatro no solo para poder encontrar rentabilidad a sus destrezas, sino también para encontrarse con esa cicatriz del deseo que habla Villaurrutia.
Muchos críticos dicen que Soriano usaba los marrones de una manera especial, que tendían al dorado, que parecían refractar. Es muy difícil no pensar en Salvador Novo, a quien también fue cercano, para hablar de los marrones que, literalmente, fisuraron todos los relatos cuando salió a la luz su libro Estatua de sal. Ahí aparece nuevamente la cicatriz pero aquella que el mundo de la proctología debe solucionar. Novo revela los detalles más tapados de su sexualidad y la sexualidad de una generación, y no inventa un vocabulario de bambalinas sino que solo relata en un primer plano. El marrón aparece como el color de ese deseo que estaba por ser contado, y Luis Felipe Fabre lo describe muy bien en su libro Escribir con caca, donde su hipótesis es que la poesía empieza en el ano: la cromática de Juan Soriano también.
Foto de portada: pintura de Juan Soriano.
Escribir este texto sería mucho más fácil si mi papá estuviera muerto. De esa manera, solo existiría el miedo a que aparezca a la noche, me tire de las patas y me deje una anécdota sobrenatural. Pero no, en cualquier momento puede aparecer – y desaparecer – en la pantalla de mi celular con la energía de un fantasma: de manera repentina, imposibilitado de interactuar físicamente y atrapado en algún lugar hasta que resolvamos nuestros asuntos pendientes.
Pienso en mi papá y en los fantasmas porque hasta el 23 de junio Mamen Duch, Marta Pérez, Carme Pla y Àgata Roca, actrices de la compañía catalana T de Teatre, protagonizan diez únicas funciones de La mujer fantasma en el Teatro San Martín. La obra escrita y dirigida por Mariano Tenconi Blanco narra la historia de cuatro maestras de los años 70 atravesadas por la nostalgia, con una vida rutinaria pero paradójicamente muy intensa. Pensamos que estamos viendo una obra sobre corazones rotos, amores lésbicos prohibidos, una madre muerta y un brote psiquiátrico hasta que irrumpen en el teatro de la escuela cuatro mujeres fantasmas y las vidas de estas maestras se entrelazan.
En La mujer fantasma Tenconi se luce creando personajes femeninos. Construye sus personalidades, sus diálogos y la cadencia de su voces logrando que sean dramáticos, tiernos y cómicos al mismo tiempo. A modo de prólogo y epílogo, aparece la voz en off de Elisabet Casanovas que nos hace reflexionar sobre qué es el teatro y para qué sirve: ¿Para educar? ¿Para entretener? ¿Para nada?
Para encontrar alguna respuesta, sin que nadie me la pida, intento pensar en la primera obra de teatro que vi, pero no la recuerdo. Sin embargo, recuerdo diálogos perfectos de obras como Made in Lanús y Venecia. Mi papá era (¿es?) actor y director de teatro y cuando era chica pasé horas y horas viendo ensayos y todas las funciones de sus obras. También fue el que me anotó en un taller de teatro en la Biblioteca de Los Polvorines y quien me buscaba a la noche en Munro cuando me pusieron en un elenco estable.
Vimos juntos un montón de obras, la mayoría recomendadas o de sus amigos. Pero lo que más nos divertía era encontrar una random en Alternativa Teatral y probar suerte. De esa manera, vi cosas aburridisimas y obras maravillosas que me marcaron para siempre y que, de alguna manera, definen lo que me gusta ver y lo que no también.
Salgo del San Martín con mi amigo Imanol y pienso que todos deben tener su fantasma cuando ven una obra. Nadie llega al teatro solo. Ima me contó que empezó a ver más teatro cuando lo llevé a ver La vida extraordinaria, también de Tenconi. Tal vez yo soy su fantasma y La vida… le marcó qué le gusta ver o no en una obra. Y tal vez en algún momento de la obra -o antes o después-, se acuerda de mí.
Me gusta esa frase que dice que hay que tenerle más miedo a los vivos que a los muertos. Pero al mismo tiempo, no estoy tan de acuerdo. Algunos vivos, al igual que algunos muertos, te interrumpen cuando menos te lo esperas y te generan o te reviven un trauma.
Entonces, ¿para qué sirve el teatro? Tal vez solo para acordarme de mi papá, tres días antes del Día del Padre.
La mujer fantasma
Dirección y dramaturgia: Mariano Tenconi Blanco.
Intérpretes: Mamen Duch, Marta Pérez, Carme Pla, Àgata Roca.
