La hizo Nina cuando tenía ocho años. Dijo que era de esos algodones que tienen algunos árboles y pensó que era una nube que se había caído.
No pesa nada y la cinta está pegada a los pelitos exteriores del algodón. Me gusta que tenga la forma de una espiral helicoidal alrededor de un gas. Creo que esa forma dibuja cualquier proceso y ofrece más posibilidades que una línea recta. Igual la línea recta me encanta, más todavía después de las teorías atómicas o de geometría no euclidiana donde dos paralelas sí se juntan. Además, esa forma hace que veamos solo unas palabras de la oración, “esto” o “nube”, por ejemplo, y podés aislar las palabras de la frase. Igual, les creo mucho a las palabras ordenadas, una tras otras formando una oración, pero cuando ves una sola palabra, u otra, son como individuos.
Pero lo que más me gusta, es la B de Berdad. No importa si no sabía escribirla. Esa letra que repite la B de nube, haciendo que suene de otra manera, la verdad escrita con sus B, D, D, se convierte en una nube. Esta verdad es una nube. Transformándose, cambiando de estado y de forma, casi invisible y contundente. Que ganas de hacerle más eso al lenguaje, que es eso de los errores.
Cada oración puede ser unx individux con sus necesidades y deseos, cambiando las letras y el orden según en que lugar del espiral helicoidal están. “Cada oración está bien en su lenguaje tal como está”, escribió Wittgenstein. Creo que todavía no llego a entender bien qué quería decir. Pero me gusta que aparezca la oración y que aparezca “está bien tal como está” y que aparezca “en su lenguaje”, el lenguaje de cada oración.
Esperaba impaciente en la fila a que toque mi turno para migraciones en Estados Unidos. Hacía muchos años que no viajaba y la situación me estresaba. Los altavoces del aeropuerto, los policías con perros, la espera de la evaluación. Mi mantra: no hacer ningún chiste, poner cara de buena gente, tener todos los documentos a mano. Calmate, te perjudicás, calmate. Por favor, tráiganle un vaso de agua. No quiero un vaso de agua, se creen que soy una estúpida. Todo eso en mi cabeza.
Toca mi turno, el oficial comenzó con las preguntas típicas. Que porqué venía, que dónde iba a hospedarme, que cuánto tiempo. Yo contestaba en inglés escueto, gracias al Clover Institute. El oficial, sin quedar conforme, siguió con el cuestionario y me preguntó a qué me dedico. Para evitar la complicación de decir que soy artista y explicar que en realidad hago videojuegos para marcas, dije: “Arquitecto” (que también soy, pero menos). Pensaba que una profesión tradicional calmaría su sed inquisitoria. Al mismo tiempo, me avergonzaba de mi respuesta ¿En mi cabeza también era mejor ser una cosa que otra ante los Estados Unidos de América?
La siguiente pregunta fue: “¿En dónde trabaja de arquitecto?”. Empecé a teclear, entré en pánico, pero mi lengua ya estaba hablando: “En un estudio de arquitectura”, dije. A esa altura sentía que mi corazón iba demasiado rápido y que el oficial ya debía saber de mi engaño, que seguramente el ojo me temblaba y que las microseñales de mi cara desencajada eran suficientes para deportarme. El oficial siguió: “¿Y qué trabajo hacés en el estudio?”. Para ese entonces ya estaba temblando, pero mi lengua seguía y seguía, y sin pestañar contesté: “Hago estadios de fútbol”.
Me miró, lo miré. Me miró.
Yo había redoblado la apuesta, una mentira me había llevado a la otra y de pronto me dedicaba a algo insospechado y complejo, que desconocía por completo, y que seguramente generaría más sospechas.
