La obsesión por Italia fue en muchos artistas la obsesión por el trabajador campesino y el enaltecimiento de su cuerpo. Músculos desbordados, huyendo del plano hacia otro lugar mejor. Italia es el trabajador curvo, a punto de quebrar su columna, pero también el físico que, por el esfuerzo de las horas en el trabajo a la intemperie, se forma como el cuerpo de un atleta. Alfredo Guttero decidió que la ciudad para su vida sería Génova, aunque interrumpió ese deseo, de alguna manera, y en los años que vivió luego en Buenos Aires flotó por la ciudad como si estuviera allá.
Volvió para quedarse solo unos meses después de una década europea, años de formación, que Julio Payró decidió llamar “diez años de caos”. Con esto quería decir que Guttero no se había decidido por un estilo personal, sino que la confusión de los estímulos lo llevaba siempre a rotar entre tendencias. La desorientación se prolongó, entre las exposiciones y la guerra, solo crecía la incertidumbre y el desaliento. Dudaba: ¿Sería pintor, o más bien cantante? Tenía 22 años, practica e instinto: pero era cera blanda aún. Guttero encuentra ambiente en Buenos Aires, no en Berlín, ni Madrid, ni París. Todo ahí era inquietud y desorden, acá fue otra cosa, corría otro aire. En Buenos Aires poco a poco se desprende de los parásitos literarios europeos, como los llama Payró, y depura golpe a golpe su técnica.
Guttero vivió muchos años en la indecisión, fue pausado, dudo todo lo que necesitaba dudar. Algo de ese tiempo lento de su actividad, no solo está en sus obras sino también en el temple de las fotografías que lo retrataron en diferentes momentos de su vida. La más intensa es de 1895, era adolescente y tiene los labios con gesto de sorpresa. La descripción que hace Payró de esa imagen es preciosa: “Manos piadosas han conservado una fotografía de Alfredo Guttero a la edad de 15 años, impresionado al estrenar el adolescente su primer traje de hombre. El rostro alargado revela una extraordinaria distinción, y el porte, la altivez de la nobleza esencial. Domina en el semblante juvenil, una gravedad inspirada, subrayada por el contraste de la nariz fina, vibrante, y del labio sensual que cubre el bozo incipiente. Y se refleja en esos grandes ojos grises, fijos en el cielo, la hipnosis mística del arte.” Ese gesto permanece, a lo largo de muchas de las fotografías que sobrevivieron, el bigote se abarrota, la cara se redondea y se vuelve calvo. Guttero decide posar con sombrero, salvo en las fotografías que le toma Horacio Coppola en 1931, donde posa menos esperanzador, más sombrío y serio, con un moño con puntos blancos.
Payró también dice que de joven pintaba como un viejo y en su madurez pintaba como un pervertido joven, a la inversa de todos. Era sereno de justa mesura, parecía dar pasos cortitos cuando caminaba, como con miedo de caerse en un pozo. Le gustaba la seducción fácil en la pintura, pero era un tímido en su recorrido por la ciudad. Lo intenso que lo dominaba lo llevaba a volcarse a pintar Madonas delicadas, la esencia de su alma dramatica y tierna domina lo musculoso y redondeado, lo recto lo aburre, es de matices suaves, y se obsesiona por los colores pasteles y los colores perlados. Su género académico se va torciendo poco a poco a lo decorativo, acercándose cada vez más a la obra de Maurice Denis. Es así que en 1927 gana el Gran Premio de Pintura Decorativa con Motivo campestre, una de sus composiciones más complejas donde la mayor riqueza está en los segundos planos poblados de escenas de romería, marineros e impulsos de coquetería. Aunque muchos definen su obra como monumental, es a la vez tierna y los cuerpos tienen una cierta rigidez pero están inundados del deseo que los retrata. Va de las escenas de trabajadores, a motivos religiosos, a retratos y autorretratos. Sin importar el tema: cada pintura es una anunciación. Se presenta impermeable y desconfiada de raras influencias que lo alejen de un centro, que construye gracias al yeso cocido, técnica que lo acompañó los últimos años de su producción.