Funciones en junio: Jueves 13 y viernes 14 a las 20.30 horas.
Sábado 15 a las 17.30 y 20.30 horas. Domingo 16 a las 20.30 horas.
Martes 18 y miércoles 19 a las 20.30 horas.
Sábado 22 a las 17.30 y 20.30 horas. Domingo 23 a las 20.30 horas.Teatro San Martín.
Foto de portada: Marcelo Canevari. “17 fantasmas”. Oleo sobre tela.
Lola Arias estrenó la obra Los días afuera en el teatro Alvear y la película Reas en el Cultural San Martín. Ambas producciones generaron mucha repercusión y prometen seguir teniendo gran convocatoria en la escena. Los relatos muestran, de dos maneras distintas, el paso del tiempo: mientras que en Reas -la película- les protagonistas reconstruyen su vida en la cárcel, en la obra de teatro las mismas personas cuentan historias de sus días afuera, que se acumulan función a función. Como dice la directora: “El tiempo de la obra es el tiempo de la vida, que avanza y vuelve hacia atrás”.
Es extraño lo que sucede con el teatro documental: en un espacio creado para la ficción, se abre un lugar para la realidad, que puede ser muy cruda y horrible. Sin embargo, cuando salí de ver la obra con mis amigas, cual fanáticas, queríamos sacarnos fotos con todo el elenco, y tuvimos la mejor sensación que se puede tener cuando salís del teatro: querer quedarse, y querer volver. ¿Qué pasará con esta obra en un año, o dos? ¿Qué se podrá ver del paso del tiempo?
El trabajo con “no actores” tiene esa paradoja en la que el elenco “no es actor” pero actúa. Es decir, están contratados como actores y actrices, porque de miércoles a domingos, cuentan sus propias historias actuándolas -y no reviviéndolas-. La puesta en escena funciona de manera perfecta para esto: quienes forman parte de las obras de Lola eligen de qué manera contar sus relatos, y todes ponen el cuerpo para que eso suceda. Se construye ficción de aquello que pasó, de lo que pasa hoy, y todes forman parte del relato del otre. Como en la vida.
Sabemos que las obras de teatro cambian todos los días. Se repiten constantemente, y a la vez nunca son iguales. No sólo “crecen”, si no, según Lola Arias, “envejecen”. Y el paso del tiempo afecta a los “no actores”, al equipo creativo, a las historias y los contextos de cada uno. Pero es a partir de la reconstrucción del pasado y el relato del presente -en definitiva, a partir del paso del tiempo- que les protagonistas piensan sobre el futuro posible.
La obra, además, es un musical. Al contrario de lo que se piensa de los musicales, en Los días afuera, esto genera intimidad y verosimilitud. Por un lado, la música de Inés Copertino es mágica, e hipnotizante. Por el otro, algunes de les protagonistas tenían una banda de rock en la cárcel, así que también son elles les que tocan.
Esto no es nuevo en las obras de Lola Arias, ya que sus protagonistas suelen conformar bandas dentro de los elencos. Dentro de ellas, la batería ocupa un lugar central. Tanto en Mi vida después -en la que seis actores y actrices nacides durante la última dictadura militar reconstruyen la juventud de sus padres y madres-, en Campo Minado -obra que reúne veteranos argentinos e ingleses de guerra de Malvinas-, como en Los días afuera, la batería marca el tiempo, y sonoriza de manera contundente y precisa sentimientos e injusticias.
En esta obra, la música potencia el relato de lo actual: entre cumbias y canciones de rock, se ilustran los días afuera en medio de una crisis económica, habitacional, laboral y educativa. Además, exhibe las formas en las que el racismo y el transodio están muy presentes, como así también las formas en las que el sistema penitenciario genera exclusión, traumas, y estigma.
Lo que sucede con el teatro documental es que esa realidad dentro de la ficción choca, literalmente, en la cara y en vivo. Pero pasa algo distinto que en otras obras: acá conocemos el contexto, porque formamos parte.
Quienes hacemos teatro solemos pensarlo como una práctica colectiva: cada proyecto implica la construcción de una comunidad que se cristaliza -al menos por un rato- en el encuentro con el público. En Los días afuera eso se siente más vivo que nunca: en cada función, les espectadores somos partícipes de relatos urgentes, que resaltan la importancia del encuentro, del estar ahí, y seguir estando aunque pasen los años.
Los días afuera, de Lola Arias.
Duración: 90 minutos.
