¿Llegaremos a ver un nuevo nuevo cine argentino? Me pregunto esto después de ver La práctica, la última película de Martín Rejtman que -al igual que una ruptura amorosa- me llenó de preguntas y también de nostalgia. En La práctica Gustavo y Vanesa son profesores de yoga y, después de separarse, tienen que reformular el vínculo. A la incomodidad de la separación se le suma una lesión de rodilla que acompaña a Gustavo durante toda la película. 

Varias décadas después, todavía hay mucho del impulso del cine que nació en los 90 en casi todas las películas argentinas: narrativas minimalistas, personajes comunes, la constante búsqueda de mostrar nuestra identidad. ¿En qué momento se rompe lo anterior y se crea algo nuevo? ¿Nadie aún tuvo una brillante idea diferente o son las expectativas del público las que hacen que sigamos viendo el mismo tipo de películas?

Este año se cumplieron 25 años del estreno de Silvia Prieto, la película de Rejtman que está incluída en la lista de las 100 mejores películas del cine argentino y que tuvo su reestreno en el Gaumont este mes. La muerte de Rosario Bléfari, la protagonista de Silvia Prieto, provocó un redescubrimiento de su legado artístico como música, escritora y también como actriz. Empezamos a ver remeras de Brite, se editaron libros que no había publicado y algunas canciones de su disco Estaciones (2005) volvieron a aparecer en las playlist de Spotify. ¿La extrañamos? ¿Consumimos eso para mostrar al resto nuestra identidad cultural alternativa? o ¿todo tiempo pasado fue mejor? 

Conocí a Rejtman cuando estudiaba periodismo en TEA. Una profesora puso Velcro y yo dentro de las lecturas obligatorias y, de pronto, tuve un nuevo escritor favorito. Antes de ver sus películas, leí sus libros: Velcro y Yo, Tres cuentos, Rapado, Literatura y otros cuentos. En ese orden. Después seguí con su cine. Vi todas las cosas que hizo, pero no me acuerdo en qué orden. Estoy casi segura de que primero vi Rapado, su primer largo estrenado en 1996. 

Como leí sus libros antes de ver sus películas me di cuenta que los personajes hablaban a la misma velocidad y con el mismo ritmo con el que yo los leía. Y también descubrí que todas las acciones que realizaban eran sin juzgarse: no se cuestionan las decisiones, no hay juicios de moral. Cuando un personaje realiza una acción el resto la acepta sin sorprenderse ni cuestionarse. 

Estuve leyendo qué dijeron otras personas sobre la obra de Rejtman y me sorprendió que muchos eligieron la palabra “apatía” para referirse al modo de actuar de los personajes de sus libros y sus películas. Jamás lo había pensado así. Es más, me parece horrible pensarlo así. Desde mi punto de vista, siempre fueron personajes que actúan sin pensar en las consecuencias, pero no de una forma extrema y arriesgada sino como algo más natural. Los riesgos, los compromisos, las presiones y el qué dirán no existen. A casi todo dicen que sí y gracias a eso tienen unas anécdotas bárbaras. 

Con mis amigos de la facultad durante mucho tiempo usamos el término “muy Rejtman” para referirnos a situaciones que nos pasaban. De pronto llegaba un mensaje al grupo que decía “me pasó algo muy Rejtman” y una ya se podía imaginar que la anécdota iba a estar llena de escenarios y personas intrascendentes pero que, sin embargo, tenía algo especial. 

Especial como el momento en donde tuve una cita con una chica por primera vez. Tenía 21 años y la gente se conocía por intereses de Facebook. Alguien había creado una página de Silvia Prieto y ella le dio Me gusta. La agregué y le mandé un mensaje. Me respondió al toque y me dijo que tenía 10 años más que yo y que estaba volviendo de un velorio. Algunos meses después nos vimos, hablamos sobre Rejtman gran parte de la noche y fuimos a su casa. Ese día descubrí dos cosas: que me gustan las mujeres y que me gustaría vivir un poco más sin pensar en las consecuencias. 

Pienso en la nostalgia que tiene La práctica, cuando encuentro guiños a otras películas de Rejtman. Por ejemplo, el protagonista lleva la ropa al lavadero y automáticamente hay una relación con Silvia Prieto y la escena en la que a ella le dan la ropa de otra persona por error y en lugar de devolverla decide cambiar su peso para usarla; o en la lesión Gustavo que su dolor lo acompaña a todos lados y todo el tiempo tiene que aclararlo, como Mariano de Dos disparos que tiene durante toda la película varios inconvenientes porque tiene una bala metida en el cuerpo. 