Me llevaron a un cuartito, donde otro oficial tenía abierto mi Instagram y scrolleaba sin poner like en ninguna foto. Se detuvo en el último post: era sobre mi muestra La ciudad de la noche. Me preguntó si además de arquitecto era artista. Dije “Yesss” y él leyó en voz alta que la muestra “se trataba de una ciudad queer”. Me preguntó que “dónde estaba lo queer en una ciudad”. Pasmado. Le hablé con torpeza, como si estuviera en una clínica de arte, sobre la idea de lo queer como concepto de lo torcido, de lo frágil, de lo que desplaza las funciones normales de las cosas para cuestionarlas. Continué parloteando hecho un manojo de nervios: repensar la propiedad privada, las tipologías que componen la ciudad, rever nuestra forma de habitar. Quería seguir, pero me interrumpió diciendo: “Esto parece un parque de diversiones para chicos ¿Es una ciudad para chicos? ¿Quiere que la habiten niños?”. “No, no, todos, es para todos”, respondí. Sabía que unir lo queer con lo infantil solo podía derivar en tragedia. Ellos me veían como el flautista de Hamelin. “Para todos, todos”, volví a balbucear. Se detuvo en las fotos de las maquetas desiertas de la muestra y preguntó: “¿Y dónde están todos? La gente, las plantas, los nazis que no quieren vivir allí ¿Dónde?”. El oficial disfrutaba y yo me hacía cada vez más pequeño: “Well… es una ciudad hecha de ideas, no pretende ser construida, es una distopía, si se construyera sería igual de sospechosa, son edificios mezclados con juegos: un cementerio Pin Ball, un templo shopping Rubik, el juego de la garra del conjunto habitacional, una torre que es comida por parásitos que unen los espacios”.
Saqué de mi mochila una de las esculturas de la muestra. Siempre es mejor tener la muestra a mano. La miró con desdén. “Esta maqueta y estas descripciones parecen más una película de terror que de una posible ciudad ¿Esta es la alternativa?”. Y le señala la maqueta al otro oficial. Mi ciudad queer era un disparate, un fiasco ante la mirada de los agentes de la sospecha. Estaba destinada al fracaso. Quería ponerme a llorar, pero me contuve. Junté fuerzas y le dije: “Es que yo en realidad construyo estadios de fútbol”.
Foto de portada: Alberto Goldenstein. Conversación #9. 2020.
Sabes que soñé que dos linyeras se encontraban una vaca en la calle? Media vaca.
Justo cuando estás leyendo En pampa y la vía! El libro de Osaldo Baigorria.
Si, hay una relación.
Aunque el linyera urbano tiene poco que ver con el croto de esa época.
Los crotos de esa época no andaban en la ciudad. Andaban por el campo, por las vías del tren.
Según Baigorria se les dice crotos por un funcionario de apellido Crotto, que autorizó el viaje gratis en tren a los trabajadores golondrina que hacían las cosechas a mano en todo el país. Iban a la zafra tucumana, a levantar el maíz en la pampa húmeda. Todo a mano. Luego vino la mecanización y quedaron obsoletos, pero hasta entonces los necesitaban.
Hoy en dia viajar gratis en tren, en el techo, como iban ellos, ya no existe más.
Un poco me dejó pensando el libro de Baigorria, en qué trabajos que hoy siguen vigentes van a quedar obsoletos con el tiempo. Quien se hubiera imaginado que iba a quedar obsoleto el trabajo de levantar a mano una cosecha.
Si claro, una cadena de pensamiento tan simple como que sale el fruto de la planta y de allí va a la mano se ve interrumpida de repente. Hoy también pensaba como la vida del croto era también una manera de fugarse de los valores tradicionales de la vida, como por ejemplo el matrimonio, la casa fija, los hijos, el trabajo con patrón de tal hora a tal hora, toda esa manera de vivir. Era una vía de escape. Ahora no hay tantas maneras de fuga. Tampoco existe esa figura paternalista del patrón. Como que es lo financiero, el capital.
La cosa está despersonalizada, más abstracta.
Lo interesante que plantea Baigorria es que mientras ahora el linyera, o la persona en situación de calle, se ve como en situación de desgracia, el croto en vez, en esa época no tenía esa connotación, su vida era una elección libre y honorable, no había un estigma social, era una opción de vida sin ataduras.
Que venía acompañado de un ideal muchas veces anarquista, con lecturas sobre el tema.
No sólo lecturas también prácticas, porque muchos tenían conocimientos sindicales y con charlas iban creando sentido de organización. Venían de Italia o Europa central, hasta de Rusia. Adoctrinaban a los trabajadores acerca de sus derechos. La mayoría eran muy cultos, me gusta la imagen de la biblioteca que tenían adentro de una caño junto a un río.