Elenco: Yoseli Arias, Paulita Asturayme, Carla Canteros,
Estefanía Hardcastle Noelia Pérez Ignacio Rodríguez.
Música en escena: Inés Copertino.
Funciones: hasta el 16 de junio en el Teatro Alvear (Corrientes 1649).
Foto de portada: “Mulheres com frutas”, 1932. Emiliano Di Cavalcanti. Colección MALBA.
Chatear con Diego Geddes para concertar una entrevista con él se parece mucho a leer su newsletter. En el ida y vuelta para barajar zonas y horarios, una puede ir armando las escenas de su vida cotidiana, con los mismos personajes –sus hijos, que con sus actividades marcan el pulso de la rutina–, las mismas locaciones –el bar de cabecera, el barrio de la radio, el de su casa– y sobre todo, la voz que lo vuelve tan él. Atemperada, de fraseos cortos, hecha de ternura y precisión para describir el día a día, esa voz se volvió compañía impostergable los sábados por la mañana, momento de la semana en que llega una nueva edición del Diario de la procrastinación. Y es la que también construye Esto lo puedo estar inventando (editorial La crujía), el libro que reúne muchos de los mejores textos de los primeros años del newsletter, publicados sin fecha y en un orden azaroso. Una decisión que él explica sin muchos rodeos, como casi todo: “Había leído el Diario de la dispersión de Rosario Bléfari, cuyas entradas están desordenadas. Pensé ‘esto funciona’ así que, básicamente, se lo choreé”.
¿Y los títulos de cada capítulo? No siempre se condicen con los que habías usado en el newsletter, ¿no?
Los títulos los puso mi editor, Matías Bauso, y yo no discutí nada. Soy muy periodista en eso: entrego y me olvido. Además, pasó tanto tiempo entre el envío de los textos y la salida del libro que, para cuando entró en proceso de edición, para mí era un proyecto ya medio lejano, ya ni me acordaba de lo que había mandado.
El libro podría inscribirse en el género de la literatura del yo. Un género que, al menos acá en Argentina, suele asociarse más a las autoras femeninas. En ese sentido, Esto lo puedo estar inventando es un libro bastante excepcional.
Puede ser. Ahora que lo decís, cuando estaba compilando los textos, seleccionando y editando, leí a Paula Vázquez, a Ana Navajas… Ambas escribieron sobre la muerte de sus madres. Pero también está Zambra, y si sigo pensando seguro que se me ocurren otros nombres de autores masculinos. De todas formas, tampoco soy un experto, porque en algún momento, cuando decidí que en el pasaje del newsletter al libro lo que iba a primar era el tema de la paternidad y de la muerte de mi mamá, que esos iban a ser los hilos tensores, dejé de buscar todo lo que había sobre el tema del duelo: no quería que se me apareciera la idea de que como “este autor ya escribió algo parecido a lo que yo quiero escribir”, no tenía sentido que yo lo hiciera.
¿Cómo fue apareciendo la voz del newsletter, primero, y del libro, después?
Creo que estuvo siempre ahí. Quiero decir, es un tono que yo siempre tuve, más consciente o más inconscientemente. Un tono que tiene un poco de humor, una mirada medio extrañada, como no tomándome demasiado en serio todo lo que me está pasando. Porque por momentos me parece muy loco estar llevando a mi hija al jardín, ¡si yo hasta hace diez minutos me estaba emborrachando con amigos!
El mundo de los hijos también aparece muy en primer plano. ¿Hay una decisión consciente de dar cuenta de las implicancias de una paternidad tan presente?
¡Todo lo contrario! Primero porque lo que menos me interesa es jugar al Aladín. Y porque te diría que es algo que hacemos todos, o la gran mayoría de los papás hoy. Me cuesta hallarme en el lugar de “ah, qué padre responsable soy”. Los méritos no son míos, son de la época. Y me resulta un poco incómodo decir o pensar “mi papá no hacía esto y yo ahora lo hago”. Qué se yo, ningún papá lo hacía. A lo sumo se ponían a jugar a la cartas, cuando tenían tiempo libre. Lo que sí me gusta es sacarle un poco de seriedad al asunto. Y además, una cosa de la que me doy cuenta ahora, con el libro impreso, es que no siempre hay un correlato tan directo entre lo que hago y lo que cuento. Quiero decir, ahora yo hablo mucho menos de la paternidad en el newsletter de lo que hablaba cuando escribí los textos que después fueron parte del libro. Y no es que me esté ocupando menos, todo lo contrario. Pero en esos años que captura el libro el tema apareció mucho, supongo que porque era una novedad para mí.
