Estoy sacando las cosas de mi cuarto para pintar las paredes. Agarro mis cuadernos. De repente me viene una ola de enojo. De sinsentido. Casi diez años de recolectar palabras. Siempre tuve la convicción de que había grandeza en documentar los sentimientos, los procesos emocionales, los momentos. Que poder volver a eso era nunca perder el rastro de quién fui. Ahora miro los cuadernos, los leo de a retazos, y siento otra cosa. Me encuentro con balbuceos, pesimismos, devaneos, soledades, dudas. Pensamientos en círculo. En espiral. Y me pregunto: para qué. Capaz hay cosas que es mejor olvidarse. Es natural hacerlo.
Hace poco estuve en la playa de Mar del Sur, playa larga, desierta, acantilados ocre oscuro. Me encontré caminando largos kilómetros sola. Miraba hacia abajo y juntaba caracoles. Bolsas llenas. Ahora estoy vaciando mi habitación y, además de encontrar pedazos de paredes descascaradas por la humedad acumulada, encuentro caracoles. Por todos lados. Los cajones, estanterías, el armario, la mesa de luz. Se ve que hace años que vengo acumulando, al igual que pensamientos espiralados, caracoles.
Cuando estaba en Mar del Sur, sentada en la arena, escribí:
Tengo una bolsa de plástico al viento donde junto caracoles pequeños ¿Para qué? Podría hacer una estatua, llenar una habitación entera con todos los que a lo largo de mi vida junté. Me imagino caminando por Buenos Aires en busca de la casa joyera que me pueda decir con qué herramienta agujerear el nácar. Busco hacer con las manos lo mismo que el mar hace sacudiendo sus aguas contra los acantilados: pequeños agujeritos sobre conchas vacías. Espirales áureos donde antes vivían babosas salivantes.
Los caracoles quedan, perforados, sobre mi repisa. Jamás hago los collares. Y mi habitación se vuelve poco a poco una cueva tallada por la avanzada nocturna del mar sobre la arena. Una cueva a imagen de mí. De mis más desérticas pesadillas y mis más deliberados deseos.
El caracol fue la casa de un ser y quizás las palabras sean mi casa. Quizás de esto se trate.
Imagen de portada: Constanza Giuliani. “Gusano y girl”. Carbonilla.
Quisiera tener un trampolín para empezar los días lunes, que en su fricción llene a mi cuerpo de voluntad y entusiasmo, un poco como hacen los autos de Fórmula 1 cuando se mueven en zigzag por la pista y cargan sus ruedas de potencia.
Ese mismo trampolín contaría con unos cuantos brazos mecánicos y sincronizados a la enérgica velocidad en la que patina mi cuerpo: mi cara sería mojada con agua fría; mis dientes lavados sin que se me hinchen las encías y con pasada diligente de hilo dental; mi pelo lavado y desenredado con determinación y así y de golpe y de un porrazo aterrizaría con ropa planchada y con olor a apresto para encarar un día primaveral que deje sepultada mi modorra y ese uniforme ruin —un triste buzo polar— con el que soporté el largo invierno tandilense.
Decía entonces que aparecería de golpe depositada en la silla de mi escritorio decidida a escribir los tres ensayos de la maestría que vengo cursando penosamente desde pandemia. De mi brazo derecho (propio, ya no el mecánico) manarían ideas lustrosas para discutir todas esas teorías vencidas y machirulas, de hombres franceses y unidimensionales que dieron para leer. Así y de un tirón tendría conclusa no sólo esa labor sino también la elección de mi objeto de estudio de tesis: un asunto tentacular que vincularía todas mis curiosidades, volviendo aquella fatalidad de los múltiples intereses en una obra consagratoria de la digresión.
Concluida esa tarea bajaría a tomar unos mates cortos, directos de pava, con restos de pasta frola dominguera, para subir nuevamente a mi escritorio, abrir la ventana y desenredar con elegante paciencia el trapecio que guardo en el álamo que da a la vereda. Subida a una rama y sosteniendo la barra con ambos brazos me lanzaría atlética hacia el Cerrito: parque serrano, urbano y emblemático que da nombre al barrio donde vivo. Desde lo alto y con el viento en la cara inspeccionaría cada uno de mis rincones favoritos mientras estiro todo: cuello, brazos. piernas y caderas, en un largo adho mucka vuelto luego saludo al sol.