En su obra los trabajadores parecen ángeles, los trata como un artesano trata sus materiales, haciendo que lo grande se vaya empequeñeciendo a medida que lo pinta, y dándole expresión rotunda a los rostros. Lo vemos tanto en Cargadores ligures, de 1926, como en Feria, de 1929. Su técnica es la de la pared artificial, sus obras son tratadas como un muro que no es tal, muralismo móvil: como una pared de iglesia arrancada violentamente. Así también trató a la escenografía, como cuando hizo en el Colón los decorados para El barbero de Sevilla y El aprendiz del brujo.
Fue en los retratos y autorretratos donde se destacó con eficacia. El deseo proyectado en la languidez y reposo de los cuerpos está presente en las obras tempranas, telas con las que se lo identifica menos, como Retrato de Lucien Cavarry, de 1911, y Retrato del compositor, de 1912. Pero la locura de lo pastoso y más desordenado del material está en Retrato de José André y en Alberto Candioti, las dos de 1927. Cuando se representa a él mismo, se enaltece en el porte de un trabajador, así es en Campagnolo (autorretrato como campesino italiano) de 1924, pero también pinta con una actitud similar cuando da cuerpo a un amigo para unirse a una genealogía amanerada, como lo hace en Retrato del pintor Victorica, de 1929.
La educación lo obsesionó en muchas direcciones diferentes, tenía el impulso de la enseñanza popular, y su porte estaba cerca del de maestro escolar, aunque nunca lo fue. Con Raquel Forner, Alfredo Bigatti y Pedro Dominguez Neyra organizó un taller libre, con modelos colectivos y dando mucha independencia para desarrollar los dotes personales de cada uno de sus alumnos. Para ellos vanguardia era autodefinición. Realizaron afiches y los distribuyeron por la ciudad. Alquilaron el estudio 300, en el piso 11 del edificio Barolo, y dieron libertad a quien concurría para usar ese espacio en sus ratos libres.
En paralelo desarrolló el proyecto de las “Barracas de Arte” o “Barracas desmontables”, con la que quería hacer una campaña de divulgación popular, con ideas como por ejemplo traer una muestra de Maurice Denis y montarla en Plaza Congreso. El proyecto no se llevó adelante pero si la extensa actividad de la agrupación Camuatí, que crearon en el sótano del Café Yokohama en 1928, donde uno de los impulsos era realizar más de 30 exposiciones ambulantes en una casilla desarmable, proyecto también trunco por la falta de financiamiento oficial. Guttero fue un incipiente promotor y curador de exposiciones de otros artistas, como la de Ivan Mestrovic, gran influencia en su trabajo y que no solo se encargó de difundir en Buenos Aires, sino también en Montevideo.
En esos años exhibe tanto en lugares oficiales como en pequeños sucuchos, de la Asociación Amigos del Arte a la exposición de pintura joven y arte viviente en la Feria del Boliche, que dirigía Leonardo Estarico. La ciudad lo sorprendió cada vez más. Participó de la segunda exposición de pintura y escultura organizada por el Ateneo Popular de La Boca, en 1928, que fue clausurada con una extraña fiesta que dieron a llamar “fiestita de descentralización”. Una de las últimas, de a poco se acerca un final inesperado. Los últimos años los vivió con sus dos hermanas en la calle Salta. A los 51 años se detuvo su mano. Tanto amaba el local del edificio Barolo que al morir pidió que sus restos sean velados ahí, en el recreo entre una clase y la otra.
Foto de portada: Alfredo Guttero. Retrato de Lucien Cavarry, 1911. Óleo sobre tela. 114 x 145 cm.
Pareciera que nunca se fue, que siempre estuvo acá; escondida y muy atenta a las charlas sobre la pintura ingenua, las nuevas categorías para pensar el arte argentino y todo el murmullo de la escena porteña. Pero la verdad es otra: Agus Leal nos abandonó. Un poco seducida por lo desconocido, un poco agotada de lo mismo de siempre. Esa chica sexy de la performance necesitaba otra cosa, un nuevo plan de acción para pensar su obra y correrse un poco de sí misma. Unisex, su nueva muestra individual en la galería Sendros, presenta una serie de pinturas que evocan las vidrieras de diferentes ciudades que la artista habitó. Son el resultado de una fascinación por la belleza moribunda que condensan los objetos de consumo y su disposición en el espacio.