¿Y ahora, cuál es la novedad, eso que te desvela y merece ser escrito?
Bueno, ahora siento que ya no siempre encuentro un tema. Podría abrir nuevos temas vinculados con la paternidad, pero siento que un poco me aburrí. Pero sigo escribiendo por hábito, o por inercia, o porque el newsletter es lo único que escribo con una voz más propia. Entonces la cosa se vuelve a repetir cada semana: aunque por momentos uno sienta que ya no tiene nada para decir, uno va y escribe.
¿Tenés algún ritual de escritura del newsletter, alguna costumbre?
Siempre voy anotando cosita acá (n. de la R.: señala el celular), durante la semana. Y los viernes lo dejo a mi hijo en el IVA, y a la mañana me siento un rato para escribir. Pero siempre, pase lo que pase, el viernes a la noche estoy puteando. Generalmente termino de escribir ese mismo día. Pero tengo una constancia que no me conocía: la mayor constancia de mi vida. Un par de veces me equivoqué y no lo programé y salió un poco más tarde. Una vez no lo mandé el sábado y salió el domingo. Habrán sido tres veces en seis años. Ya se convirtió casi en un chiste: se llama Diario de la procrastinación, pero se convirtió en algo que jamás procrastino.
¿Cuánto dirías que les robás, para tu escritura, a otros autores?
Hay robos más conscientes y otros más inconscientes. Lo de Rosario fue un robo directo: eso que sentí que podía funcionar para el libro, lo tomé de forma directa. Después, hay escrituras que están ahí, en el horizonte. En una época yo era re fan de Casas y pensaba todo el tiempo “yo quiero hacer lo que hace este chabón”. Me gustan las reflexiones que logra a partir de cualquier anécdota cotidiana, algo que siento que hago bastante. Pero quizá más que robos se trate de una inspiración: lo leés en los demás y pensás “che, esto a mí también me quedaría bien, lo puedo hacer”. Y entonces vas y lo hacés.
Otro personaje que aparece en el libro y sigue haciendo sus apariciones en el newsletter es la psicóloga. ¿Hubiera sido posible construir “la voz” sin el ejercicio del análisis?
Diría que sí, porque esa voz está desde siempre, desde que nací. Es anterior a cualquier espacio de análisis, a cualquier lectura. Creo que es el principio de todo. Y es loco escucharla en mi hijo. Ver los problemas que tiene, entenderlo y pensar en lo que va a sufrir ante determinadas cosas. Antes de pensar en ser periodista, ya estaba en mí ese relato interno, la narración de lo que estaba pasando a mi alrededor. Siempre fui muy observador, y bastante callado. Pero adentro estaba “el que habla”. Cuando trabajaba de periodista en la calle, yo jamás era el que preguntaba, más bien me quedaba al lado de uno que preguntaba, para que preguntara por mí. Siempre fui más de observar. Esa es mi herramienta principal. Y ahora que sigo trabajando en medios, pero ya no hago tanto de periodista, esa herramienta está en el newsletter.
O sea: tu método de escritura consiste en traducir esa voz.
Claro, algo así. Para que salga por algún lado.
Foto de portada: Andrés D’Elía.
Bendito sea el pop, no hay nada como eso: su hedonismo, su veneno. El pop también es una cosa muy seria. Uno podría leer la historia contemporánea a través del pop de cada época. Las formas de vestir y sus peinados, lo obvio, pero también algo mucho más profundo. La información que trafica el pop no está en el orden de la declamación. En sus letras no queda manifiesto -casi nunca- un hecho específico, una denuncia. Por eso algunos lo acusan de inofensivo o trivial, como si la emoción y el baile no fuesen cosa seria. El poder del pop está en el orden de lo sensible, es mucho más etéreo y por lo tanto complicado, cristaliza el estado de ánimo de un momento, un sentimiento flotante y colectivo, una sensibilidad particular única que años después hará posible identificar una época. El pop es también un gran fagocitador de otros géneros musicales. Y cuando se lo acusa de inofensivo, se ignora su potencial de ofender lo que existe, de ser también deforme, obtuso, el refugio improbable de un outsider en un bar cutre, o la potencia de su colisión con la contracultura. Por un lado la alimenta, por otro se la apropia obligándola a patadas a la reinvención permanente. No es solo lo que el pop hace, sino la forma en que se lo recibe, su potencial de llave maestra.