Es imposible ver La práctica con la potencia disruptiva que tuvo en algún momento el director. Hay que verla siendo conscientes de que ya conocemos el universo de Rejtman y tenemos una nueva oportunidad de ver una historia llena de los detalles que hicieron que nos gustara el cine. Yo misma siento nostalgia al escribir eso, la misma que sentí cuando salí de la sala y me acordé de la sensación de descubrir que te gusta mucho un director; y pensé en mis amigos de la facultad y me dieron ganas de escribirle un mensaje a esa chica con la que tuve la primera cita. 

Ojalá que hoy me pase algo muy Rejtman.


Foto de portada: Pope.L. Thunderbird Immolation a.k.a. Meditation Square Piece. 1978. Colección del MoMA.

Hay años mansos que pasan sin dejar demasiada huella y años explosivos que quedan marcados a fuego en la historia de una vida. 2016 fue para Maia Debowicz –periodista, crítica de cine, escritora– uno de aquellos: un año lleno de temblores, cuyos efectos siguen marcando el pulso de sus días. En cuestión de meses, la casa que compartía con su novio se pobló de conejos bebé y la relación con su mamá, que desde siempre había sido conflictiva, se fue tensando más y más, hasta volverse directamente imposible para ella. Podría pensarse que una anécdota y la otra no tienen muchas cosas en común más que el hecho de contar con Maia como protagonista. Pero, si se las mira de cerca, es posible detectar otros hilos que las unen: la pregunta por el instinto materno y por el material salvaje del que están hechos los vínculos más estrechos aparece con fuerza en ambos sucesos, que se fueron trenzando en los veinticinco capítulos que componen Los ruidos vienen de la cocina (La Crujía), su flamante novela. Allí, de la mano de Flora, su alter ego, Maia narra para repasar su propia historia y comprenderla. 

Como siempre que empiezo a escribir algo, lo primero que hice fue preguntarme qué tenía para decir con este texto. Hay temas que, a esta altura, parecen estar sobreexplorados, y siento que no me interesa meterme ahí si no tengo algo nuevo que decir. En este caso, sentí que podía valerme de mi perspectiva de hija, estudiando a esa madre, padeciéndola, observando a otras mamás para preguntarme si todas eran como la que me había tocado a mí, indagando en eso que supuestamente no podemos elegir. Cuestionando, a la vez, esa idea. A mí el lugar común de que “la familia no se elige” me molesta. Por supuesto uno nace incluido en una familia que no eligió, pero uno no tiene por qué aceptarla ni quedarse ahí. Ni siquiera tiene por qué aceptar todas las reglas que se le imponen si elige quedarse ahí. Ese, creo, es el gran descubrimiento de la narradora de esta novela. 

Cuando la pasaste mal en una familia nuclear, pensás constantemente en los vínculos. En los que te tocaron en el pasado, en cómo crear otros mejores en el presente. En parte, lo hacés porque tenés mucho miedo de volver a caer en ciertos lugares: el fantasma es volver a encontrarte envuelta en relaciones nocivas, que eso se vuelva cíclico. Y el libro fue una suerte de hechizo para no volver a caer en esa maldición, para no volver a poner a esa madre en otro cuerpo. 

Bueno, voy a terapia desde que tengo memoria. De chica me mandaron porque yo era una niña bastante rara y triste, pero viste que en la adultez en general redescubís ese espacio, te lo apropiás de otra forma. Hace varios años voy a una terapeuta que me gusta mucho, entre otras cosas porque me ayudó a poner en duda todo. Hay algo de los analistas que puede resultar medio peligroso: muchos son muy conservadores, te quieren ordenar. Y yo me estoy amigando mucho con mi caos, descubriendo que hay algo muy vital para mí ahí, en el movimiento permanente. Después de muchos años de hacer una terapia donde, pienso ahora, corría muchísima bajada de línea, encontré un espacio que también fue clave en el proceso de escritura esta novela, que me ayudó a pensar mi historia con un poco más de liviandad, a salir del dramatismo. Y, sobre todo, a aceptar que había cosas que yo no iba a poder cambiar. Darte cuenta de que algo no es posible puede ser muy liberador: te deja espacio para otros amores y otras vivencias.

Uno de mis mayores miedos tenía que ver con la mirada de los otros: que me vean como una guacha, como alguien que abandonó a su mamá. Porque sigue habiendo una idealización de la figura materna, en la cultura popular, en todos lados. Se escuchan todo el tiempo frases del estilo “El que no quiere a Oasis no quiere a su vieja”, como si no querer a tu mamá fuese un crimen de guerra. Y la familia no siempre es un lugar de encuentro y de amor. Por suerte, si sos de los que lo tuvieron que entender rápido, a medida que crecés te vas encontrando con otros que viven un poco igual a vos, y te vas compartiendo sabiduría. Así como antes las mamás se pasaban recetas y consejos para criar a los hijos, creo que hoy somos muchos los hijos que nos vamos transmitiendo ideas para tratar a nuestras madres o padres, para que no te consuman y, sobre todo, para que esa mirada que tienen sobre nosotros no determine lo que hacemos, cómo somos. 