La pintura es un poco tirana: demanda tiempo, observación y una paciencia difícil de sostener en estos tiempos, sobre todo para los artistas contemporáneos. Además es muy diva, una de las grandes vedettes de la historia del arte que se rehúsa a perder el protagonismo. Pero para Agus Leal esto no significa un problema, sino más bien una instancia de conocimiento. Las pinturas que componen la muestra dan cuenta de una mirada comprometida con la lentitud y la oferta visual que exponen los locales comerciales de Brasil, México y Argentina, entre otros países.
Las obras de Leal nunca desbordan. No son un puñado de colores y formas que caen sobre uno como un maremoto. En todo caso se las podría pensar como los ojos de una medusa, una criatura que al devolver la mirada convierte algo frío en algo caliente o un pedazo de carne en piedra. Bombachas, corpiños, remeras y otras prendas de tinte erótico aparecen retratadas con la frialdad de quien observa con una misión: comprender el paisaje del consumo y los discursos que articulan las vidrieras, esos espacios acotados donde un fragmento de la vida privada se exhibe ante un público diverso.
Los maniquíes parecen fantasmas o testigos mudos de un crimen que nunca se va a resolver. Son golems inanimados que transformaron sus poses en un perpetuo malestar. También recuerdan mucho a las mujeres del cine moderno europeo: Monica Vitti, Anna Karina, Ingrid Berman y Catherine Deneuve. Cuerpos femeninos que representaron la fragmentación mental del individuo de los 60 mediante movimientos y gestos deformes, asociados a una representación del shock provocado por la Segunda Guerra Mundial. Los maniquíes de Leal son actrices que sufren, que esperan algo que nunca llega mientras se retuercen en silencio.
Las vidrieras son lugares para el diseño y la ubicación de productos en un espacio predispuesto a la promesa de ventas y felicidad, pero también son oportunidades para el abandono. Las obras remiten a la vitalidad moribunda de aquellos negocios que dejaron de lado la estética para simplemente agrupar cosas que se pueden comprar, sin importar si quedan lindas o no. Son juguetes dejados de lado en un bazar donde la gente mira con un poco de lástima o impotencia. En la muestra hay un sentido de vacío y despojo para aquello que alguna vez supo ser seductor.
Unisex es una exhibición que todo el tiempo invoca al cadaver del fetichismo. Más que una fascinación por el objeto y su carácter de mercancía sensual, se sugiere el aroma invisible que tienen los cadáveres inertes. Los colores, los motivos, la cosa kitsch, el juego entre el reflejo y lo reflejado. Todo eso es el maquillaje que oculta la densidad de las vidrieras y sus rituales, parecidos a los funerales con féretros abiertos.
Unisex, de Agus Leal se puede visitar en la galería Sendrós (Wenceslao Villafañe 584)
de miércoles a viernes, de 14 a 18, hasta el 3 de agosto.
Imagen de portada: “Calle las casas”, Agus Leal. Óleo sobre tela. 2024.
1. Hace muchos años, un amigo y yo usamos una hoja del Nuevo Testamento para armar un porro. En el pedazo de papel que sobró, estaba este versículo de la Biblia: “Porque todos los atenienses y los extranjeros residentes allí, en ninguna otra cosa se interesaban sino en decir o en oír algo nuevo”. Desde que alguien escribió eso hasta la actualidad pasaron unos cuantos siglos. Hoy, que en teoría todo esta dicho y todo está hecho, ¿cómo hacer para decir o escuchar algo nuevo? Nuestros días son el fin de la novedad –y del mundo–, pero hay pequeños soldaditos que se resisten, como los nenes que no quieren tomar un remedio feo, e intentan ofrecer alguna cosa diferente. Entre esas tropas está Guacho Bleu. Creo. No, mejor: elijo creer.
2. Si la novedad no existe, si es imposible crear “algo nuevo”, ¿qué se puede hacer, además de ver películas? Hoy, lo nuevo es lo distinto. Como no se puede inventar nada, hagamos lo de siempre pero diferente. Guacho Bleu es diferente. El horizonte de expectativas es que un chico de su generación sea trapero, pero él es otra cosa; una mezcla de rockero sad que le suma soniditos pop a un puñado de canciones que oscilan por diferentes géneros: música indefinida.