Al son de esos movimientos aéreos observaría cuán verde está el costado derecho del ginkgo biloba de una de las casas que dan al parque. El lado izquierdo se mantiene podado con rigor: del otro lado de la medianera vive quien no sabe apreciar los deleites de contemplar, barrer o infusionar la nieve dorada que de ese árbol cae cada otoño.
No estoy sola, Iuki está conmigo, sus bigotes peinados por el viento y su hocico, anhelante. Esta vez no ladra ni corre, nos movemos en tándem haciendo las mejores triconasanas que el mundo jamás haya visto. Saludamos a tres pájaros carpinteros desde arriba, subimos más alto y aterrizamos en el halcón del monumento al Libertador. Desde allí inhalamos hondo y absorbemos todos los micrones que sabemos densificados en ese vórtice energético —más información sobre esto en el documental La cumbre—.
Descendemos a pie para acercarnos al sector sacro del parque. Allí descansan dos tumbas de tiempos y aspectos diferentes: un dolmen (creer que esa mole de granito vertical es un accidente natural es pura necedad/más que apatía) y una placa quebrada de mármol de cuya talla leemos:
“q. e. p. d Juan P. Reynoso, 27 de febrero de 1948.
Tu esposa, hijos, padres y amigos te despiden en paz”
Rezamos entonces una oración bilingüe de ladridos y versos en honor a Juan Pablo que habiendo sido velado por tres generaciones suponemos fue muy querido y a su colega anónimo a quien podemos asumir como portador de una respetabilidad sólida y monumental como la que señala su enterramiento.
Una brisa suave nos levanta en el aire y nos lleva con gentileza a la esquina de casa. Nos sacudimos las patas, nos peinamos un poco, y volvemos cual hembras multidimensionales, capaces de continuar con aquello que la jornada traiga.
Hace unas semanas, mientras estudiaba sola en mi casa, me encontré con una pintura de Macu, es decir, de María Venancio. No fue en el libro, ni en las tostadas, ni entre las cortinas. La imagen se develó de la siguiente manera: como en otras desconcentraciones, pausé la lectura, miré al espejo, me dejé caer sobre la silla hacia atrás y le saqué una foto a una zona particular de mi cuerpo. Me detuve sobre un detalle de mi postura y de mi ropa, donde apareció.
Unos días después, mientras hacía tiempo por la zona, fui a caminar por el Museo Nacional de Bellas Artes. En un sector dedicado al siglo veinte, me encontré con otra pintura de Macu. No sé si primero me detuve por la pintura o por la aparición, inesperada para mí en ese paseo fugaz, en el que por causa del poco tiempo recorría las salas casi sin frenar, responsabilizando a las pinturas de su inmanente punctum; algo que me seleccionara a mí, en vez de yo a ellas.
La cuestión es que en un autorretrato del artista japonés Léonard Tsuguharu Foujita, sentado junto a su gato, sosteniendo entre sus dedos un pincel con la misma motricidad fina con la que se sostienen los palillos para comer sushi, o también un cigarrillo, recordé la cita de Macu. Digo cita como pasaje a lo que nos convoca, que es hablar sobre su exposición Todo el tiempo todo falla en SAGA, con curaduría de Rocío Englender y texto de Giuliana Migale Rocco, que estuvo abierta al público en noviembre y diciembre de este año.
María Venancio pinta como si quisiera compartir con los demás un descubrimiento. Como si a través de sus obras leyéramos su diario, uno que escribe los días en que algo le pareció demasiado hermoso o relevante. El descubrimiento poético es muy diferente al descubrimiento científico porque el primero sucede una y otra vez; podría repetirse al infinito. Es una certidumbre efímera, una idea que, como dice Mariano Blatt: brilla, se sienta entre nosotros, nos hace cosquillas en el cerebro pero al rato, en un rato muy corto, nadie se la acordará.