Con panfletos que tenían que descartar por peligrosos, revistas anarquistas. Lo que no podían llevar encima por si los agarraba la poli.
Exacto, Iban con esa necesidad de ir livianos.
Pensaba tambien si en un futuro, a causa de la inteligencia artificial, el trabajo de los artistas pueda quedar obsoleto.
Todos nos lo preguntamos y por momentos la respuesta es si, y por momentos la respuesta es no, porque el trabajo del artista depende mucho de lo manual pero también de la expresión personal, de nuestro deseo de comunicar. Sería una traición con nosotros mismos tercerizar nuestra propia comunicación con el mundo exterior.
Pero quizás ni esté en nosotros la decisión, y la inteligencia artificial termina siendo más eficiente a la hora de traducir sentimientos y tendencias, quizás nos entienda más de lo que nos entendemos a nosotros mismos.
Entonces en ese momento podría establecerse otro modelo de fuga, como el de los crotos.
Si en ese momento elegir ser croto era una línea de fuga, elegir ser artista hoy, es una línea de fuga?
“ Cada uno es siempre libre de abandonar a su capricho, de hacer rancho aparte si esto le conviene, de quedar en el camino si está fatigado, o de tomar el camino de vuelta si está aburrido”
Joseph Déjacque, 1858 (epígrafe del capítulo 2)
Foto de portada: “Idilio Criollo”. Pallière, Jean Léon. 1861. Colección Museo Nacional de Bellas Artes.
Hay una ciudad perdida donde todo está lleno de gracia. Las personas que viven ahí son celebratorias, sinvergüenzas, alegres y jubilosas. El asfalto huele a frutilla y el aire suena a una canción pop. Las formas con las que uno se encuentra en ese lugar no son medianeras calvas ni pelos de cables. Son construcciones opuestas al concreto y a la lógica inmobiliaria: es imaginación y suavidad. Dícese que muchxs que viven en torres atragantadas por parásitos que conectan los pisos y cuartos entre sí. También están las viviendas unifamiliares para las personas que han tomado la decisión irreversible de tener una familia, es un búnker que se cierra como una flor para llegar a ese hermetismo deseado del exterior. Hay telos que te esperan con una pasarela para presumir a tu compañerx de turno, también plazas suspendidas en el aire, un templo con patios de comida y tiendas. Por último, en la solemne muerte que a todos nos llega, tampoco los cadáveres escapan: los cuerpos se vuelven una canica para que el duelo pueda ser un poco más divertido.
El problema es que sólo se puede llegar a esa ciudad con un mapa oculto. Las personas comunes lo buscan hace años con ímpetu, potencia, furiosamente, pero no pueden encontrarlo. Es que ese mapa reside escondido dentro de las oscuridades húmedas y angostas de un recto. Así es: ahí afuera hay un mapa hecho un tubito metido en el recto de una persona, viva o muerta, que lleva a las puertas de esta fantástica ciudad. Existe el mito de que fue pasando entre anos y que puede estar entre nosotrxs. Otros dicen que el último que lo tuvo murió y hace falta exhumar su cuerpo y que tal vez hoy en día está hecho una canica en un cementerio extraño. La realidad es que hasta el momento esta ciudad sólo existía entre chismes, hasta que un día, un artista llamado Alejandro Gabriel, tuvo una visión y decidió construir una posible maqueta de esta ciudad. Actualmente no sabemos si existe o no, pero sabemos que el artista investigó entre todos aquellos aventureros y charlatanes para unir entre cada visión un punto en común.
¿Existe realmente esta ciudad? No lo sabremos nunca, o por lo menos no lo sabremos aquellas personas que no estamos dispuestas a buscar en rectos para encontrar un mapa. ¿Importa que esta ciudad exista? Sí, pues ya existe, por lo menos en un formato más pequeño. Está acá, mostrada por un vidente POP, una bruja kitsch, nigromante cursi, arlequín de las pasiones.