Crédito: Sebastián Freire.

A los 18, cuando me fui de la casa materna, llegó Duchamp, el primero. Desde entonces, nunca dejé de vivir con al menos uno. Hasta la explosión que cuento en el libro, siempre fueron uno o dos. Después, mi coneja She-Ra quedó embarazada de mi conejo Warhol, aunque se suponía que él no podía ser papá porque ya era un conejo mayor. Hoy, ya no me imagino la vida sin conejos. 

Sí, son súper cariñosos y atentos a lo que te pasa. Como cualquier animal, cada uno es distinto al otro: he tenido conejos mucho más regalones y conejos súper independientes. Pero yo siento que forjé un vínculo muy estrecho con casi todos: cuando me pasa algo se dan cuenta y están más conmigo; si hay algo que tiene nerviosa rompen menos las pelotas. Son perceptivos y compañeros, y además forjan lazos entre ellos: están los que tienen mucha onda entre sí, los que no se bancan, es realmente una microsociedad. 

Gran parte de mi adolescencia y postadolescencia estuvo atravesada por las internaciones de mi mamá. Hubo un año en particular, creo que 2003 o 2004, en el que no recuerdo haber dormido. Es prácticamente imposible lo que digo, pero yo lo recuerdo así: si dormía, dormía poquísimo, estaba en estado de alerta permanente y me dejaba ganar por el sueño una o dos horas por noche. Entonces veía películas, tres o cuatro cada madrugada.  

La noche era el momento en que mi mamá se dormía con ayuda de la medicación, y los acompañantes terapéuticos se quedaban rondando la casa. Era terrorífico, y yo veía muchas películas perturbadoras, con climas ominosos. Pienso ahora que lo que necesitaba era salir de mi terror y entrar en otro. Me metí de lleno con Carpenter, con Cronenberg, con mucho cine de los setenta. Hoy pienso que ese fue de los mejores y de los peores años de mi vida, donde definitivamente se forjó un vínculo importante con el cine que después terminé aprovechando para hacer crítica. Algo a lo que en ese momento no sabía que me iba a dedicar, porque yo siempre llego un poco zigzagueando a las cosas. Pero, incluso antes de escribir sobre cine, me dediqué un tiempo a las arte visuales y ya había hecho algo de obra con la medicación que tomaba mi mamá. Pienso que, en general, el arte fue para mí un lugar donde estar a resguardo, una casa para huir de mi casa. No diría que me salvó, porque no creo que haya cosas que “te salven”, pero sí que fue un gran sostén. 

Creo que es algo que a muchos nos pasó ya entrados en la adultez. El camino siempre es encontrar gente que sea como una en distintos espacios y darse cuenta de que tan rara no eras. A mí me ayudó muchísimo empezar a trabajar en el suplemento Soy. Primero porque ahí descubrí que había gente mucho más rara que yo (risas), y segundo porque amplió mi idea de belleza, de atracción hacia el otro y empecé a poner en duda un montón de cosas más. Algo que me sigue enojando un montón del progresismo es que se acuse tan livianamente de frikis a Milei y otros personajes de este gobierno. Siento que retrocedemos mil años con esa idea. Quiero decir: detesto a este gobierno, pero no creo que nos gobiernen mal por ser raros, por no tener hijos o por querer a sus perros. En ese sentido, la campaña “Votá al normal” me pareció muy desacertada, porque ese odio al raro va a repercutir en todas las personas raras. Y tampoco creo que la ponderación de lo normal nos haya llevado a tan buen puerto. 


Foto de portada: Sebastián Freire.

Tilsa Otta es una poeta peruana nacida en 1982 en la ciudad de Lima. Se formó en dirección de cine, fotografía y realizó  un máster en videolab de creación audiovisual. Escribió varios libros de cuentos y poemarios. Hoy les traigo unas palabras sobre su último libro de poemas: Dos pequeñas islas mirándose, publicado en Argentina por la editorial Mansalva en 2023. 

Tilsa escribe poesías sobre la actualidad. Sobre los tiempos locos que estamos viviendo. Escribe sobre la inteligencia artificial. Trata a las conexiones entre seres humanos como si fueran el modelo que fue tomado para crear las conexiones submarinas entre fibras ópticas.

Escribe sobre un mundo donde la tensión entre soledad– no soledad involucra también a los aparatos. 