Como para María Venancio existen museos y es importante recordarlos, para los museos es importante María Venancio. Por eso me la encontré en el Museo Nacional de Bellas Artes y en el living de mi casa, que es otra manera de decir que tuvimos una cita. En Todo el tiempo todo falla podemos jugar a reconocer las citas, las obras de otrxs artistas que ella descubrió, miró, estudió y pintó. La trampa, es decir la magia, radica en que un día cualquiera podemos leer un poema o contemplar un detalle de nuestro outfit antes de salir a la calle y entonces ya no será nuestro, será también de Macu que lo señaló porque no quiso que nos olvidemos.
María Venancio quiere que nos acordemos. ¿De qué? De que Pablo Suárez puso su firma en el cinturón del hombre que abre sus piernas para sostenerse de un vagón en movimiento que lo dejó afuera, de que Marta Minujín quiere crear aquí, en este país, las cosas más maravillosas. De que Nacha Canvas, además de ser una escultora, tiene una manera muy personal de combinar zapatillas-medias-pantalón. De que hay días rojos, días verdes de junio, hojas en blanco y hojas que solo recuerdan que Wislawa Szymborska is god.
Foto de portada: María Venancio. “El mu-seo” (díptico). Óleo sobre tela.
Que el dolor sea corto es el capricho de una época que no se concentra
Con esa frase, que podría ser el estribillo de una canción o el print de una remera pero que es un poema en el que se condensa el espíritu de todo el libro, arranca Accidente y milagro de Ana Guebel. Sus poemas obedecen al régimen de la velocidad. La velocidad del entusiasmo joven de querer salir al mundo y vivirlo todo.
se escribe mucho más rápido usando lugares comunes
y yo tengo mucho que contar
necesito velocidad
Una velocidad que es también la encarnación de la ansiedad de esta época. En la contratapa Juan Laxagueborde dice que este es un libro pos posmoderno. Le pregunto a Ana que imagina que quiere decir esto y contesta que cree que se refiere a pegar la vuelta varias veces para no llegar a ningún lugar. Sus poemas encuentran certezas que duran lo que dura una historia de Instagram.
la rapidez de internet no te va a ayudar con tus preguntas
Sin embargo, los poemas de Ana Guebel son de todo el tiempo y de ninguna parte. Algo en su universo me resuena a Frank O’hara. En el prólogo de Lunch Poems, Matias Serra Braford dice que O’hara “tiene una voracidad poética que todo lo fagocita”. Esa misma voracidad se puede identificar en los poemas de Accidente y Milagro. El lenguaje aparece como una forma de procesar la vida, como un intermediario necesario para fabricar experiencias y fijarlas en el medio de una juventud alocada que avanza demasiado rápido.
no dejo de estar parada
de pie o sentada
como a la espera de que
la vida empiece
me pregunto siempre:
¿la vida dónde está?
¿Cuándo empieza la vida, cuando se la vive, o cuando se la escribe?
Sobre esto Ana cree que “se puede pensar un paralelismo con lo que dicen las influencers de manifestación: que con las palabras que te decís a vos misma creás tu autopercepción. Para mí eso es lo más genial de escribir, poder deformar, cambiar el signo de las cosas a conveniencia”. La escritura es en este libro un acto de fé. Una forma de procesar el accidente, una búsqueda del milagro.
Por eso el libro se divide en dos: accidente y milagro. Dos caras de ese camino hacia la revelación. Ana dice que siempre quiso que un rayo le partiera el pecho “como a Justine en Los infortunios de la virtud de Sade. Pero ese rayo tiene que ser una idea. Una idea que te rompe y deslumbra. Violento y sublime, que es lo mismo. Accidente y milagro es esa búsqueda” Ese rayo impacta en estos poemas que ahora leemos. Poemas en los que se superponen la deriva, la velocidad de una época, papeles descartados, ideas que valen todo, que después ya no valen nada y que dejan lugar para otras más nuevas que brillarán aún más.
Accidente y milagro, de Ana Guebel.
Simetría Doméstica.
2024.
Foto de portada: Pettoruti, Emilio. Dinámica del viento. 1915. Colección MNBA.
En una escena cultural argentina que pelea por la inclusión y reconocimiento de los autores en las presentaciones, la obra protagonizada, escrita y dirigida por Valeria Bertucelli, junto a Mora Elizalde y Malena Pichot, habla de la hipocresía y los lujos que visten a una autora de libros de autoayuda que tiene todo resuelto. Con una cuenta bancaria abultada por las ventas de su bestseller, una hija preadolescente que al menos le habla de a ratos y un descanso en Uruguay se empieza a desentrañar la vida de Berta Müller.
