No sé casi nada sobre Charly García, sobre los años míticos de las estrellas de rock argentinas. Soy un cliché del arquetipo gen z, toda mi vida trataron de instruirme en el amor por la tradición musical, con intentos, claro, siempre fallidos. Pero ahora, viendo a Mailen Pankonin parada sobre el escenario de La Tangente, haciendo callar al público, cantando el sueldo no me alcanza para nada / pero tengo mucha imaginación todavía, viéndola moverse con torpeza y elegancia a la vez, con su voz grave, profunda, creo entender algo de esa narrativa que siempre me resultó ajena. Aunque se encuentre en los primeros años de su carrera, es obvio que se trata de una estrella. No tiene tanto que ver con la trayectoria, es más bien algo latente en su interior que se desborda hacia afuera.  Transita el presente con herramientas prestadas de una época lejana, pero el resultado no es un revival nostálgico. La poética de Mailen se despliega en un mundo de sintetizadores, de fiestas gays, con letras que podrían ser un registro de época: desacelero si supiera que estás en la pista / podríamos ir a probar algo nuevo en el baño de atrás.

Durante todo 2023 se dedicó a tocar Affaire, su segundo álbum y el más pop hasta la fecha, producido junto a Peta Berardi. Es un repertorio lésbico melodramático, un homenaje a la noche porteña, que los llevó a presentarse en distintos puntos del mapa de Buenos Aires y un poco más allá. El icónico sótano del Puticlú, el Festival Rural de Poesía de Lobos, el teatro Xirgu, la galería Moria, el bar Camping. En cada show, Mailen encarnó distintas identidades tradicionales y contemporáneas a la vez, oscilando entre la figura de una diva electropop y la de un galán tanguero. Digna reencarnación autoproclamada de Sandro, se viste con una camisa blanca, los rulos al viento y una rosa en el ojal. Otras noches aparece usando vestidos largos de heroína trágica, jeans rotos, pañuelos en la cabeza. Puede ser una diva déspota o un tanguero irreverente, en iguales medidas. La puesta en escena de estas subjetividades es, de cierta manera, transparente: no busca esconder del todo su carácter de disfraz, es un equilibrio entre el canchereo y la dulzura.

Esta noche es el último show en vivo del disco “tal y como lo conocemos”, dice ella. También es la despedida previa a una gira autoconvocada por Europa que recuerda a los antiguos modos de construcción de estrellas, cuando las artistas se daban a conocer en vivo y aún no se viralizaban en videos de Tik Tok. Tal vez por ese carácter de despedida parece tener más cosas que decir, más de esos caprichos que son propios de una diva. Antes de que empiece a sonar la música de Meibelin —una canción en la que repite resulta que ahora son una manga de bien comportados—, decide que quiere cantarla sentada en un banquito improvisado que se encarga de arrastrar ella misma hasta el centro de la escena. Un par de hits más tarde, descubre el desastre que produjeron sus movimientos, y pide que alguien suba a limpiar el suelo del escenario con un trapo. Con ese espíritu ecléctico se acerca hacia el final del show, cuando invita a subir a Antuantu, con quien acaba de sacar su último single, estoy harta de que dure todo poco. Es un himno emo, amoroso, en un tono nuevo, quizás más trash, más catártico, menos elegante que Affaire. Se puede percibir ese estado de pasaje, como si estuviera cambiando de piel. Como si, habiendo descubierto los secretos de la noche, estuviera adentrándose hacia un nuevo arco narrativo.

Sus canciones se despliegan en un terreno de hedonismo y tortura simultáneos, como esos memes que proclaman los horrores son infinitos, pero también lo es el amor. Las tardes de resaca, las enemigas, las amantes, el trabajo, la ropa de fiesta embarrada, el pelo mojado, las fantasías y las pesadillas urbanas, la idea de que vale la pena vivirlo todo. Mailén es fundamentalista de la melancolía pero también del reviente. Todo el tiempo parece estar diciendo que, aunque conlleve una buena dosis de sufrimiento, siempre es posible divertirse un poco más.