Por qué te fuiste?
por qué se fue internet?
es esto la soledad?
ya no lo sé

Leer el libro de Tilsa me dejó la sensación de haber presenciado a alguien pensar desde un avión, mirando el mundo con un sobrevuelo observador. Alguien que mira con preguntas. En momentos del libro es como si ese yo poético, desde el aire, decidiera lanzarse con un paracaídas e insertarse en la compleja trama del mundo. Tratando de comprender pero con la certeza de ya estar comprendiendo. La escritura de Tilsa me deja la sensación de que dar una clave para la actualidad se trata de lanzarse a buscarla en el afuera. 

Las generaciones mayores no lo entienden
insisten se enojan
y a lxs inventores del teléfono les costaría creerlo:
ya no usamos ese aparato para responder llamadas
sino para leer poemas
oh telefonistas eternas!
nos conectan con la fuente de poder
el silencioso diálogo interior universal
que nunca cuelga

En este pequeño poema sin título se esconde una clave: si utilizamos las tecnologías con particular naturalidad para leer poemas (más de uno de nosotros ha visto en lecturas de poesía ao vivo, cómo los recitantes leen desde sus celulares en lugar que de un papel), ¿por qué no incorporar a los teléfonos dentro de los poemas? ¿por qué no hacer de ellos un tema, una excusa para escribir? 

Como poeta, cada vez que pienso en incluir en mi escritura palabras del vocabulario de la tecnología, siento una fuerte resistencia. Como si estuvieran en boca de todos, todos nos sirviéramos de ellas, pero fueran algo muy lejano al arte. Leer el libro de Tilsa me impulsa a derribar esa barrera imaginaria. Ella utiliza, entre otras, estas palabras: internet, captcha, datos, mail, videollamada, roaming, robots, sin escribir precisamente sobre eso. Como un aspecto más que corre al compás de nuestra vida. 

La poesía es el arte de lo cotidiano. Pero, ¿qué pasa cuando lo cotidiano involucra elementos de un nuevo mundo? ¿Elementos que no comprendemos en lo más mínimo, pero que pueblan e invaden nuestro entorno? ¿Quién dice que no podemos escribir sobre ellos? ¿Es el poema el artefacto que integra esos dos mundos, uno de libros amarillentos con olor a húmedo, y otro de pdfs resplandecientes en aparatos pequeños?

Otra cosa que me gustaría señalar del poema citado anteriormente es la idea del diálogo, que atraviesa todo el libro. Diálogo interno, entre personas, entre personas- aparatos, entre la humanidad con su pasado y con la idea de futuro. 

Lista cuando tú lo estés
estaba lista para darte un hijo
nuestra conexión era fuerte
cuando comenzaste a transferirme
el pesado archivo

Tilsa escribe sobre los paralelismos entre las maneras de comunicarse dentro de este mundo y con este mundo. Con la naturaleza. Creo que subyace a este poema y a todo su libro una idea: acercarse a otro implica entender un lenguaje. Un código. Un cifrado específico y único. Una música, una frecuencia. Sintonizar con esas frecuencias para que puedan ser decodificadas en forma de poema implica una real conexión cuyo centro es la sensibilidad. 

Ella se pregunta por la tarea de dar significado y sentido a las cosas. Pero reconoce que esto es tarea puramente humana. ¿Y la naturaleza? ¿Qué rol cumple en todo este embrollo de pensamientos y sentimientos? La naturaleza se ríe. Dos pequeñas islas se miran. Los animales salieron a tomar las ciudades durante el lock down del 2020. Nada más. 

Nanoescritura entrando a mi cuerpo
por mis venas corren ideas extrañas
alteran las funciones de mis órganos internos
me rejuvenece el tratamiento
da contexto a mi taquicardia
quedan algunas frases sin sentido en mi corazón
que dan sentido a mi corazón

¿De qué estamos hechos? ¿De cultura o de naturaleza? ¿Son cuestiones que se ubican en extremos contrarios? Pienso en Perú, el país de origen de Tilsa. La cultura andina. La cultura de la naturaleza. La escritura de la poeta viene a tender puentes entre dicotomías. A perforar convenciones y temas aún no explorados para demostrar que nada está alejado de la poesía. Que la poesía es una manera de mirar. Una manera de encontrar respuestas. 

Por último, me gustaría señalar otra cuestión central que trae el libro. La pregunta por el devenir del mundo. El yo lírico se cuestiona: ¿Cuándo terminará el presente?. Creo que se trata de pensar a el futuro acechante como una sumatoria de todos los presentes que hubo alguna vez. Y pensar a la ficción, la escritura como una herramienta poderosa para describir al mismo tiempo que imaginar el mundo. Para tender puentes. ¿Qué es un puente sino un lugar de encuentro entre dos orillas, entre una isla y otra?