3. En el fondo, todos somos un poco conservadores. Atrás del velo progresista, hay un libertario en potencia. Por ejemplo, cuando escuchamos algo nuevo –o diferente– lo primero que queremos saber es a qué género pertenece y qué música hace cada artista desconocido que se aparece. No soportamos no encasillar. En este sentido, el mundo de la música es más conservador que, por ejemplo, el mundo de la literatura, escena que ya abandonó los géneros hace rato –como mucho se discute si una obra es una novela o una antología de cuentos, pero todo el resto da igual–. En literatura ya ni siquiera importa si lo que se escribe es ficción, no ficción, terror, fantasía y etcétera, etcétera. Entonces, retomando, lo que Guacho Bleu hace está más cerca del mundo de la literatura que del de la música. No hay categorías cien por ciento cerradas para poder encasillar a las canciones que este chico está tocando ahora, en esta salita under de Scalabrini y Córdoba. Supongo que el afán por querer taggear canciones, discos y artistas tiene que ver más con una necesidad de mercado que con un interés creativo o artístico. En fin, Guacho Bleu hace música.
4. Hace poco más de un mes fui a otro show suyo. En ese momento, escribí que la sensación que había quedado en mi mente, después de escuchar su primer disco, Pepsi fría & antiácidos, era que él hacía un trap soft. También dije que me quedó esa impresión por sesgo y por vago, por no haber prestado mucha atención, y que al verlo en vivo por primera vez descubrí que el Guacho Bleu es como una versión de Los Socios del Desierto, pero con Wi-Fi –le comento esta teoría a mi amigo Mariano, que está en el show conmigo–. La relación con ese proyecto de Luis Alberto Spinetta es clarísima: usar la energía del rock para no hacer estrictamente rock. El segundo disco de Los Socios del Desierto, Los ojos, es un álbum de un power trío rockero haciendo un popcito sensible. Guacho Bleu podría ser el cuarto socio del desierto. Si bien no podemos hacer nada nuevo, no podemos inventar la rueda otra vez, sí podemos sumarnos a la tradición y entrar en la secta de los que gritan ¡cheques! ¡cheques! ¡cheques! ¡cheques!
5. Para tirar un poco más del hilo de la tradición, es muy bueno el juego de palabras que hay entre: “guacho”, “gaucho” y “gaúcho” –este último término es la traducción al portugués del segundo–. Gaúcho es el EP que sacó este artista el año pasado y que reversionó este año. En ese juego de palabras hay una conversación entre el barrio de donde este chico salió –Ramos Mejía–, un pasado criollo –hecho de mates y rebenques– y un país latinoamericano. Mientras que casi todo el mundo mira para Estados Unidos y Europa, este chico mira hacia el conurbano y hacia un país limítrofe.
6. En un momento de la noche aparece la crisis y Guacho Bleu le agradece al público haber comprado los tickets de la fecha, a pesar de la situación económica de la Argentina. No suena demagógico, más bien todo lo contrario; está siendo muy honesto. Hay una canción suya de 2020, “Pizza al corte”, que ya hablaba de la crisis antes de que la crisis sucediera. Apenas empieza la canción, la letra dice: “Ya no te alcanza más el sueldo para toda esa droga, / anestesia, terapia, pastillas, talleres, suscripciones en verdes”. Esta es una marca de época, un tema generacional. Los que nacimos en los 90 hablamos de plata porque no la tenemos y porque nuestra posibilidad de ascenso social –o la posibilidad de ganar dinero– se vuelve cada vez más difusa. Crecimos con las mieles del kirchnerismo y ahora habitamos el derrumbe de esa ilusión de progreso. Nos hicieron creer… bla, bla, bla.