¿Por qué Lisandro Alonso, que se dio a conocer filmando un día en la vida de un hachero pampeano, nos presenta un wéstern grabado en Estados Unidos? Sobre todo, ¿por qué un wéstern? Con ello, pone en juego una pregunta acerca de la verdad y su representación. No solo porque las películas del Oeste nunca consiguieron representar la verdad de su país, sino porque está protagonizada por una comunidad indígena cuyas vidas están marcadas por esta representación de la verdad, la cual no les pertenece.

Alaina está cansada de ser policía en la reserva india de Pine Ridge. Sadie, su sobrina, con la ayuda del abuelo, decide emprender un vuelo con el que podrá dejar de ver antiguos wésterns en blanco y negro para encontrarse con los sueños de otros nativos, ahora en Sudamérica. Por fin, Eureka ha sido estrenada en los cines argentinos, pero esto no resuelve ninguno de los enigmas que emana.

A las películas de Alonso siempre parece que el tema se les escapa, que uno nunca sabe de qué hablan. Esto se debe a que no hay ninguna trama que complique la existencia de un personaje para que, después, esta sea resuelta narrativamente. Eureka muestra cómo los nativos fueron colonizados, entre otros dispositivos, por la cultura cinematográfica llamada wéstern, industria que fue el primer gran negocio del cine y que, lejos de conseguir representar la sociedad estadounidense, se ha reducido a no ser más que una precisa técnica reproducida incansablemente. Entonces, el film se enmarca en este preciso género, pero no por la capacidad que tuvo para retratar la realidad de un lugar y una época, sino porque en su formalidad este pueblo encuentra la causa de sus problemas materiales. El director pone como tema la representación misma y su relación, ahora sí, con la realidad de un pueblo, los nativos americanos.

La película ocurre en la reserva de Pine Ridge, hogar de los Oglala Lakota, en Dakota del Sur. Ahora bien, en realidad son tres, tres historias. La primera, el wéstern como tal, está grabada en algún lugar del Old West —realmente es el desierto almeriense de Tabernas, el mini Hollywood español—. La última ocurre en la Amazonia, llena de resonancias de ancestrales amerindios que contrastan con una particular fiebre del oro. Hay un gesto que se repite en todas las películas de Alonso, como si su forma de hacer cine tuviera un automatismo: los guiones surgen a partir de la geografía. Se ubica un territorio que es deseable grabar y esa localización construye la historia. Siempre son lugares particulares: un valle aislado de Ushuaia, la soledad de La Pampa, la mitológica Patagonia y ahora la reserva de Pine Ridge o la selva amazónica. Lugares que, especialmente, destacan por la soledad. En este caso, la reserva india de Pine Ridge también destaca por la pobreza, el desempleo, el alcoholismo y el suicidio infantil. Quien habla en las imágenes es la locación, con su ambigüedad y sus contradicciones, y no un relato preestablecido.

La verdad del wéstern, entonces, no refiere a un valor de certeza o exactitud. Todo lo contrario, lo que nos muestran estas imágenes es que cada una de ellas tiene una verdad particular, como cada pueblo o geografía. Que no hay una verdad sobre la verdad. Que no hay un sistema, un discurso o una interpretación que incluya todas estas particularidades. Por esto la verdad siempre tiene una estructura de ficción, la cual comparte con el cine. Con esto, uno no intenta interponer un escepticismo político o un antirealismo cinematográfico; Eureka demuestra que esta misma estructura ficcional compartida por la realidad y el cine tiene consecuencias materiales, las cuales podemos ver en los habitantes de Pine Ridge. La verdad de la ficción, por consiguiente, existe, pero se ubica a este nivel: en las consecuencias que sus imágenes y relatos conllevan.

Las películas del Lejano Oeste siempre nos han mentido. Todos sabemos que los cowboys superando adversidades climáticas, los disparos certeros entre colonos, una multitud de engaños sobre los indios y sus prolongados silencios han estado al servicio del mito estadounidense. Pero el argentino Lisandro Alonso consigue, con su wéstern, que este género norteamericano también tenga, ahora, una verdad. De esta forma ubicamos una función social en el cine de Alonso. Trae la realidad material particular de un pueblo que ha sido marginalizado bajo el credo de estas representaciones o farsas y que se encuentra en constante lucha contra el olvido. La película no intenta decir ninguna verdad, pero sus imágenes, como la verdad, hablan por sí solas.