Los planeamientos urbanísticos moldean nuestra psique. La película de Gustavo Taretto “Medianeras” lo dice perfecto en esa intro que luego es difícil de superar con el resto de la película: la falta de planeamiento urbanístico de Buenos Aires nos define como personas con la imposibilidad de proyectar nuestro futuro. Los edificios puestos de formas arbitrarias por toda la ciudad nos hacen ser una criatura amorfa de diferentes aversiones y principios. Una identidad monstruosa, única, maravillosa. Según Taretto, la raíz de todos nuestros males es el planeamiento urbanístico. Y luego tenemos esta ciudad misteriosa, ese experimento extraño que nos hace preguntarnos cómo sería la identidad de quien vive en un lugar donde casi no hay aristas de 90 grados y casi todo es brillante, pastel y redondo. Un lugar donde la ética y la moral parecen estar saldadas. Donde no hay conflictos internos entre el consumismo y la identidad. Donde lo arbitrario es bienvenido no como una destrucción de la tradición sino como una constante construcción de la misma.
En el sótano de la galería Mirador se esconde un juego ansioso oracular. Allí encontrará cuál es su vivienda y cómo será su vida en ese mundo que es tan brillante y extraño llamado La Ciudad de la Noche.
La ciudad de la noche, de Alejandro Gabriel se pude visitar en El Mirador
(Av. Brasil 301, Buenos Aires) hasta el hasta el 19 de diciembre.
Foto de portada: registro de sala por Benjamin Vizcaino (@siesta.____).
Esta es la ingeniería reversa de un incendio. Esta es la historia del baile iluminado.
Bailarinas incendiadas es una obra, o performance, o fiesta que sucede en una sala de Arthaus, centro cultural ubicado en plena zona bancaria del microcentro porteño. Asistimos a las historias de algunas bailarinas del siglo XIX –situadas en París, Estocolmo, Londres, Filadelfia, Buenos Aires–, cuando el mejor método de iluminación disponible en los teatros eran las lámparas de gas: calculadas inflamaciones racionalmente repartidas, en las instalaciones de las mejores salas del mundo, para dar vida a las representaciones de la época. Pero esas lámparas que iluminaban aquellas salas, que tenían entre sus abonados (abonés) a los señores ricos de la ciudad, cada tanto, bueno, producían sus “pequeños accidentes”: incendiaban bailarinas.
Entre las historias que se cuentan están las vidas de Emma Livry, las hermanas Gale y Clara Webster. Todas ellas fueron bailarinas que murieron alcanzadas por las llamas de las lámparas de gas, por la fusión desesperada de sus tutús con la piel. Bailarinas que entregaron su juventud y su gracia a las pupilas encendidas del público bien vestido –ese retratado en los cuadros de Edgard Degas (curioso el De Gas)–, entregando sus cuerpos al baile de las flamas. Mujeres quemadas como un “mal menor” y calculable, como contingencia previsible del mundo del espectáculo. Pero también bailarinas que dijeron que no a la posibilidad de llevar un tutú ignífugo. Bailarinas que hoy mismo, en pleno siglo XXI, en esa sala de Arthaus también despreciarían esa posibilidad, o mejor dicho, no la verían como una posibilidad, sino más bien como un insulto. Si lo ignífugo es aquello “que no se inflama ni propaga la llama o el fuego”, para estas bailarinas lo ignífugo es la tibieza de la salvación, de quedarse afuera del juego, de la pulsión, de la amenaza de lo viviente.
En esta obra, o performance o fiesta, que trenza distintas formas y disciplinas artísticas, no sólo bailan las bailarinas, también bailan la luz, el sonido y el humo. Dos tachos de luz manejados por Matías Sendón, que es también personaje en la obra, recrean la puesta de luces de la obertura de La muerte de Portici, de Daniel Francois Auber, escalan por el techo y las paredes de la sala, bailan parpadeando distintos colores, se miran y se cruzan, hacen brotar risas infantiles. Una batería que toca Agustín Fortuny al mejor estilo Whiplash conquista el límite, el extremo, lleva el pecho a querer latir el doble. La misma destreza muestra el músico/personaje con el piano y las pistas electrónicas.
Carla de Grazia, Luciana Acuña y Tatiana Saphir bailan con sus caras duras y suaves, caras del pasado y del futuro, cuerpos arrojados y otras veces lentos, resignados y listos para la inmolación. De un cuerpo tirándose sobre otro a toda velocidad a un leve movimiento de manos que toma ocho tiempos de compás.