1. Para qué inventar una historia si se le pueden robar miles de buenas ideas, imágenes, epopeyas, romances, traiciones, peleas y cuchilladas a la Historia —esa que se escribe con mayúsculas—. El pasado es una fuente inagotable de inspiración para inventar nuevos relatos, nuevos poemas. Esa parecería ser la operación que hace Pilar Otero en su libro Asuntos internos. La autora le roba a la Historia algunas escenas y las reescribe para que parezcan episodios del mundo contemporáneo. Con sus poemas, elimina los cientos de años que separan al mundo de hoy de aquellos momentos fundacionales del país. 

2. Entre todas las cosas que se resignifican en este libro editado por Fadel&Fadel, está la expresión “asuntos internos”. Esa expresión, generalmente, se vincula con el Estado y con un problema que aparece al interior de esa estructura burocrática. Un policía se manda una cagada y asuntos internos, en el mejor de los casos, lo investiga. Un empleado público hace algo que no debe y asuntos internos le abre un sumario. Sin embargo, en los poemas de Otero, los asuntos internos tienen que ver con la identidad nacional; son esa cosa deforme que nos une con un hilo invisible a todas las personas que habitan esta tierra inflacionaria y que conocemos como la Argentina. 

3. La palabra “patria” se volvió, en los últimos años, una palabra en disputa. Se la han apropiado manos tan diversas que hoy en día no significa nada. Quizás en el Siglo XIX este problema ya existía. Quizás la idea de patria que tenía Juan Manuel de Rosas no era la misma que tenía José de San Martín o Julio Argentino Roca. Definitivamente la idea de patria que tiene Cristina Fernández de Kirchner no es igual de la de Javier Milei, ni tampoco de la de Pilar Otero. Se supone que todo el mundo debería estar a favor de “la patria”, pero como no sabemos qué es exactamente, se vuelve imposible que todo el mundo tire para el mismo lado. Hace unos 40 años alguien dijo: “Cada cual tiene un trip en el bocho, difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo”.

4. Asuntos internos reinventa algunas escenas icónicas de la industria nacional. En el poema que cierra el libro, Otero entrelaza a San Martín con el sargento Cabral en un romance homoérotico. De esta manera, la autora abre la posibilidad de que los padres de la patria hayan sido gays. Reparación histórica. Distopía queer. Justicia poética. 

5. Hoy, 17 de agosto, día del paso a la inmortalidad del libertador de América, el diario Página/12 publica una nota que recopila todos los mitos alrededor de la salud de San Martín: “Ni siquiera hay unanimidad para establecer la causa de su muerte en la absoluta precariedad de un cuarto al norte de Francia. Se habla de aneurisma, de infarto de miocardio y de insuficiencia cardíaca, aunque la que goza de mayor consenso es la generada por una hemorragia interna derivada de una úlcera. Además padecía de artritis y de cataratas, por lo que en sus últimos años ni siquiera podía hacer lo que él mismo reconocía que le encantaba como pocas otras cosas: leer”. La Historia no tiene manera de decirnos qué fue lo que pasó con este ícono nacional, cuál es la verdad acerca de su muerte. En este sentido, los poemas de Otero, su reversión de los hechos, son tan ciertos como cualquier enciclopedia. Es imposible decir una Verdad —con mayúsculas como la Historia— a través de las palabras. La realidad y lo verdadero no son cosas que se puedan aprehender con el lenguaje. Lo que importa, entonces, es cómo contamos el relato.

6. En el año 2010 tuve un fanatismo ridículo por el Bicentenario. En el colegio, una profesora de historia nos dio para leer miles de cosas sobre el tema. No puedo explicar bien por qué, pero me obsesioné. Ese mismo año, gracias a una promoción de Aerolíneas Argentinas, mi mamá y yo viajamos desde Trelew a Buenos Aires durante toda la Semana de Mayo, para visitar a mis tíos y mis hermanos mayores. El último día, mi hermano me acompañó al recital de Fito Páez en la 9 de Julio. Después de ese show sentí que yo era parte de algo más grande, de algo colectivo. Primero, pensé que era el peronismo y me puse a militar. Después, cuando abandoné la militancia por motivos que no vienen al caso, supuse que esa cosa colectiva era “la patria”. Sin embargo, con el diario del lunes, que muestra a un supuesto abanderado de la patria pidiendo que le digan “algo lindo”, se me ocurre que esa cosa colectiva de la que me sentí parte era, simplemente, la música popular.  

7. Volviendo a la cuestión queer, en uno de los poemas dos personas se enfrentan en un duelo gauchesco. No sabemos cuál es el género de quienes se enfrentan porque Otero se refiere a ellxs usando la letra x. Con ese gesto, la poeta tira abajo cientos de años de Historia, porque a una imagen que siempre se asoció con lo masculino (dos tipos peleando con un facón) ahora puede estar asociada a quien sea, independientemente de su identidad. Otero le regala la posibilidad de la violencia y la capacidad de blandir un cuchillo afilado a todo el mundo. 