*Por último, no dejar de comentar que el estreno fue proyectado en la sala Lugones, una hora después de que nos cargara la policía a unas pocas cuadras, enfrente del cine Gaumont, por estar denunciando los despidos en el INCAA —institución que, como de costumbre, apoyó la realización de esta película—. 


Eureka (2023) de Lisando Alonso se proyecta en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (Av. Corrientes 1530).
Funciones: Jueves 14, viernes 15, sábado 16 y domingo 17 a las 20 horas. Miércoles 20, jueves 21 y sábado 23 a las 20 horas. Viernes 22 a las 17 horas.
Valor de las localidades: Entrada general: $2.600.- Estudiantes /Jubilados: $1.300.

En diciembre pasado, la misma semana en la que el nuevo presidente de la Nación empezó a cumplir funciones, Feda Baeza dejó su cargo como directora del Palais de Glace. Hasta entonces, era la única persona trans al frente de un museo público en nuestro país. Será para siempre la primera en haber llegado a ocupar el puesto de mayor jerarquía de una institución cultural argentina. Desde que firmó su renuncia, Feda volvió a cultivar uno de los hábitos a los que más tiempo y energía dedicó en los últimos años: el de reinventarse. Publicó La flor del sexo, su primer libro de autoficción –editado por la galería Komuna, y en cuya versión ampliada sigue trabajando–, empezó a pensar cómo darle forma a nuevos proyectos y volvió al ruedo como profesora de la Universidad Nacional de las Artes, cargo del que se había tomado licencia para dedicarse de lleno a la gestión. También siguió calzándose el traje de intelectual pública con bastante frecuencia, aportando a la arena virtual una voz nueva, diferente y disidente a través de charlas, contenidos para redes creados por ella misma y entrevistas como esta. Gracias, Feda, por acceder a ser la primera invitada de Diga lo que piensa.  


Voy pasando por distintos momentos. Por un lado, ya me había preparado mentalmente y tenía claro que mi lugar, en caso de que pasara esto que pasó, era necesariamente este: correrme de la función pública. Pero una cosa es pensarlo y otra muy distinta es la experiencia concreta, lo que pasa cuando las cosas finalmente suceden. Por un lado siento que aún estoy cerrando una etapa que fue hermosa, pero también compleja y de mucho enfrentamiento. Y por otro, todavía estoy duelando ese lugar, que me habilitaba a intervenir, a vivir muy de cerca procesos de reconocimiento institucional. Cuando en 2023, por ejemplo, me tocó darle el premio a Claudia Alarcón, la primera artista wichí reconocida en los más de 100 años de historia que tiene el Salón Nacional, esa posibilidad se me hizo patente: estar al frente de un proyecto que intenta distribuir ciertos esquemas de poder puede ser muy empoderante. Después de eso, de un momento a otro, volvés a una estructura en la que el Estado está en contra tuya. La pregunta, entonces, se invierte: el asunto es qué podés hacer en los márgenes de la estructura estatal. En eso estoy: preguntándome qué puedo hacer con este cuerpito, con estas palabras, con este aliento. 

Prefiero pensar qué espero de todes nosotres, qué es lo que espero de mí misma en relación a esto. A priori no estoy esperando que surja un arte necesariamente más político, desconfío un poco de las etiquetas de un arte que se llame a sí mismo “político” porque es impredecible qué expresiones pueden dar una respuesta diferente, qué podría originar nuevos espacios de pensamiento. Lo que sí espero –y lo espero también de mí misma– es que podamos arriesgarnos más, que podamos tener menos compromisos con algunas cosas. No quedarnos tan atades a ciertos imaginarios o estructuras. En ese sentido, creo que también a les gestoris nos cabe una responsabilidad, y es la de hacer que ciertas escenas y expresiones del arte que no están necesariamente a mano encuentren su espacio. Creo que habrá que trabajar en eso, porque en Buenos Aires todos los museos y centros culturales más institucionales son conservadores. Podrán introducir algún tópico, aprovechar una agenda, subirse a algunas tendencias, pero en su estructura son proyectos conservadores. 