7. Coincidencias generacionales. En la primera canción de Affaire, el último disco Mailen Pankonin, la música canta: “El sueldo no me alcanza / para nada / pero tengo mucha imaginación / todavía. / Todo está / tan caro / que se te nota / en el descontento / de tu cara”. La canción en cuestión se llama “Billetes” y, al igual que “Pizza al corte”, señala el mismo problema: no hay plata. Sin embargo, las dos canciones proponen una actitud activa ante el desastre. “Vamos a quemar / los cajeros y / construir un parque de diversiones”, dice Mailen; “Hoy te saco del agujero / pizza al corte, coca zero / Quilmes fría en Niceto / esta ansiedad está anticuada”, dice Guacho Bleu. Dos niñitos asistiendo al fin del mundo mientras hacen canciones para poder funcionar en el barro. El barro: la república Argentina.
8. Hoy en día, quienes representan a la tradición no pueden hablar de la crisis porque les queda muy lejos: sus representantes son millonarios. Fito Páez no puede hablar de que falta plata en la calle porque está lleno de guita. Calamaro, menos. Y Conociendo Rusia tampoco, aunque sea jovencito y no sea “la tradición”, simplemente porque es un cheto.
9. En un momento del recital Odd Mami se sube a cantar el tema que grabó para Gaúcho2, “Daigo parry”. Un dato de color: ella, Helena, fue alumna mía hace unos cuatro años. Mientras Guacho Bleu sacaba su disco debut, ella intentaba ser periodista y me tenía a mí como profesor. Me gusta el revés del arco narrativo y me gusta verla en el escenario, le queda mucho mejor que la pantalla de Zoom en la que nos conocimos durante la cuarentena.
10. Un final amoroso porque estoy enamorado. En mi cabeza Joaquín es más frágil que yo. Tengo esta idea porque cuando camino piso fuerte, mientras que él parece flotar. Pero ahora que lo veo haciendo pogo, recibiendo codazos y patadas, pienso que no tengo razón. Mientras yo estoy cómodo en el fondo, con mi cerveza en la mano, él está en el medio del bardo, en el centro de un caos contenido que siempre trato de evitar porque me da miedo la sobreexcitación ajena. Supongo que debo estar equivocado, como casi siempre, y que él es más sólido de lo que puedo imaginar. Necesitaba un recital con guitarras eléctricas distorsionadas y gente saltando para darme cuenta.
Foto de portada: “Cuchillo y tanga haciendo juego”, Valentín Demarco.
Digámosle Master Berlín a aquel señor al cual estuve acompañando en la ciudad Alemana. Nos conocimos en un bar. Yo fui sola, como de costumbre en mis paseos de perra callejera. Había un encuentro de pet-play esa noche y me pareció la ocasión perfecta para conocer otros fetichistas de la comunidad. Master Berlín me preguntó cómo me llamaba. Nereida, le contesté. También había venido solo, era un fanatico del leather y estaba bastante fascinado conmigo. Yo era -soy- realmente fascinante, no tenía dudas. Le dejé mi número al final de la noche y me invitó a cenar a la siguiente.
Restaurante francés muy elegante. Escargot y bife jugoso. Vino Blanco Pro Seco o Chardonay, no me acuerdo… La conversación se mantuvo en inglés con tono académico. Mi papel era más ingenuo, así que le dejé lugar para que me ilustrara de toda la historia Europea que yo desconocía. Mr Berlín en realidad era oriundo de Noruega y se dedicaba a la seguridad informática (casualmente mi papá también). Como tenía el privilegio de hacer trabajo remoto, aprovechaba para pasearse por Europa con dos valijas: una con su ropa y otra con el equipo BDSM para su esclavo de turno.
Así siguió una semana, sacándome a pasear y haciéndome regalos. Me llevó a conocer Blackstyle, un showroom de látex. Fue un plan bárbaro. Yo era Pretty Woman, probándose vestidos, guantes, medias todas brillantes y apretadas. Me pedía permiso para cada foto, y se lo concedía -¿por qué no se lo daría?-. Tantas noches de clubes y drogas nuevas habían hecho de mi silueta algo que no conocía. Muy bien alimentada, pero igual estaba flaca y diosa.