8. En ese mismo poema del duelo gauchesco, lxs rivales intentan pelear en el Parque Lezama, pero el campo de batalla está tomado por una rave de gays. En otro texto, la narradora toma cocaína con descendientes de cómplices de la dictadura. La noche aparece como el único espacio en el que pueden convivir posiciones antagónicas. La noche es un punto de encuentro. La noche es la patria. 

9. Asuntos internos es una invitación para redefinir quiénes somos y de qué manera se construye una identidad colectiva. Es la puerta de entrada para discutir la cultura oficial y muchos símbolos que, según cómo se los lea, pueden unir o separar. 

10. 17 de agosto. Feliz día patrio.


Asuntos internos, Pilar Otero.
2024. Editorial Fadel&Fadel.
Poesía. 56 páginas.

Imagen de portada: Cándido López. 1891. “Desembarco del Ejército Argentino frente a las trincheras de Curuzú, el 12 de septiembre de 1866”.
Colección del Museo Nacional de Bellas Artes

¿Cómo podemos describir la sensación de regresar a un lugar que, aunque no nos pertenece, forma parte de nuestras raíces? ¿Qué significa realmente pertenecer a un lugar y cómo influye esto en nuestra identidad? Estas preguntas, que parecen no tener respuesta, resuenan en la última película de Cecilia Kang, directora de cine, coreana de segunda generación nacida en Argentina, quien toma un fragmento de este poema de Pizarnik para titular su última película: Partió de mí un barco llevándome. En este relato, Kang narra un viaje emocional en el que una actriz se prepara para dar testimonio de una mujer que fue parte de las “wianbu”, término coreano que se refiere a las “mujeres de confort”.

El término “mujeres de confort” (o comfort women en inglés) es un eufemismo usado para describir a las mujeres que fueron secuestradas para ser esclavas sexuales por parte de los militares japoneses durante la segunda guerra mundial. Algunas podrían ser, incluso, niñas menores de edad, quienes eran engañadas bajo la promesa de tener un trabajo digno y por lo tanto una mejor calidad de vida. Sin embargo, estas mujeres eran obligadas a “prostituirse” con decenas de hombres al día mientras se encontraban encarceladas en pequeñas habitaciones llamadas “estaciones de consuelo”. 

Cecilia Kang se topó con esta historia desgarradora durante un viaje a Corea del Sur en 2013. En la última edición del Festival de Cine de Mar del Plata, ella reveló en una entrevista, que durante ese viaje, asistió a una conferencia de Kim Bok-dong, una sobreviviente que había sido mal llamada “mujer de confort”. El relato de esta mujer sobre las violaciones sistemáticas que sufrió, la culpa por haber sobrevivido y la vergüenza social que padeció, despertó en Kang el deseo de contar su historia, de indagar, de narrar el hecho a través de una voz actual. 

En este caso, junto a la guionista Virginia Roffo, la directora opta por un enfoque que combina ficción y documental en lugar de seguir un relato histórico clásico y cronológico. La película comienza con la puesta en escena de un casting en la que varias adolescentes están de pie frente a la cámara. En este juego que ficcionaliza el comienzo de un documental ellas cuentan que son de Buenos Aires pero tienen raíces coreanas, hablan de su familia, de lo que sienten, de la mirada estigmatizante con la que conviven por sus rasgos. Luego, como parte del casting, leen el testimonio de una sobreviviente que fue esclava sexual durante la Segunda Guerra Mundial en Corea. Entre estas caras, gestos y voces, aparece Melanie Chong, quien se destaca, más tarde, como protagonista del film. 

Melanie Chong es una joven actriz argentina-coreana que comparte con la directora una experiencia similar; ambas son hijas de coreanos y forman parte de la misma comunidad. A través de Melanie, comienza el verdadero relato. Con su voz recorre una historia familiar que sirve como ejemplo de las experiencias de otras personas migrantes. Con sus ojos busca datos sobre las mujeres que sufrieron estas experiencias traumáticas en el pasado. Por momentos, la protagonista se ve sumida en lágrimas. La historia de estas mujeres y su propia historia familiar forman parte de un recorrido sensible repleto de información. En una escena, la protagonista está sentada frente a la cámara y dice: “creo que estoy contando la historia de una chica que transita la vida, mientras espera otra cosa”. en ese momento se larga a llorar:  “perdón, solo que esto se puso muy personal”, dice.

Más adelante la película se traslada a Corea, donde Melanie recorre un museo que cuenta el pasado traumático de estas mujeres, y cuenta que hasta la fecha, el gobierno japonés no ha ofrecido una disculpa oficial. Durante su recorrido se ve un ritual de protesta, donde un grupo de personas se congrega, cada miércoles, frente a la embajada de Japón para exigir justicia. En medio de esta multitud, Melanie se encuentra en la manifestación número 1551. Mientras tanto, espera respuestas y camina sobre las calles de la ciudad con su hermano mayor. Hablan de la distancia, de la nostalgia y de su familia. Melanie escucha con atención, sonríe mientras comenta la cantidad de coreanos con los que se encuentra en Corea. Aunque parece lógico, para ella esta realidad resulta extraña. Ve a coreanos desempeñando trabajos que en Buenos Aires no son comunes de ver.