Creo que lo primero es inventar un laboratorio de otras cosas posibles, y para eso también es importante cuestionarse hacia adentro, una misma. Este es un momento doloroso, sí, pero puede ser también un momento muy rico, en la medida en que nuestras propias seguridades sean puestas en cuestión para dar respuestas distintas. Creo que al progresismo también le pasó el tiempo, que quedó viejo en muchas cosas. Vos leés Página/12 o escuchás la radio y es evidente que ahí no se están pudiendo dar respuestas nuevas. Pero para dar otras respuestas primero tenés que armar tu pequeño laboratorio social y pensar cómo hacer para no estar repitiendo todo el tiempo el mismo mantra. Tenemos que experimentar con nosotres mismes, tomarnos el tiempo de pensar otras formas. Y eso ocurre en espacios laborales, académicos, pero también en los espacios de placer, en la fiesta, con las amigas. 

Es cierto que hay algo que subyace en todos los textos, y que tiene algo de la frase emblema de Camila Sosa Villada, esa de que ser travesti es una fiesta. En un principio fue un poco inconsciente, la escritura fue saliendo así. Pero se fue haciendo más consciente en la medida en que otres iban leyendo y me lo iban señalando. Entonces empecé a entender lo que estaba haciendo en este proyecto de escritura: básicamente, abrazar este lugar de placer. Porque si todo el tiempo estás en un lugar de debilidad, si todo el tiempo estás expresando dificultades que tenés, tu lugar de enunciación pierde fuerza. La estrategia de la alegría para mí sigue siendo un lugar posible y hace de este lugar uno deseado. Y yo tuve que hacerlo deseado para mí, en primera instancia. Para contarles a les demás qué es lo que estaba encontrando ahí, para hacerles entender que esto que me estaba pasando estaba bueno para mí pero también para les demás. Porque las personas trans somos una sintomática de un sistema de género, político y social que está en plena ebullición. Y las alegrías, las tristezas y los problemas de una pueden ser un espejo donde se proyectan las alegrías, las tristezas y los problemas de todes les demás, aunque no necesariamente estén dentro de nuestro colectivo. En esencia, ¡no somos tan diferentes! Creo que sigue existiendo la idea de que somos un poco especiales, de que dentro nuestro hay una especie de “otro ser” que un día, de repente, se devela. Y la verdad es que no es así, no funciona así. 

Lo que hay es más bien una decisión intuitiva, difícil de explicitar; una decisión del cuerpo que te exige trabajar con una fuerte dosis de lo que no conocés. Y esa decisión es como una suerte de hilo que se tensa y paulatinamente te obliga a comenzar a ser otra persona. Y, ahí, entonces, algo empieza a tomar forma. Pero no es que sale una personita entera ya armada de adentro tuyo. Lo que existe dentro tuyo es otra cosa: una pulsión, una fuerza, una intuición del cuerpo que te obliga a tomar una decisión y a expresarle a tu alrededor “yo no soy lo que pensás que soy, yo soy otra”. Esa primera negación te ubica en un lugar. Y habitar ese lugar despierta una potencia y una inteligencia nuevas para mirar el mundo, que también aparecen en la medida en que te las tenés que ingeniar más. Porque, a partir de entonces, la vida ya no será tan fácil. Cuando vos no circulás por los andariveles preestablecidos, la vida se te hace objetivamente más complicada. Pero esa complejidad te lleva a buscar respuestas que amplían tu universo, tu goce y tu placer. Y eso, en mi caso, siendo una persona grande ya, una señora, me habilitó otro tipo de conversación con les demás, me habilitó a enojarme más, a pensar de modo mucho más profundo, más contundente. Y me hizo tener más calle, más experiencias y más placer. 

(Risas) Empecé hace bastante. Creo que tuvo que ver con la docencia universitaria, con tomar conciencia de que es importante generar un espacio amable en el aula, y ese espacio amable no se construye en masculino universal. El aula cambió un montón, y yo misma me empecé a dar cuenta de que estaba vulnerando la existencia de gente si seguía hablando del modo en que había aprendido a hablar. Por otro lado, si bien me escuchás hablar de corrido, no deja de ser una incomodidad diaria, y soy consciente de la cacofonía que generan muchas veces la e, la i. Y entonces busco modos de enhebrar, busco vericuetos gramaticales. Y esa es una dificultad diaria que me gusta experimentar, porque materializa la incomodidad que conlleva la lucha por desterrar privilegios. No es que no sea un esfuerzo extra. Lo es: a veces se siente como escribir con la mano izquierda. Pero que no sea fácil, de alguna forma, es parte del asunto. 