Al encuentro siguiente aparecí con la falda de látex violeta (iconic), tacones de leopardo, medias lilas y por encima unas de red que había comprado en Barcelona. Un top celeste, el pelo limpio, lacio y perfumado. Buen dia, íbamos a desayunar. Creo que él no se podía imaginar que en cada encuentro yo iba a correr el límite de lo esperable; la predictibilidad la considero básica, aburrida y carente de imaginación. Y Master Berlín siempre me pedía una cita más. A él le gustaba mostrarse conmigo, que camináramos por el barrio, tomarme de la cintura. Pero nunca le di un beso, solo mi compañía.
Me había adoptado transitoriamente. Yo era su perrita y me paseaba sin correa. Mientras caminábamos por Schonenberg, algo lejos de mi cucha en Neuköln, me preguntó si me quedaba para el Folsom, el festival fetichista. Justo viajé a Barcelona por trabajo y me lo perdí, una lástima. Continuamos caminando por las calles del barrio gay, entrando a todas las tiendas sexuales de lencería, juguetes y otros productos del rubro XXX. Entre los regalos que seguí acumulando en mi mochila hubo un collar de cuero, una remera Puppy Berlin, el mejor popper que probé en mi vida y un plug anal con forma de colita de perro.
La última noche me invitó a cenar a unas cuadras del hotel donde se quedaba. Me vestí para su recuerdo con lo más furiosamente memorable que pude encontrar en mi valija. Fuimos a un restaurante turco y después a tomar algo en un bar gay literalmente al lado. Me puse mi máscara de perro en PVC rojo transparente y seguí sus pasos entre la gente mientras él saludaba a conocidos y me presentaba como Nereida, the argentinian pup.
Foto de portada: Robert Mapplethorpe.
Un paisaje penetrante, enorme y borroso por el calor del desierto muestra a lo lejos un ombú, árbol cuyo nombre significa en guaraní “sombra” o “bulto oscuro”. “Este es uno de los veinticinco ombúes donde nació Hudson”, dice Andrés Di Tella en voz en off para dar inicio a Mixtape La Pampa, su más reciente película, que ya circuló por festivales de cine como San Sebastián, Mar del Plata y La Habana, y que el 6 de junio tuvo su estreno en Buenos Aires.
Di Tella marca este detalle acerca del árbol y enseguida vemos una foto de la casa donde nació Guillermo Enrique Hudson, también conocido como William Henry Hudson. Un hombre que vivió bajo una dualidad: gaucho argentino por un lado, escritor inglés por el otro. Su casa de la infancia, casi desértica entre fábricas abandonadas y basurales, apropiadamente llamada Los veinticinco ombúes, se encuentra bajo la sombra de estos veinticinco árboles gigantes, alineados en una fila.
Hudson nace en Argentina en el 1800. A los dieciocho años, tras la muerte de su madre, decide subirse a un caballo y duelar esta ausencia recorriendo la extensa Pampa. A sus 35, migra a Inglaterra. A pesar de que publica numerosos libros —novelas, cuentos, una autobiografía, ensayos científicos y cartas—, su trabajo recién es reconocido décadas más tarde. “Hudson fue consagrado después de su muerte, en Inglaterra. Acá su reconocimiento fue otro. Hay por ejemplo una estación de tren en la provincia de Buenos Aires llamada Hudson, pero no es sobre él, y eso me gustó. Me parecía que había cierta justicia poética en que nadie conocía a Hudson, esta persona, ni su obra; sino que resonara como el nombre de un lugar”, dice Andrés Di Tella, quien en la película merodea por los lugares en los que Hudson vivió, durmió o exploró. “Yo estaba con ganas de hacer una película más de recorrido, de salir a recorrer este territorio de La Pampa. Digamos que no en la provincia de La Pampa, sino en el conjunto simbólico, donde fue un territorio mítico, lleno de historias y que parece ser un símbolo de decadencia”.
Si en 327 Cuadernos (2015) Di Tella dialoga con los diarios del escritor Ricardo Piglia para narrar su propia vida, en esta obra hace el movimiento contrario: usa material autobiográfico y encuentros con aficionados a los pájaros y la vida en el campo para darle vida a Hudson. Da, a través de un ensayo documental, las herramientas claves para conocer a este personaje e involucrarse emocionalmente con el relato de un exilio.