Cecilia Kang muestra un interés por describir y hacernos descubrir su propia cultura. Esto se evidencia no solo en su último largometraje, sino también en otros documentales, como su ópera prima “Mi último fracaso” (2016) donde narra la vida de tres mujeres de la colectividad coreana en Argentina, explorando cómo su identidad cultural afecta directamente sus relaciones sentimentales.

La forma en que Kang utiliza estos discursos para fortalecer el relato de la migración actúa como un punto de quiebre, donde las emociones están constantemente a flor de piel. En sus obras, las personas que aparecen delante y detrás de la cámara ponen el cuerpo como un campo de batalla, hablan del desarraigo, del peso de la herencia y confrontan Oriente y Occidente para abordar las heridas que las arrastran. Por eso las respuestas a las preguntas del inicio están presentes, donde propone un enfrentamiento con nuestra propia identidad, en esa eterna dicotomía entre permanecer y ser extranjero.


Partió de mi un barco llevándome
Dirección: Cecilia Kang.
Intérpretes: Melanie Chong, Hae Kyung Jeon, Alex Chong,
Eunice Cho, Mora Lestingi y Julio Chávez.
Guion: Virginia Roffo.
Duración: 81 min.
Funciones: MALBA Cine, los sábados a las 18.

Foto de portada: Minouk Lim. The Weight of Hands. 2010. Colección TATE.

De por qué voy obsesivamente a muestras y a lecturas de poesía 

Porque entre muestra y muestra se recorre la ciudad y las calles. Porque aparecen conversaciones que de otro modo no aparecerían con vagabundos, errantes, equises, objetos otros, escenas otras, paisajes nuevos. Porque siempre se puede encontrar algo nuevo en la misma calle, que antes no habías notado. La calle es lo que queda y existe. Porque es una buena forma de descubrir máscaras y personas y las múltiples combinaciones entre ellas. Para seguir haciéndose preguntas y derivando. Para crear diálogos que se extienden entre distintas artistas que viven en la misma ciudad y curten otras escuelas pero parecida sensibilidad. Para escuchar diálogos ajenos, para escuchar cómo hablan los otrxs. Para  entrar a un localcito galería sobre la Avenida Córdoba y mirar dibujos de una artista que pasa del blanco y negro al color y te invita atraves de una vidriera intervenida con guirnaldas dibujadas a mano a enfrentarte a múltiples caretas. Porque se puede hablar de la tristeza en puro silencio.


La palabra “persona” significa “máscara” en latín. En la antigua Roma, se refería a las máscaras que los actores usaban en las obras de teatro, y por extensión, al papel o el personaje que alguien representaba. En el uso moderno de la palabra en varios idiomas, incluyendo el español, “persona” se refiere a un ser humano, pero con matices que pueden aludir a la idea de una “máscara” o un “rol” social. El individuo se adapta al mundo social, convencido de que la imagen construida es su personalidad completa.

Persona es la segunda muestra individual de Malena Pizani, donde incursiona con pasteles y colores suaves. Conviven el dibujo y la fotografía, dos medios en los que ella trabaja pero que por primera vez instala juntos en una sala. Fue construyendo los dos cuerpos de obra en simultáneo. Las tintas son una especie de personajes “bocetos de personajes para una ópera, de un drama teatral”, cuenta PIzani. No son humanos, no son realistas, son más bien expresiones, y cada uno tiene una presencia particular. Emanuel Franco hizo la curaduría de la muestra con un montaje sutil y preciso generando escenas gestuales.

“Pizani entabla una conversación con la historia, la filosofía y la manera en la que se conciben las imágenes entendiendo a la obra de arte como un gesto político que está situado en un momento histórico, rico en cuestionamientos que no conducen a ideas del todo claras o afirmaciones autoritarias. Se lo podría caracterizar como un eterno estado de pensamiento, de búsqueda para remover y otorgar otros sentidos a aquello que se percibe como algo inexplicable”, dice una parte del texto de sala escrito por Emmanuel Franco.

Algunas máscaras muestran sus hilos, otras borran la línea entre disfraz y realidad. Para luego llevar al sueño nuevas imágenes para imaginar porque el arte es más parecido al sueño que a la vigilia. A veces nos enfrentamos a la superficialidad de la verdad, aceptamos lo visible e imaginamos lo oculto. A veces una máscara es una buena manera de conservar el misterio.