Aunque se podría decir que Chile es un país pop por antonomasia, muchos dicen que tiene una de las mayores densidades de metaleros por metro cuadrado del mundo. Por otro lado, la banda de rock más famosa de su historia, es en realidad una banda de pop electrónico llamada Los Prisioneros, que en dictadura decretó que la canción de protesta podía ser un fenómeno bailable. Por años, Chile gozó de sus dos grandes récords: el país más estable económicamente y el de mayores índices de depresión de Latinoamérica. Y en esa fisura, a la vez crepuscular y festiva, se ha construido algo parecido a la chilenidad. Igual que nuestras playas: las más bellas, las más frías, en Chile sabemos que la desidia y la fiesta nunca han sido asuntos separados. “Siempre tropical, siempre triste”, dice Gianluca. “Es una tristeza tan linda”, dice Javiera Mena.
Por eso, por estos días, cuando algunos dicen que el chileno Alex Anwandter -que ya había escrito canciones con títulos como “Odio a todo el mundo” o con letras como “Todo el tiempo me siento morir y el viernes puedo morir”-, ha lanzado su disco más sombrío, uno solo puede decir: ah, es un auténtico disco de pop. Puede ser que este sea un disco de pop más experimental, claro, por más perezoso que suene el adjetivo. O, si se quiere, de un pop nacido en el desconcierto: entre Burt Bacharach y Led Zeppelin, explica él en palabras propias.
Alex Anwandter se fue de Chile y vive en Estados Unidos hace poco menos de una década, desde donde se ha convertido en una palabra mayor del pop de la región; productor de Julieta Venegas y Juliana Gattas, gran musicalizador de la sensibilidad queer y exponente de la diáspora latina, sin retomar los tópicos más sanitizados y reconocibles de ambas cosas. En 2023 lanzó El diablo en el cuerpo, un monumental disco de 16 canciones con ímpetu colaborativo motivado por la post pandemia, que incluyó voces como las de Christina Rosenvinge, Buscabulla, Javiera Mena, o la misma Venegas, y que rompió su silencio de varios años. Ahora, en cambio, tardó menos de uno en lanzar su nuevo material, el recién estrenado Dime precioso –disco urgente y breve que compuso en menos de tres meses, dice él–, como forma de rebelarse a todas las etapas que requiere hoy en día lanzar música, con sus singles, sus adelantos, sus visualizers, sus coreografías de Tik Tok, su ansiedad por visitar los Festivales con preventa early bird. A diferencia de trabajos anteriores, Anwandter se sacó este disco como si fuese una curita, sin preámbulo. Lo hizo en medio del juicio a Donald Trump en su casa adoptiva, en medio de los años de desencanto después de una revolución fallida en su lugar de nacimiento, en medio de los años post pandémicos que parecen no haber dejado nada para los románticos, y en medio de una ebullición de las vida online que ha suprimido todo atisbo de ternura. El disco parece sobrevolar este estado de ánimo agrio, a la vez nihilista y voluptuoso, lo bueno es que elude toda tematización. Es un disco melodramático, un pop de personajes: hombres desesperados que vagan por ciudades enormes, hombres desesperados conectados a internet. Todos estos hombres bailan, por supuesto, pero casi siempre solos. Porque es un disco donde efectivamente sobrevuela una oscuridad seminal, sin dejar de lado que el desgarro se baila.
Dime precioso no fue pensado como un disco de colaboraciones, a diferencia de su antecesor, sino como un objeto acorde a la banda con la que Anwandter gira desde hace un tiempo, una banda atípica para la era del pop autotune, que tiene base en sus coristas y guitarras principales. Quizás sea por eso que aun siendo un músico reconocido como exponente de la electrónica y el pop de sintetizadores, este nuevo disco se sienta orgánico y comunal, como si la rebeldía de hoy fuera el ímpetu analógico. También parece ser un disco muy consciente de su momento, a pesar de no referirlo directamente: el mundo se destruye y nosotros aún esperamos que, del otro lado, alguien crea que somos hermosos.
Foto de portada: Alberto Goldesntein. “Sin título”. De la serie Boston ’82.
Estoy haciendo una detox: no carnes, no gluten, no azúcar y, casualmente, me doy cuenta que hace cuatro meses no visito una exhibición. Pero decidí romper la dieta y fui a recorrer el MALBA.
Mientras pago la entrada (con descuento porque soy estudiante, con la credencial no alcanza, tengo que mostrar un mail, justamente muestro un mail del profesor, de esta semana, para demostrar que estoy actualmente cursando), recuerdo que el mismo profesor también nos contó que cree que del MALBA no tienen buena onda con él, porque una vez escribió una crónica que no les gustó, y nunca más lo invitaron a nada. Así que escribo lo que sigue, resignado, sabiendo que no me lo van a publicar, sabiendo que no voy a recuperar el costo de la entrada y que no me van a pagar por el resto del tiempo que aquí pase.