Di Tella relata que, aunque nació en Argentina, pasó parte de su infancia en Inglaterra. Al regresar en su adolescencia, se reencontró con un amigo que había servido de profesor de la argentinidad. En la conversación que tenemos dice: “Yo tenía 14 años, venía de Inglaterra. No sabía nada sobre fútbol ni sobre la música local. Javier, que tenía hermanos mayores y muchos discos en casa, se tomó la tarea de grabarme mixtapes con rock nacional. A través de esos mixtapes, conocí el rock argentino”. En la película suenan canciones de Luis Alberto Spinetta, Serú Girán, Lito Nebbia y Pappo, entre otros artistas que fueron clave en la década de los setenta.
Un mixtape no sólo es una recopilación, sino que funciona como un conjunto de emociones y escenarios que pueden teletransportarte hacía cualquier lugar. En esta mezcla, hay un trabajo de archivo delicado que va entre lo que Andrés acumuló en los años de vuelta a la Argentina, aventuras junto a su amigo Javier y el archivo de un país que sangraba en plena dictadura militar. Además, la vida de Hudson, el territorio, el campo, la inmensa Pampa y su propio desarraigo.
La presencia de su amigo Javier García Blaya, quien falleció hace unos cinco años, es un elemento significativo. En el estreno de Mixtape La Pampa en la sala Lugones, el director de cine Martín Rejtman le preguntó a Di Tella: “Parece que tu material de archivo nunca se acaba, ¿cómo es posible?”. Andrés se ríe y confiesa que su material es limitado. “Javier fue un gran amigo. Su hija Ana me dio las cartas que nos enviábamos cuando vivíamos lejos. Javier se mudó unas veinte o treinta veces en su vida, pero siempre llevó esas cartas consigo”.
En esta película, se observa, una vez más, la curiosidad de Andrés, su humor, su sensibilidad y la reflexión sobre su propio exilio. ¿Quién fue él en Inglaterra? ¿Con qué se reencontró al regresar a Argentina? ¿Quién fue Hudson durante su excursión por el campo? ¿En quién se convirtió cuando emigró a Inglaterra? Di Tella aparece nuevamente bajo una voz en off y cuenta que Hudson nunca retomó el castellano una vez exiliado, pero que en sus rasgos se notaba la argentinidad.
La clave de esta película es esa mezcla de preguntas y respuestas, incluso en el título. Una palabra en inglés, Mixtape, junto a otras argentinas, La Pampa. Una metáfora que está presente en todo el relato. “Mis recuerdos están encapsulados en Inglaterra y Hudson tenía parecido con su juventud en Argentina, él llamaba ‘la libertad de La Pampa’ a ese mundo sin alambrados ni cultivos del siglo XIX. Quizás necesitaba esa distancia para reinventar su mundo. Esa es una de las teorías”, cuenta.
En la película, la imagen se complementa con el sonido fuera de campo. Di Tella dice: “Una cosa es el sonido en sincronía con la imagen, una persona habla, vemos moverse sus labios y escuchamos lo que dice. Pero es más interesante cuando hay sonidos del entorno que no ves. Eso es parte del mundo en el que estoy. Ese trabajo sonoro tiene que ver con atravesar un territorio. Hudson tenía una memoria auditiva sobrenatural. Sin grabadora, recordaba con precisión el canto de 154 aves de La Pampa casi treinta años después de haberla dejado”. Hudson fue un pionero de la ornitología, obsesionado con registrar con precisión el canto de cada especie de pájaro. A través del canto de un ave, él evocaba su vida, deslizaba un dejo de ternura, abría una puerta a sus emociones más profundas. Mientras tanto, Andrés no le es indiferente, sino que se sumerge en un viaje para buscar un fantasma, un recorrido en el que propone complicidad, donde nos invita a indagar entre nuestros propios recuerdos del pasado y los escenarios posibles de nuestros refugios. Donde al pasar reflexiona –“Quien conoce La Pampa conoce la libertad”– invitándonos a desenredar un símbolo de pertenencia.
Mixtape La Pampa.
Dirección: Andrés Di Tella.
Duración: 100 Minutos.
Funciones: 13:00, 15:15 y 20:30, en el Cine Gaumont.