Antes el mundo no era tan amplio. Sólo amábamos lo que nos contaban los mayores y en los ochenta en la escuela de arte, el muralismo mexicano era el canon. Treinta años después viajo a la Ciudad de México a verlo en vivo, impulsada por mi amigo Santiago Villanueva que está allá y me pasa un documental de Juan O´Gorman que me deja muda.

El primer día visitamos el mural de Diego Rivera que adorna una cisterna o bomba de agua en medio de un parque. Pensado para estar sumergido, en su piso nadan agua vivas y bichos unicelulares –monstruos marinos, podríamos decir–. Arriba miran los ingenieros y obreros que lo hicieron posible rodeados de las escenas costumbristas de Rivera, su hija, un organillero con un mono. Parece algo de otro mundo.

En el palacio de Bellas Artes conviven Diego Rivera y Orozco. El mural de Diego se divide al medio entre el mundo capitalista y su degeneración, y el mundo socialista saludable y feliz. El mural de Orozco es un terremoto de brochazos, cuerpos en escorzo y colores dramáticos.

Otro día vamos a la Secretaría de Educación Pública, un tranquilo edificio de galerías cuyos muros gritan las imágenes de Rivera: campesinos, soldados, ricos que comen banquetes, fábricas. Todo el pensamiento de la época a plena voz, inmutable, perenne.

Como si esto fuera poco, en la casa de gobierno vemos un mural gigante que retrata la epopeya del pueblo mexicano. Desde los aztecas con sus mercados, ceremonias y templos, pasando por la dolorosa conquista donde aparece un Hernán Cortez feo y deforme por la sífilis, hasta la posterior revolución luego de la opresión.

También vamos a la universidad pública, donde viven los murales de Juan O´Gorman, hechos con piedras de colores de todo el territorio mexicano. De nuevo la gesta, los valores, la historia. Nos sentamos en el pasto a descansar y las imágenes nos impregnan, se nos hacen carne.  

Sucede que estos murales los hace posible José Vasconcelos, el secretario de educación publica del gobierno de Obregon, que cuando arranca su propósito de educar al pueblo advierte que la mayoría no sabe leer. Sin bajar los brazos, acude a los pintores para que ilustren el pensamiento mexicano. Rivera acepta pero antes viaja a Italia a aprender el arte de la pintura mural, el fresco. Vuelve unos años mas tarde y no para de pintar hasta su muerte. Es así, cuando el temperamento acompaña las circunstancias, facilitadas las herramientas por un gobierno acorde con ellas, que no puede fallar la propuesta de un artista.

Caminando con Imanol, luego de ver el mural de la alameda, pensamos en Argentina y en las pocas obras que ilustran nuestra gesta. Pensamos en cómo en México había ganado la imagen y en nosotros la palabra y en por qué sería así. No llegamos a ninguna conclusión, pero decidimos hacer esta revista y acá estamos.


Foto de portada: ‘Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central’, Diego Rivera.


1. El respeto -o el gusto- por el folklore, llegó con el tiempo. Imagino que, como el tango, el folklore espera. Cuando estaba en el colegio odiaba participar del acto del Día de la Tradición. No entendía por qué era una buena idea bailar unas danzas anticuadas con disfraces de gauchos y unos pañuelos harapientos. Sí me gustaba participar cuando la banda sonora era otra, por ejemplo: sí actuaba en los actos donde había que hacer coreografías con canciones de Chiquititas o Floricienta

2. Lo que tardó aún más en llegar fue la danza contemporánea, entender que “bailar bien” no se trataba solamente de estar en el programa de Tinelli con grandes destrezas físicas. Ni tampoco hacerlas lucir únicamente en la discoteca. En el fondo, se trabada de comprender que en las sutilezas del cuerpo hay imágenes increíbles y muy pregnantes.

3. No sé cómo conocí a Barbara Hang, honestamente no lo recuerdo. Por algún motivo que no puedo explicar, sí recuerdo que pegamos onda enseguida. Ahora, varios años después de ese primer encuentro, le tengo mucho aprecio y siempre que la veo me da mucha alegría aunque después pasen meses hasta el siguiente encuentro. Quisiera verla más seguido. La cosa es que Bárbara -junto a Pablo Castronovo y Andrés Molina- baila en Adentro!, una obra de Diana Szeinblum que de alguna manera propone una relectura sobre el folklore. 