Miércoles 13 de marzo, Buenos Aires, Argentina, 14 hs.
Llueve mucho, alerta naranja, los chicos hace 3 días que no tienen clases, mi casa es un bardo.
De afuera veo el poster de la muestra de Rosana Paulino, me entusiasman unas plantas que se convierten en mujer.
Adentro del MALBA hay vapor, mucha mucha gente.
El restorán lleno de argentinos mileistas, en la tienda los turistas compran desquiciados, el subsuelo está en montaje, el tercer piso también está en montaje, solo nos queda el primer piso.
Sala principal: la muestra permanente. Huyo. Sobre el pasillo, una fila de punta a punta de turistas abarrotados. Me pregunta: “Sorry this is for Rosana Paulino?”. No entiendo nada y me hablan en francés.
Empiezo a dudar de la popularidad de Paulino y me voy adelante de toda la fila, ya fue me colo, es mi país. “Frida”, dice grande, es algo de la influyente artista mexicana Frida Khalo. Huyo antes de que se me nuble la vista.
¿Será en la sala del costado, entonces, la muestra de Rosana Paulino?
Sala lateral, muestra permanente.
Vapor, niebla, ahora smog, se apoderan de mí, no solo que terminé en el MALBA, sino que voy a tener que ver la permanente otra vez, me siento un toque encerrado, veo al ángel exterminador posándose en mi hombro.
Me baja la presión, me intento apoyar sobre la pared e intento no caer sobre las “Terrazas” de Spilimbergo. Black out.
Flashback
Me levanto, estoy acostado, me siento chiquito.
Mucha gente me mira.
Sobre sus cabezas veo las “Terrazas” de Spilimbergo, pero este lugar no parece el MALBA.
Mis hermanos y mi prima posan para una foto tienen un look ochentoso.
¿Qué pasó? No entiendo nada, no puedo hablar ni moverme.
Cierro los ojos y logro abandonar mi cuerpo, como en una meditación.
Veo una ventana y me rajo.
No estoy más en el MALBA sino en frente, en el último piso de un edificio, dónde vivía mi abuelo cuando yo nací ¿Cómo terminé acá?
Vuelvo a entrar al edificio, antes de meterme en mi cuerpo nuevamente, me observo un poco.
Soy bebe, hoy es mi bautismo.
Hace su entrada el dueño de casa, mi abuelo Juan. 80 años, ya con cáncer terminal. Llega vestido íntegramente de rosa y zapatos blancos, su presencia genera siempre un magnetismo, concentra el centro de atención a dónde vaya.
Cuándo vuelvo en mí hay mucho ruido.
Antes de abrir los ojos especulo entre mi bautismo o turistas abarrotados.
Ni la una ni la otra, estamos en otra casa, hay una bolsa de Yves Saint Laurent, y un árbol decorado.
Ah, es Navidad. Acaba de llegar Papá Noel, hay muchos regalos.
Año 1993, noventas al palo.
Tengo un collar con chupetes de colores, un cartucho de family game amarillo y un auto rojo a control remoto inalámbrico.
De fondo siempre las “Terrazas” de Spilimbergo. Una tía comenta que ese cuadro es caro, porque las tías saben eso, que es caro.
Mi abuelo inmigró de Barcelona a los 14 años. Su padre tenía un centro cultural anarquista, en la época de Franco.
Recién llegados al Río de la Plata, junto a su hermano, montan un taller de vitraux y repararon obras de las principales iglesias de la provincia de Buenos Aires.
Estudió Bellas Artes y dió clases de vitraux. Un día en el taller lo visitó un empresario, que admirado por cómo se desempeñaba lo invitó a trabajar con él y mi abuelo aceptó y se convirtió también en empresario. Así lo cuenta en sus memorias, no profundiza en cómo tomó la decisión, ni le da mayor importancia. De esta manera, comienza la historia de un joven artista que se convierte en un exitoso hombre de negocios. Ya consagrado en su labor vuelve a pintar y a comprar cuanta obra puede de sus amigos artistas. Lamentablemente mi abuelo murió cuando yo tenía 3 o 4 años y casi que no lo pude conocer. Compró una de las “Terrazas” de Spilimbergo en el año… Pintura que habitó con mi familia hasta que mi papá “tuvo” que venderla.