Imagen de portada: Laura Mulhall Girondo. “Luna llena en la Pampa”. 1956. Colección Museo Nacional de Bellas Artes.
Veo a Juan tirado en la cama, durmiendo, son las ocho de la noche. Él salió a trabajar a las seis de la mañana. Tiene treinta y cuatro años y es su primer trabajo formal. Trabaja como mozo en un café de especialidad en Palermo, frecuentado por jóvenes publicistas y ex-embarazadas rusas. Juan es artista, es así que se presenta, no importa a quién. Mientras el propietario de la casa donde él es inquilino le pregunta repetidas veces ¿pero qué haces?, es solo con un “soy artista” que Juan contesta. La cara intacta. De hecho, nunca le pareció importante comprobar el rastro de su vida y de su obra con la realidad, con lo político, con lo concreto, con lo que sea. Eso es menor para él y nunca le dio vergüenza admitirlo.
En los últimos años, Juan viene haciendo esculturas con retazos de seda, botones de marcas de lujo, frasquitos de perfume viejos, mostacillas perdidas. Estos materiales se juntan casi siempre sobre estructuras de acrílico o telgopor. Mientras los galeristas le dicen eso es hermoso, pero es frágil, cómo una señora cheta va a apoyar eso en su living, Juan revolea los ojos. Que paguen los dólares y que no jodan, piensa. Todos pintan, pero nadie hace lo que hago yo, dice para sí mismo. Quizás hay solo tres cosas que de hecho le importan a Juan: la noche, la moda y su madre. Pudo vivir muchos años así, con la plata de la venta de sus esculturas se compraba anteojos Dior de segunda mano, descartados por esas mismas señoras. Todos los primeros miércoles del mes su mamá le manda una caja con algunas provisiones, generalmente mortadela o leberwust, pastillas sin prescripción, masas de empanadas tucumanas y abrigos nuevos – Juan todavía no se había acostumbrado al frío porteño–. Era común entrar a su habitación, toda oscura, persianas bajas y con olor a guardado y encontrarlo tirado, iluminado por la pantalla de su computadora, con muchas pestañas abiertas de todas las ropas que se quería comprar. Al lado suyo algunas cajitas de clonazepan y un pedacito de milanesa seca en un plato en el piso.
La confianza por lo que hace es absoluta, no solo por una cuestión de autoestima, muchas veces delirante, es cierto, pero por la certeza de que no podría hacerlo diferente. Es en los materiales y en sus obras donde sus sueños de una vida de glamour se materializan, ganan un cuerpo, una forma, son puestos en una pared, en el piso de una gran galería del centro. Son incluso esos mismos objetos que le pagan el champagne, le dan la fantasía que ambos, él y su propia producción, desean. La obra concreta el sueño más íntimo de un artista sin plata, la obra de alguna manera posibilita la materialización de su propia vida, esa que uno se imagina para sí mismo, por más irreal que parezca.
Su última muestra se llama Juan. La anterior, Suicidio. Esta vez, él quita sus amigos imaginarios –compañeros de cementerio, modelos internacionales– de los pedestales de acrílico y por fin, como por una negociación forzada entre partes, con la promesa de un suceso, las pone en esos cuadros que le pedían. Bajo un marco barato y noventoso, ahí está su pintura. Sobre el pedestal, ahora de metal, fino, pero rígido, Juan se ríe: luce una bolsita de compras hecha de cartón. Si antes él había decidido morir para ser visto, ahora parece firmar con su propio nombre que se puede vivir aún estando muerto. Dejar a la madre, sobrevivir a Buenos Aires. El éxito viene a cuentagotas, es obvio que esperaba más. No estoy muerto, que ellos sepan, tararea, mientras su cabeza se golpea contra el vidrio del vagón del subte. Y de pronto, un clarón, una serie de telas y cortinas lo llevan a una inmensa pasarela, la luz artificial alumbra el humo de mil cigarrillos y su piel tersa, tersa. Eterno, se le escapa una lágrima, hace años que no puede llorar.
Juan, de Juan Ojeda.
Con curaduría de Santiago Villanueva.
OhNo galería (25 de mayo 476, piso 9, Buenos Aires).
Marzo - mayo. 2024