Baila el humo, disparado de a ráfagas grises que suben y se disipan, baila el piso, que vibra con los saltos de las bailarinas y hace vibrar las colas de lxs espectadores sentados.
En un momento una persona del público tiene el tutú de una bailarina en la cara, en otro momento lee lo que se tipea en una pantalla negra sobre Telésfora Castillo. Por momentos, esta misma persona siente que está en una clase sobre técnicas de iluminación o historia del arte, después mira bailar con maestría a un nene saltarín del público y de repente es ella misma quien está bailando en el medio de la pista.
Así, mirando a otrxs mirar, me doy cuenta de que la historia de las lámparas de gas es una excusa, y hasta quizá lo sean las biografías/ofrendas de las bailarinas. Lo que en realidad quiere mostrar esta obra, o performance, o fiesta es el fuego del baile. El baile como necesidad en cualquier geografía, como derecho a la expresión vital y al pataleo, el baile porque sí y por el sí. El baile de La Telesita en Santiago del Estero –también fundida con las llamas después de bailar horas sin contexto ni palabras–, el baile de lxs espectadores acá y ahora ante la música de Cher, el baile de dos cuerpos que se desean y están dispuestos a quemarse con tal de estar unidos.
Estamos en una caja negra que resuena, que mezcla formas y bordes, que se sacude como una coctelera humeante y no deja otra opción que bailar, y nada más.
Bailarinas incendiadas se puede ver en Arthaus Central (Bartolomé Mitre 434, Buenos Aires).
Entradas por Alternativa Teatral. Funciones hasta el 13 de diciembre.
Foto de portada: Edgar Degas. Danseuses au repose. 1898. Colección del MoMA de Nueva York.
No tengo claro cuándo fue la primera vez que escuché hablar de Fernanda Laguna y de Cecilia Pavón, estimo que debe haber sido poco tiempo antes del cierre de Belleza & Felicidad, uno de los proyectos artísticos emblema de los earlys 2000 porteños al que yo, que me jacto de recorrer la oferta cultural de Buenos Aires con dedicación e intensidad, no llegué a ir. De más está decir que me cuesta perdonarme esto último, porque si bien todavía era bastante joven en 2007, año en que la galería cerró, tenía la edad suficiente para entender que las cosas geniales en esta ciudad están hechas para ser fugaces, y que un destello debe ser aprovechado en el momento.
Sí estoy segura de que finalmente di con la obra de las dos a través de sus libros, y recuerdo cómo algunos de los poemas de Fernanda y Cecilia hicieron mella en mi forma de estar en el mundo. También, cómo me ayudaron a entender algo que hasta entonces intuía pero no había constatado, y es que la pulsión por captar lo cotidiano no se contrapone a la de habitar lo profundo. Que si existe –como escribió hace un tiempo Juan Laxagueborde–, una vanguardia humilde, Fernanda y Cecilia son sus comandantes. De este hallazgo personal pasaron por lo menos quince años; del día en que Belleza y Felicidad abrió sus puertas, veinticinco. Mucha vida, en ambos casos. Quizá por eso cuando nos encontramos en Microcentro –la oficina poética que abrió Cecilia y donde, entre otras actividades, por estos días está coordinando el taller de Poesía y Magia que la reencuentra con Fernanda, después de casi ocho años de no trabajar juntas–, el primer tema sobre el que conversamos no sea la amistad, ni la literatura, ni el arte, sino el paso del tiempo.
Fernanda Laguna: No estoy preparada para ser una mujer mayor.
Cecilia Pavón: Yo no me considero una persona mayor. Cuando Fer leyó acá en Microcentro, una chica le preguntó: “¿Cómo haces para escribir algo tan fresco?”. Eso me hizo pensar: más allá de lo físico, el peligro es volverse grande de cabeza y de espíritu.
FL: Yo creo que la edad también pasa un poco por la autopercepción. Los mandatos existen: a tal edad tenés que hacer esto, a tal edad aquello otro, a los ochenta ya no podés pensar en sexo. Pero más allá del cuerpo y de lo que dictan las voces de afuera, la edad está en la cabeza de uno.