Es la noche antes de que vengan a llevarse la pintura para el remate.
Mi papá ya no vive en casa, pero viene a casa.
Estamos solos, no recuerdo por qué mi mamá no está.
Nos sentamos cerca de la pintura que aún está colgada y nos ponemos a hablar.
Repasa su vida y la de su papá, su vínculo tan unido, siempre se quisieron mucho el uno al otro. Nos quedamos callados, miramos la pintura, hablamos de la pintura, meditamos.
Hace poco le enseñé a meditar a mi papá, fuimos juntos a un curso de meditación trascendental, y se re copó. El clima del encuentro es mágico, un umbral, una despedida, un velorio. Eso, un velorio, pero no de los tristes, aunque sí un poco nostálgico.
El timbre nos saca del ensueño, son las nueve de la mañana, vienen de la casa de remates a retirarla.
Este hecho marcó el fin de una era en mi árbol genealógico.
Convivir con objetos-arte es una de esas cosas que me parecen rarísimas. Como el MALBA, que me genera mucha incomodidad pero cada tanto lo vuelvo a visitar. O como el nuevo MALBA que construye Consantini en Puertos de Escobar. Vivo en Escobar y me indigna que este desarrollo inmobiliario haya arrasado el humedal, pero me encanta la idea de tener el cine del MALBA cerca y al mismo tiempo el barrio semi-cerrado tiene el paisajismo con especies nativas más ambicioso y bello que exista. Por suerte está de moda eso de habitar nuestras contradicciones, así que me quedo tranquilo.
Volvamos a las “Terrazas” de Spilimbergo.
Viví alrededor de 22 años con ella en el living de mi casa. Quizá sea la persona que más vivió con ella, seguro la que más la miró. Más que Lino Enea, incluso. Hay una cosa que siempre me atrapó, el barco del fondo está volando. Encima no se puede ver bien, porque está detrás de una piedra, pero por su altura no podría estar tocando el agua. O está volando o una ola lo lanzó sobre la piedra. Un enigma, eso que no busca resolverse, sino que excita la imaginación. Hay otro barco, un velero, más adelante que está a punto de chocar contra las piedras también, pero la escena se mantiene en perpleja calma. Las personas desnudas relajan sobre ese damero, (como les gustaban los dameros), tan relajadas que se vuelven transparentes. Los cuerpos desnudos y transparentes.
El día del remate
Calle Arroyo, gente muy pituca.
La sala está rebalsada. Incluso hay gente en la calle.
Los remates de arte, una de las realidades paralelas de Buenos Aires.
Nunca había estado en un lugar así, no sé muy bien cómo manejarme así que, como si fuera un recital, empujo un poco y logro estar adentro, bien al fondo pero adentro.
Mi papá está sentado en la segunda fila.
Veo el folleto del remate y la pintura está en la tapa.
Me sorprendo. Sabía que era una pintura “cara” pero no sabía que era tan importante.
“La pintura está fechada y firmada en 1930. Momento clave en la vida y en la obra del pintor recién llegado de Europa, con nuevas ideas e influencias en su equipaje, más el aprendizaje de rigor en el taller de Andrés Lhote, destino obligado de los artistas argentinos en París, a comienzos del siglo XX… El viaje por Italia fue determinante de la matriz inspiradora de sus terrazas metafísicas … la terraza con piso en damero y desnudo picassiano.” dice el texto del catálogo.
El remate ya empezó, pasan varias obras y llega el turno de las “Terrazas”.
Dos mujeres con guantes blancos la posan sobre un atril y comienzan las ofertas.
Se levantan varias manos y el precio asciende rápidamente. También hay una especie de palco con cuatro teléfonos y sus respectivas telefonistas. Del otro lado, “coleccionistas” ofertan por esta vía. Entre dos personas presentes y una telefonista se disputan la obra enérgicamente. Una señora grande, una mujer joven y elegante y un teléfono misterioso (que no será el único). La señora se rinde, y el botín pareciera estar entre mujer joven-elegante y teléfono misterioso. Bien al lado mío, hombro con hombro, una persona atiende su celular, comienza a relatar lo que sucede, y sin dudarlo levanta la mano y oferta. Su aparición en la disputa es determinante y su convicción total. La telefonista se rinde. Mientras la mujer joven-elegante se toma un tiempo para pensar cada una de sus nuevas ofertas. Mi vecino levanta la mano enérgicamente superando cualquier intento. La mujer joven- elegante lo intenta dos o tres veces más hasta que empieza a sentirse humillada y se retira a tiempo. Tres golpes de martillo y “¡Vendido!” Mi vecino dice: “A Eduardo Constanitini, Fundación MALBA”.