Personajes con gotas gruesas de llanto, cachetes colorados, cuellos isabelinos, arlequines, payasos tristes, y una inquietante muñeca diabólica con un moño gigante sobre su pecho. Un bebote de dos cabezas invertidas se sienta en un banquito rosa bebé y te mira con su doble cara. Dentro de la sutileza que reservan los dibujos hay gestos en las máscaras que por momentos hace que corras la mirada. Espantan. Sobre todo por ese mundo medio infanto diabólico desde el que nos saluda la persona niña que también somos. Juega con colores como el rosa bebé entrelazado con el negro, el amarillo, el verde lima, verde pistacho y mostaza que chorrea hasta los marcos. Colores medio “caquis” entre bellos y empalagosos. De tan cute, amenazantes. La mueca atraviesa la máscara y se impone como gesto.

Las fotografías y montajes de Malena son escenas que ella arma y luego fotografía. En estas fotos sobreviene la oscuridad. La parte más oscura de la “verdad”  por contraposición a la parte luminosa de la ficción, del artificio con todos sus dobleces. Hay un choque entre los dibujos y las fotografías como un hueco entre ambas, todas las preguntas se me generaron ahí. El choque de mundos de fotos oscuras con escenas “pensadas” donde aparecen manos humanas y caras con máscaras pintadas frente a los dibujos de líneas simples con colores suaves y empalagosos se dispara una tercera cosa que es una máscara gigante que engloba un mundo silencioso que de repente se activa. Como estar mirando una película de dibujitos muda y de forma muy sutil pasar a una voz grave de personajes humanizados como ese click en la cabeza donde uno mira dibujos y entra en ese mundo más plano y cuando aparecen los humanos se acuerda que existe esa tridimensionalidad más monstruosa de carne y hueso. 

Los dibujos son más claros, más asequibles a la vista, y hay que mirarlos varias veces para adentrarse en los detalles porque primero llega la gestualidad. Y los montajes son más oscuros, más difíciles de digerir desde la imagen, unos montajes extraños, escenas collage más perturbadoras.


Cuando salí de la muestra de Malena fui a una lectura de poesía de Fernanda Laguna en la oficina Microcentro de Cecilia Pavón. Siempre que puedo me gusta hacer eso, ir a una muestra a mirar dibujos y pinturas y después escuchar poesía y jugar secretamente en mi mente a que es un momento único donde mi mundo al menos confluye todo a la misma vez. Donde las imágenes y la poesía se fusionan y arman un monstruo de mil cabezas. Pensar hilos que entrelaza una muestra con otra y una artista con otra. Fernanda, que es poeta y artista visual, al finalizar su lectura, en una especie de conferencia sobre poesía, le preguntaron si escribir la hacía más feliz. Luego de mostrar su primera publicación que había llamado Triste pensé automáticamente en esa imagen que todavía tenía detrás de la retina palpitando silenciosa de Malena del bebe rosita de dos cabezas, una cabeza sobre la otra, una llorando y la otra intentando sonreír entre muecas. Ella respondió que escribir la había salvado. Escribir era como ponerse una máscara, en la que podía esconderse o incluso resaltar sus gestos. “Como la capa de Superman”, dijo, que justamente lo convierte en Superman por la fuerza de su capa, por su disfraz. Escribir le había dado fuerza, porque era una forma de crear múltiples identidades y darle vida a todos los personajes que vivían dentro suyo.

Me pregunté por qué Malena se mete con las máscaras del teatro, qué es real, qué es acting, quiénes son los caretas del mundo del arte, y cuántas caretas y disfraces se necesitan para sobrevivir. Me respondí que las poetas y artistas que hablan de la tristeza y la felicidad, emociones tan subyacentes a las personas, son las que quiero mirar y escuchar, con las que quiero dialogar. Y refuerzo mi idea de la telepatía en el arte, un diálogo extensivo que con hilos invisibles nos conecta con los artistas que se ponen máscaras para hablar de temas que nos atraviesan a todos, las preguntas que se hacen en la calle, preguntas que están en carteles, en la radio, en los negocios. ¿Sos feliz? El arte de intuiciones, telepatías. En el arte me interesan las preguntas por la tristeza y la felicidad porque son populares, poéticas y universales.

El domingo fui a ver Cine herida, una obra de teatro dirigida por Sofía Palomino. Es una especie de retrato postproducción sobre la figura de Tarkovski. En un momento, un personaje le pregunta a su alter ego niño sobre la tristeza y este le contesta Todos estamos tristes. A la salida de esta obra, de la cual salí triste, me metí en el baño y una mano salió de un cubículo y me entregó su último libro de poemas “No toda la vida vamos a estar juntos”, en la página 33 decía: 

No sé puede ser alegre por qué si 
Los sentimientos feos también están dentro 
A la tristeza hay que cuidarla.