4. En mi casa había dos discos que me hicieron entender que en eso que a mi me parecía anticuado había un poder latente. El primero de esos discos fue Alta fidelidad: mi papá lo compró pensando que era de Mercedes Sosa, pero resultó ser de la cantora con Charly García, lo que le agregó un toque intoxicado a todo. El segundo fue Cantora, el último álbum que grabó Mercedes antes de morir. Ahí entendí que el folklore es un mueble viejo lleno de potencia. Solo hay que ponerle un poco de barniz. 

5. De la danza me interesa su gramática. Descubrir cuáles son las palabras -movimientos- que se repiten a lo largo de la función. Miro obras de danza de la misma manera que leo un libro: quiero detectar cuál es la cadencia con la que la autora o autor encadena las oraciones, cuáles son las imágenes que se repiten, los movimientos que generan reverberancia. En Adentro! puedo distinguir algunos: el pecho inflado para afuera, el intento por imitar ciertos sonidos de animales, el grito de un ¡adentro! cada tanto. 

6. ¿Qué es la tradición? ¿Por qué la tradición es el folklore? ¿Por qué en el acto del día de la tradición no bailamos y cantamos “Promesas sobre el bidet”? ¿Quién dijo qué es y qué no es lo argentino? ¿Leopoldo Lugones? ¿Eduardo Schiaffino? 

7. Me gusta la traición a la tradición que propone Adentro! Me gusta que la danza contemporánea respete al folklore, al mismo tiempo que lo traiciona. Lo que propone Szeinblum puede funcionar como un homenaje de doble vínculo: enaltece al folklore al mismo tiempo que lo transforma en otra cosa. 

8. Los performers hablan ese lenguaje, el de la traición a la tradición. Es muy impactante verlos en escena, la conexión que tienen, la manera en la que dejan en claro que en el escenario hay una comunicación no verbal -pero física- entre ellos. Hay un momento en el que se abrazan los tres, hacen un sanguchito. Es muy lindo de ver. Dan ganas de enamorarse. Es como si todo el tiempo estuvieran atados por hilo invisible que los lleva al pasado para que puedan zapatear, pero que también los devuelve a este presente sin forma, sin límites, donde los géneros se disuelven como un juguito Tang en una jarra de agua. 

9. Qué pasaría si algún bailarín de folklore viera Adentro! Supongo que alguno la habrá visto. No puedo evitar imaginar qué pasaría si una obra así se presentara en un festival como el Cosquín o el Jesús María. El mundo contemporáneo le hace lugar a la tradición, juega con ella y, a veces, la reinventa. Pero no estoy seguro de que la tradición le haga lugar a lo otro. En este sentido Mercedes Sosa sería la excepción: ella fue la gran mesa donde se sentaron los folkloristas y los rockeros y los raperos y los poperos. Hasta Shakira se sentó en esa mesa. La misma donde también estaba Charly. Y en la que me gustaría estar a mí también. Pero todavía no me invitaron.  

10. Hoy, en este mundo gris y financiero, bailar es bastante antisistémico: es la única cosa que no sirve para nada. Me refiero a los que bailamos de manera amateur, en la pista. Supongo que para Hang, Castronovo y Molina es un trabajo o al menos una manera de subsistir y estar en el mundo. Pero yo no estoy hablando de hacerlo de manera profesional, sino de los que lo hacemos por placer. Cuando estamos bailando no estamos haciendo nada de lo que se espera de nosotros: no estamos trabajando, ni estudiando, tampoco estamos haciendo inversiones, ni especulando con el precio del dólar. Simplemente nos estamos moviendo. Por eso este es un gran momento para ir a fiestas: son el único lugar donde uno puede entregarse a una catarsis colectiva, al display de roces. La pista de baile, hoy, es el único espacio donde no generamos dinero. Pero sí lo perdemos.