Como parte de la complejidad de la historia, una satírica entrevista cita a la escritora con un periodista: dos actores de la cultura popular argentina. Por un lado, un periodista que no se anima a repreguntar, que acepta sin interrumpir las declaraciones de Müller y que parece sumiso ante la opinión vacía de su interlocutora que habla de sus lujos. Y por otro, ella, que se para en la vereda de los escritores que dicen asumir una crítica al sistema de clases y en sus obras parecen entender los privilegios que tienen, pero que en la práctica las cosas son muy diferentes.
El caso de Marta, el personaje de Justina Bustos, nos enfrenta a otra de las grandes contradicciones de los escritores: apropiarse de las experiencias y vivencias de clases menos favorecidas buscando una narrativa atractiva, sin otorgar reconocimiento. En los libros de autoayuda, el sufrimiento de otros se convierte en un recurso para el éxito personal, ignorando – en el caso de la película a propósito– la responsabilidad ética que conlleva narrar la vida de otros. Con un tapado de piel como vehículo, la historia nos relata un pedido de empatía que le hace Berta a Marta, cuando es la misma Berta la que no concibe esta palabra en el diccionario.
Es inevitable reconocer el concepto marxista en Berta y Marta, ya que ambos personajes, muy estereotipados, cumplen a la perfección con la lucha por dominar y por subsistir, respectivamente. Berta, utilizando sus manipulaciones y generando culpa en las personas indicadas obtiene que otros trabajen para ella. Y Marta, por su parte, lucha por subsistir en un mundo creativo que parece estar regalado a la élite literaria. La diferencia entre ambas es que a una la ausencia de culpa la motoriza a la impunidad.
Muy pocas veces se analiza la escritura como una oportunidad de transmitir experiencias y vivencias, sino que, al menos en el último tiempo, se busca aún más el elemento comercial de los textos. Si vende, quiere decir que es bueno. Si vende, quiere decir que es exitoso. Lo cierto es que esto es apenas una parte de la experiencia porque no se tiene en cuenta el gran enemigo cultural de la época: el consumo irónico. Y esto nos empuja a preguntarnos si el éxito es solo el reconocimiento, entradas vendidas o cantidad de reproducciones; o que las ideas y letras volcadas en esos textos perduren en la memoria -individual o colectiva- por un tiempo determinado.
En esta era del capitalismo de punto y coma al que algunos estamos asistiendo como espectadores, adquiere especialmente atención la figura del ghostwriter. El hecho de que alguien, asintiendo en silencio, escriba en lugar de la cara visible del éxito comercial es una estafa al lector quien, se supone, empatiza con la idea de que quien les habla es la misma persona que figura en la tapa de los libros. De la misma manera, se da una especie de cadena de favores en la que el público lector es constantemente bastardeado porque, en el caso de Berta, ni siquiera lee lo que manda a escribir; por lo que le importa poco la calidad de contenido que entrega porque sabe que va a vender de todos modos por aquello de hazte fama y échate a dormir. La cadena continúa con un director editorial al que tampoco parece importarle el contenido de los textos, porque tampoco se da cuenta que las frases contenidas son de autores universales. El desconocimiento es absoluto en pos de vender más y más.
En línea con esto, el capitalismo voraz obliga a los autores a una demanda constante de producción. Basta con ver entrevistas en las que, en medio de una presentación de cualquier formato cultural, una pregunta obligada es para cuándo saldrá la continuación o un nuevo contenido del autor. Esto impulsa a que editoriales y productoras soliciten más y más a un autor que acaba de parir a su criatura literaria o audiovisual. Y es, en este puerperio, que nace la necesidad de ayuda como un ghostwriter. A veces, responde a limitaciones propias del autor; pero más a un modelo de producción que hay que cumplir.