CP: También creo que uno se avejenta cuando empieza a pensar que ya está consagrado… Eso me aburre tanto. No quiero llegar a ser alguien que piensa ‘Ya hice todo lo que tenía que hacer en mi vida, soy alguien’. O hablar mal de los jóvenes, ¡qué horror! Fernanda el otro día me dijo ‘yo nunca voy a decir nada de los celulares porque no quiero hablar mal de los jóvenes’. Y me di cuenta de que tenía razón, que hablar mal de la tecnología es hablar mal de los jóvenes, porque los jóvenes viven en ese mundo. Hay muchos escritores que lo hacen, no me acuerdo ahora de sus nombres.
Con una mano en el corazón, ¿nunca sienten la tentación de decir ‘cuando yo tenía 25 abrí Belleza y Felicidad mientras que los pibes de ahora…’?
FL: No, nunca.
CP: ¿Qué, vos decís pensar que los pibes están haciendo cualquiera? ¡Horror, no! Y aparte no existe eso, porque miles de jóvenes están haciendo cosas.
Pasaron varios años desde la última vez que trabajaron juntas. ¿Fue difícil volver a encontrar una dinámica compartida, después de tanto tiempo?
FL: Yo sentí la misma complicidad de siempre.
CP: Recién hablábamos sobre la edad. Y bueno, yo pienso que la edad también ayuda en esto. Con los años empezás a revisar por qué te enojaste con una persona o con la otra, en qué momento se generó el cortocircuito. Por lo menos a mí me pasa eso. Y creo que de más joven tuve un montón de rollos, que muchas veces no me supe comunicar, que hice cosas un poco destructivas… y ahora pienso que está buenísimo no destruir las cosas. Con los años aprendés eso: que está bueno no destruir. Por eso, creo que me resulta más fácil ahora encontrar dinámicas que funcionen con otros.
FL: Con Cecilia yo aprendí a escuchar. Me enseñó a entender que el lugar que una tiene hay que llevarlo adelante, hay que producirlo y sostenerlo. Creo que Ceci y yo somos amigas poéticas, tenemos mucha sincronía en lo poético y en lo artístico…
CP: Y eso hace que te elijas una y otra vez. Porque realmente es difícil encontrar a alguien a quien, para empezar, admires, y con quien tengas afinidad para trabajar. Cuando éramos chicas, en el mundo del arte había pocas alianzas entre mujeres. Había dos o tres mujeres que eran las elegidas de los grupos de varones. Lo dice Chris Kraus: “Siempre elegían a una mujer, y ahí tenías a todos los varones santificándola”. Eso nos hizo valorar el espacio que existía entre nosotras. Porque todo cambió mucho en los últimos años: en el mundo de la cultura y del arte, las jerarquías eran masculinas.
FL: Y en ese contexto, nosotras sosteníamos un espacio…
CP: Que nos tiraban abajo todo el tiempo. Porque era así, nos lo tiraban abajo constantemente.
Con el diario del lunes, hay que decir que ese espacio se volvió mítico. ¿Qué se siente haberle ganado la batalla a quienes las criticaban y las llamaban taradas?
CP: No sé, porque yo creo que la gente que critica a los tarados tiene un problema (risas). No veo qué tiene de bueno ser inteligente si usás la inteligencia para tirar abajo lo que hacen otros.
FL: Igual, como decíamos antes, creo que a nosotras nunca nos importaron la consagración o el prestigio en esos términos. Se nos jugaba otra cosa, y creo que sí contribuimos a la horizontalidad poética, a que mucha más gente empezara a escribir. Quizá eso sea algo así como la anti-consagración, pero fue una de las cosas más lindas que nos pasaron.
CP: Sí, ¡crear algo vivo!
FL: Nunca fuimos de asociar lo consagrado con lo sagrado, nosotras tratamos siempre de profanar esa cosa sagrada de la literatura: siempre quisimos que la poesía sea algo para usar, para decirle algo a alguien, para bardear, para recordarle a una persona que la querés…
¿Ya eran conscientes, durante la época de B&F, de esta falta de referentes femeninos y del unicornio que era la dupla que conformaban? ¿O creen que esa conciencia es más tardía?
FL: Creo que sí éramos conscientes. En una nota hasta dijimos “Somos feministas”, ¿te acordás? Cuando el término se usaba muchísimo menos.