Un Renault 12 se incorpora en la Autopista 25 de Mayo. Está llegando a la caprichosa Ciudad de Buenos Aires. El estéreo que reprodujo, durante todo el viaje, cds pirateados marca Teltron con todas las leyendas del rock porrero y blues whiskero, ahora dicta con pesar la sensación térmica fatal del afuera y algunos de los cientos de accidentes de tránsito y conducta que caracterizan a este lugar. El auto está sobrecargado de cosas, pero lo único que nos interesa identificar, es que hay un nene con las manos en posición de plegaria rogando llegar a su casa para poder fumarse un cigarrillo con el smog y el ruido de los demasiados -pero nunca suficientes- colectivos de línea de fondo entrando por la ventana. Así se siente el paisaje con el que Fonso nos cachetea en El día del trabajador, su último disco.

Miro una foto suya y, a propósito o no, es la viva imagen de un arrabalero empedernido, guardián de sonidos sin tiempo: una voz fumadora, joven y finamente altanera que me recuerda a Moris, Pappo o Gieco. Este tipo examina las palabras posibles para decir las cosas y elige las más exquisitas en su pronunciación y significado, pero a su vez no se anda con rodeos: es bastante literal en su manera de observar y describir ¿Será mi insoportable nostalgia que se entusiasma demasiado? El vínculo que forcé con la música que me gusta siempre estuvo relacionado con poder imaginarla sonando dentro de un auto. Cuando era chica, en las vacaciones familiares por nuestro país, mi papá se encargaba de musicalizar cada tramo que hacíamos. Me obsesioné con muchos discos solo por la perfecta combinación que hacían con el paisaje. Si suena bien arriba, vale la pena engancharse. No hay en mi otro parámetro posible. Es exactamente lo que pasa con El día del trabajador. Es una experiencia muy física la que ofrece este paquete, obliga a estar en movimiento, gesticulando un ceño fruncido, una especie de puchero ¿canchero?, un dedito señalador al mal e incluso un mentón soberbio, despreocupado. Esa misma despreocupación que apaña al material entero hasta el final. Este disco no necesita demostrarle nada a nadie. Su existencia en sí misma es un manifiesto en favor de la cultura nacional.

En tiempos donde la industria musical (nombrada en la primera estrofa del primer track) propone cobardes acuerdos para sus artistas en pos de asegurarles un supuesto lugar en el mundo, devorando en el camino cualquier espíritu genuino y personal, Fonso se caga en todo eso sin dejar de lograr un resultado que está a la altura de los más grandes discos del rock nacional. Me refiero a que, más allá de que el rock está volviendo -porque efectivamente en Argentina ya no quedan ni vestigios de la fiesta y quedan pocos en la vereda de las emociones sutiles-, que la visceralidad de las letras y melodías no tengan letra chica y sean un constante palo y a la bolsa, es un hallazgo. Me prendo un pucho y sigo, la noche está ideal para escribir.

Hace poco con un amigo hablábamos de la correspondencia casi ciega que tenemos con la música argentina que nombra lugares, situaciones y palabras de acá. Nombrar con el glorioso voseo que nos tocó como por una varita mágica lingüística, describir de un modo que pocos entenderían allá fuera ¿Nuestro modo de ganar la batalla cultural? Quisiera creer que los temas de Fonso son una carta que deambula por todos los buzones de la ciudad con una invitación cordial a sumergir a los habitantes de ella, como agasajados y anfitriones, en las profundidades de un cemento único en el mundo. Nuestras esquinas hablan por sí solas y cualquier registro musical, literario o audiovisual que hagamos va a brillar con luz propia. Continúo con la idea de la invitación, en este caso más particularmente a todas esas personas jóvenes que por algún motivo involuntario o no, la globalización se las llevó puestas, impidiendo verse envueltas en el inexplicable romance que genera la ¿argentinidad? No es casualidad que, en medio de una tormenta bastante larga, como es el contexto sociopolítico actual, nazca este álbum. Entiendo que a mí, como a muchos, se nos desarmen las fibras ante canciones como estas porque representan una forma de ver el mundo que tiene que ver con poner los ojos acá adentro, romantizando un perfume de la cosa nuestra, un gran pueblo que se armó hermosa y deformemente por piezas muy diferentes, lejanas, autóctonas, en el fin del mundo, defendiéndose o incluso siendo mercenario, pero con un color único que solo quien lo ama lo entiende.


Foto de portada: Sin pan y sin trabajo. Ernesto de la Cárcova. 1894.