El after remate
Salgo rápidamente de la sala a la vereda y lo miro a mi papá por la ventana, su vista esta pérdida, se toma un buen rato en salir. Cuando finalmente nos encontramos me doy cuenta que está ido: “¿Qué pasó? – me pregunta– ¿Se vendió?”
Intentando hilar unas palabras oportunas le contesto. “¡Sí! Al MALBA, nosotros ya lo disfrutamos un montón y ahora cualquiera va a poder ir a verlo, y también vamos a poder ir a visitarlo”. Al mismo tiempo, se terminaba una era en mi familia.
La entrega
En los días que sucedieron todo fue extraño.
Empezando por el humor de mi papá.
La nota en el diario.
Y el llamado a Cosntantini de un informante diciendo que el cuadro era falso, que el original se había destruido en un incendio y que lo estaban estafando.
Cuando mi viejo ya estaba combinando para pagar sus deudas lo llama el mismísimo Constantini para pedirle una reunión urgente al otro día a las ocho de la mañana en la calle Arroyo.
Lo acompaño a mi papá. Hay un clima cordial. Constantini llega con dos asistentes, uno de ellos comienza a observar la pintura. Y no recuerdo mucho más salvo que el nuevo dueño de la obra le pide al segundo asistente que le traiga una botella de agua del auto. El tipo vuelve al ratito con la botella, es de la marca Perrier. El empresario se retira convencido y la operación se concreta.
Después de ese día fui varias veces al MALBA a visitar la pintura sin suerte, incluso me hice socio de MALBA Joven para no pagar más la entrada. Pero nada, no estaba en la sala, no había noticias en Internet, fue como si hubiese desaparecido. Dos años después, un día finalmente apareció en la muestra permanente. Fue como el reencuentro con una ex. Estaba igual pero cambiada, su tono de voz no era el mismo. Le habían sacado el marco dorado entelado y puesto uno blanco más simple, más contemporáneo. Y algo de la luz. Eso, tenía mucha luz. Por primera vez vi la pintura con la luz de un museo. Como si se la hubiese creído, ahora que estaba en un museo. Es cierto que los colores se ven mejor y que hay una sutileza en los azules del mar y la transparencia de los cuerpos que nunca había visto. Está brillante, espléndida. Y me gustó, me gustó verla así. Fue como ver otra pintura. Pero debo admitir que me gustaba más la otra. Hay algo de ver las pinturas en el contexto de una casa, de una persona, que no se compara con verlas en un museo. Se pierde esa cercanía, el “aura” se vuelve difuso y se escapa, se pierde intimidad, se pierde vida. Frente a la obra había un banco. Me senté, estuve callado un rato y me salió copiar la pintura con una birome Bic en una hoja de mi cuaderno.
Cuando hice ese dibujo, ni tenía el impulso de ser artista.
No sé porqué me salió dibujarla, y lo cierto es que al poco tiempo empecé a estudiar pintura. Nunca consideré que toda esta historia haya tenido algo que ver pero ahora que la escribo empiezo a dudar.
Años más tarde, en una muestra en la que participaba –Casa Tomada en la casa del Bicentenario–, conocí a Gabriela Pulópulo. No me acuerdo el contexto, pero ella se presentaba como la copista, y se dedicaba a copiar obras de arte. Le conté esta historia que hoy escribo, y le dije que me encantaría una copia de las “Terrazas” de Spilimbergo para regalarle a mi papá. A ella le gustó el plan y se ofreció a hacerla. Me acuerdo que tardó muy poco en tenerla lista y que la copia era muy buena. Invité a mi papá para que le hiciera la entrega.
Hoy las “Terrazas” de SpilimPulópulo están colgadas en la casa de mi papá. Eligió un lugar que podría decirse es poco protagónico, pero sí muy especial. Quizás un espacio al que ninguna de sus otras pinturas tiene acceso. Un espacio que sólo está reservado para su familia. La pintura está colgada en su escritorio, justo en frente de la mesa, la acompañan una foto de una de sus nietas, una pintura de un caballo de mi hijo mayor, una pintura rarísima, medio Pollock bricolaje, que le regaló la familia de mi hermana cuando estaba internado el año pasado, y una pintura que hice yo, en tercer grado, que casualmente es una copia de un Picasso.
Foto de portada: “Terracita”. 1933. Lino Spilimbergo. Colección del Museo Nacional de Bellas Artes.