CP: Sí, en ese momento el único lugar donde podías encontrar refugio era con los gays, estaba en Rojas, por ejemplo… y la cultura queer ya era feminista. Ese era el único lugar al que una chica se podía integrar, porque los espacios de varones eran muy expulsivos.
FL: Igual yo tengo que asumir que en algún punto pensaba “Bueno, el mundo es así”. Tenía la idea de que todo ese maltrato era normal. Había una diferencia de jerarquía entre ellos y nosotras, y ellos además eran todos amigos.
CP: Claro, estaban por un lado ‘los que escriben bien’ y estas boludas que escribían mal. Pero después, como decís, un montón de gente empezó a leer lo que escribían las boludas que escriben mal y se olvidó lo que escribían los genios. Y no es que nosotras lo hayamos buscado. Evidentemente éramos mejores artistas (se sonríe). ¿Y qué nos hacía mejores artistas? Darnos cuenta de que el mundo estaba cambiando; porque es eso lo que tiene que hacer un artista: saber leer la atmósfera de su época. En la atmósfera está el presente, el pasado y el futuro.
FL: Cambió el paradigma. Nosotras planteábamos que nos gustaba la idea de que hubiera una diversidad de voces, y que la poesía era para todes, que estaba bueno que todo el mundo pudiera escribir, frente a la idea de los genios en los castillos. Hoy todo el mundo escribe poemas, los publica en sus redes, y es hermoso eso.
¿Qué las impulsó a dar este taller compartido? ¿Qué cosas, dirían, tenían especiales ganas de compartir con otrxs?
CP: Quisimos compartir teorías sobre lo que hacemos, teorías que fueron apareciendo después de mucho tiempo y se volvieron, de cierta forma, nuestras propias teorías sobre la escritura, la creación y la poesía. Nos juntamos algunas veces a pensar ideas, las fuimos anotando y se armó un programa buenísimo.
FL: Y el armado del programa fue bastante veloz. Cuando trabajamos juntas somos muy expeditivas, no dudamos. Cuando tenés una amistad poética o artística, eso es muy importante: no dudar mucho, no tener miedo a lo que dirán los demás… Yo soy re miedosa en un montón de cosas, pero en esto no tengo miedo. En el arte no tengo miedo.
CP: Creo que yo sí era más del miedo en el arte, y con Fernanda me lo saqué. Y esa es también un poco la idea del taller, que los alumnos puedan ver que la poesía también tiene una parte de magia. Magia también es perderle el miedo a la crítica.
FL: Justo el otro día pensaba: “Estar inspirada es no tener miedo”. Y ese es un estado espectacular. Ya solo por no tener miedo podés hacer un montón de cosas.
Es hermosa la idea de tener una cómplice que te ayuda a sacarte el miedo para crear, quizá lo mejor de tener una sociedad.
CP: Es que para mí el arte siempre es colectivo, grupal. Esa idea del artista aislado, solitario, yo creo que hace mucho no refleja la realidad. Si yo no hubiera leído a Fernanda, a Gabriela, a Marina y otras poetas de mi generación es posible que no hubiera escrito.
FL: Sí. Yo a veces cuando menciono algunas cosas o proyectos directamente hablo en plural, porque siempre hay alguien que hizo tal cosa antes, me acuerdo de alguien que hizo tal otra, que…
CP: Más en el arte contemporáneo, ¿no? Donde no sé si hay originalidad. Bueno, en la poesía tampoco. El arte es viral, y ese es su sentido; que vos puedas crear una idea, que esa idea sea como un meme, como una especie de cosa que se va reproduciendo en la cultura, y que incluso va cambiando.
FL: Sí, esa figura del genio solo como que ya fue. Es linda la idea de disolverse en lo colectivo. Y que tu poesía y tu arte estén también en la poesía y el arte de otros.
CP: Obviamente, al mercado no le conviene, porque para vender muchos libros sigue necesitando de la figura del genio, del escritor que todo el mundo quiere leer. El arte colectivo es menos monetizable. Pero sin dudas tiene más fuerza. ¿Viste cuando dicen que dos cabezas piensan más que una? Yo de verdad siento que es así, que todo lo colectivo al final tiene mucha más potencia que lo individual.
Foto de portada: Imanol Subiela Salvo.