Con algunos cabos sueltos de por medio, la protagonista sufre una especie de cancelación por su accionar primario de plagiar textos de autores universales como Ghandi o Séneca. La pregunta es, como escribe Tamara Tenembaum en su columna sobre Tár en ElDiarioAR , si el castigo que obtiene a cambio es uno “para construir una sociedad mejor”. Si bien las películas son diferentes y los temas de las mismas son bastante opuestos, es oportuno destacar que para Berta Müller el castigo parece impulsarla a ser un monstruo sin que se le mueva un solo pelo por ello. Y de hecho, recibe la inmediata aceptación y reconocimiento de la sociedad que la aplaude por eso mismo. Entonces, ¿qué tipo de remedio es necesario? ¿De qué sirve la cancelación si no es una solución definitiva al delito que la originó?
Foto de portada: Leticia Obeid. Notas 2010.
Mientras se prepara para su próximo recital, Dani Umpi, que está recién llegado de Uruguay, propone una breve genealogía de los duendes que lo marcaron (y que han reafirmado su condición duendil).
1. Dani Umpi es un duende que está siempre presente y oculto a la vez. Es fácil asociarlo a esta categoría por su aspecto físico –el tamaño pequeño, la cabeza pelada, la mirada pícara– pero esas no son sus únicas cualidades duendiles. Como él mismo explica, el duende siempre está atento, fetichizando los objetos, clasificando y cambiándole el valor a las cosas: al recorte, al papel, a las palabras, al sonido.
2. En “Teoría y juego del duende” (1933) Gabriel Garcia Lorca se refiere al duende como una energía que vive dentro de los poetas. Una fuerza creativa, inexplicable, que excede a la razón. Se distingue de la musa y del ángel: si éstos últimos llegan al artista desde afuera, al duende, en cambio, hay que buscarlo “en las últimas habitaciones de la sangre”, dice Lorca.
3. Un duende debería ser capaz de intrigar, de dejarte queriendo saber más, de convertir cualquier cosa en una joya.
4. Cuando piensa entre los duendes que lo marcaron, Dani destaca el imaginario medieval de William Blake: “La creación visionaria, reveladora, vivir en un estado de creación traduciendo las voces de los ángeles. La escritura mística como una práctica que implica una confianza total en la chispa de la inspiración”. Para criaturas como Umpi o Blake, la mejor decisión es vivir una vida atravesada por los símbolos.
5. Si el artista Diego de Adúriz visita la casa de alguien que acaba de conocer, cambia los objetos de lugar.
6. Una foto del presidente argentino Javier Milei disfrazado de duende recorre internet. Aunque más tarde se revelará que se trata de una foto editada, el fake es suficiente para que algunas personas vinculen su figura con la del duende. Su baja estatura y su imágen siniestra, caricaturesca, “poco seria”, parecen abonar a esta idea. Dani considera que esta visión es muy errada, “pero los duendes siempre tienen muy mala fama, malos entendidos, están para eso”.
7. El duende debería albergar en su cuerpo iguales dosis de inocencia y oscuridad. Debería conocer la muerte. Ser capaz de asustar, de engañar.
8. Dani menciona a Xul Solar: “Nada que agregar”.
9. La teoría del duende que propone Lorca se basa, en parte, en los inicios de la música flamenca. “En toda la música árabe, danza, canción o elegía, la llegada del duende es saludada con enérgicos “¡Alá, Alá!”, “¡Dios, Dios!”, tan cerca del “¡Olé!” de los toros, que quién sabe si será lo mismo; y en todos los cantos del sur de España la aparición del duende es seguida por sinceros gritos de “¡Viva Dios!”, profundo, humano, tierno grito de una comunicación con Dios por medio de los cinco sentidos, gracias al duende que agita la voz y el cuerpo de la bailarina”.
Bien podría decirse que lo mismo sucede cuando los gays de cualquier ciudad rioplatense ven aparecer a Dani Umpi sobre el escenario, cuando lo miran revolear alguna peluca larga o su cabeza esférica desnuda y ya no puede definirse de dónde provienen los gritos histéricos. Si del interior del duende, del cuerpo de los gays, o de un tercer lugar, el portal que se abre en medio de ambos.
10. Dani Umpi tiene una teoría sobre los duendes, pero nunca terminó de desarrollarla. No hace falta. Su existencia es suficiente.
Dani Umpi en La Tangente. Viernes 4 de octubre 20 hs.
Entradas disponibles acá.
Foto de portada: Dani Umpi. La Reina de La NBA. 2017. Collage sobre papel.