2 de enero. Las noticias vuelven a la normalidad después del feriado y me entero de algo que había visto en las redes pero no había querido ver: el gobierno cerró el Centro Cultural Conti, en la ex ESMA. El futuro del resto de agencias que funcionan en el lugar quedó en la incertidumbre, incluyendo los archivos de la CONADEP y otros materiales patrimonializados (con el reconocimiento de UNESCO). En una entrevista radial, una trabajadora detalla los efectos del cierre pero sin desánimo, con neutralidad en la voz.
Ese mismo día, aprovechando la falta de noticias del feriado, TN anunciaba a un cantante de las cercanías de Santa Fe como uno de los nuevos valores de la música nacional. El chico canta folclore con una base de trap. Es un chico blanco que en el video aparecía disfrazado de chacarero, subido a una camioneta Chevrolet entre fardos de pastura para ganado. Parece decidido a destronar a Abel Pintos, pensé cuando lo vi. La letra añoraba un amor perdido, contra un fondo litoraleño de establos y sauces.
¿Tirar una estatua al río es la única forma viable de relacionarse con el patrimonio hoy en día? ¿Qué otras formas hay? ¿Qué hacer cuando no se pueden tirar estatuas al río?
Mucha gente cree que los estudios patrimoniales se ocupan del cuidado de bienes históricos, sitios como Stonehenge o las pirámides. Pero también se ocupan de las relaciones de identificación que los grupos que integran una sociedad tienen con el arte y la historia. ¿Quiénes somos los que nos vemos reflejados en una obra de arte o un objeto cualquiera? El patrimonio refiere a esa relación narcisista por la que alguna cosa nos parece lo más propio o lo más ajeno de todo. ¿Y qué hay del tema en una sociedad como la nuestra, con una divisoria sociorracial muy solapada? Se me ocurren muchas cosas para hacer.
Noviembre de 2021. Veintiséis tesoros del reino de Dahomey están a punto de abandonar París para volver a su país de origen, la actual república de Benin. Entre las piezas devueltas se encuentran las estatuas de madera del rey Ghezo y sus herederos, Glélé y Behanzin, representados con cabezas de pájaro, león y tiburón. Entre muchos otros, estos artefactos fueron robados por las tropas francesas en 1892. Esta es la historia detrás de Dahomey (2024), de la directora senegalesa Mati Diop, que filmó el tránsito de la restitución con la idea de hacer un “documental de fantasía”, como ella dice. La estatua del rey Ghezo habla en off mientras es objeto de todos los ritos patrimoniales: se la desmonta en el museo Quai Branly en París, se la embala en una caja, ficha de registro, zorritas, transporte internacional. Hasta ahí, la película parece un manual para trabajadores de museos.
Dahomey muestra de cerca la bienvenida de los objetos en Benin: el cortejo de estado que reciben las esculturas, finalmente instaladas para que el público las visite. Son recibidas por periodistas, fotógrafos, curadores y figuras del gobierno, como verdaderas celebridades. Mati Diop sigue los lineamientos del enfoque biográfico de los artefactos culturales. Es una forma de estudiar la cultura material que busca comprender la historia de las cosas como si fueran personas que en su trayecto vital van moviéndose por distintos sistemas de intercambio y significación. En el caso de los veintiséis tesoros, pasaron de ser objetos con una significación propia a ser bienes robados, después fueron objetos etnográficos en el museo antropológico de una potencia colonial, y al final… ¿volvieron? a Benin a ser… ¿obras de arte? ¿objetos históricos? Después de narrar el periplo de los objetos entre cajas, vitrinas y fichas de inventario (todo lo que llamaría inmediatamente la atención de unx estudiante de museología o curaduría), viene la parte realmente crítica desde el punto de vista patrimonial: Diop pasa a un aula universitaria donde lxs estudiantes debaten qué son estos objetos que acaban de llegar, y qué valor tienen.
Justamente las discusiones atraviesan todas las capas de disonancia patrimonial. Algo hace ruido en el hecho de recibir estos nuevos monumentos como una especie de dádiva de parte del antiguo opresor colonial. Los objetos se muestran como arte en un museo: dos cosas que en las lenguas oriundas del continente africano encuentran difícil equivalencia. Celebrar su regreso también es celebrar el proceso de restitución mismo como si fuera un proceso logrado, algo lindo que hacen los países (devolverse objetos que se robaron, como niños después de una pelea). En la idea de poner algo en un museo como si no hubiera pasado nada, hay una forma de disociación. Además, Francia se quedó con la mayoría de los tesoros, devolvió menos del 1% de todo lo que tiene. Además, Francia es un país decadente. Además, el gobierno de Benin convierte la restitución en un acto publicitario. Etc. etc.
De repente la vida de los objetos de madera y hierro es una vida de celebridades: hay un montón de actividad y bullicio a su alrededor. No se sabe qué son (si son arte o no), pero se habla mucho de ellos. Desde el punto de vista del enfoque biográfico, esta conversión de las estatuas en celebridades polémicas es el verdadero efecto patrimonial de la restitución.
Me pongo a pensar si, a la larga, los celebrity studies y el patrimonio no van a confluir en una carrera nueva que tenga un poco de las dos cosas. Pienso en Moria Casán: parte de su fama está inventariada en objetos, memorias, fotos. Ella misma es una especie de museo brillante. Los veintiséis tesoros de Dahomey se desempeñan como grandes estrellas.
Pero este carácter celeb de los referentes patrimoniales es posible sobre un sustrato de políticas culturales e institucionales. De hecho, una crítica de algunas de las voces que la película recoge es que los tesoros que ya fueron trofeos del expolio ahora se convierten en trofeos de una especie de identificación nacionalista de parte del gobierno de Benin.
“Cuando los hombres están muertos, entran en la historia. Cuando las estatuas están muertas, entran en el arte.” Así comienza el documental de Chris Marker y Alain Resnais sobre arte africano, Les statues meurent aussi (1953). Dahomey tiene una mirada menos pesimista. El proceso que narran Marker y Resnais (la conversión del arte africano en el invento del arte africano de parte del coleccionismo europeo) en Dahomey se invierte, o continúa en una dirección nueva: la etapa del fortalecimiento del estado (por viejo que suene) en el contexto post imperialista y multipolar que hoy vive una parte de África.
Nosotros estamos en el cuadrante inverso: a juzgar por sus políticas públicas, la sociedad argentina se está despatrimonializando, está en un proceso deliberado de reducción patrimonial. Y no me refiero solo a los recortes de presupuesto: grupos y discusiones que tenían una realidad patrimonial nítida, como las políticas de memoria, se están perdiendo. El relato patrimonial gris y monótono en torno a los antiguos éxitos del orden conservador se ve como un monumento chiquito y abandonado en un país dedicado al extractivismo.
El fin de las políticas de memoria va de la mano con un andamiaje muy preciso para desacreditar y silenciar la problemática de derechos humanos en sí misma. Pero también es la presentación en sociedad de algo parecido a una purga patrimonial, un reajuste violento de los que consideramos los objetos y discursos significativos para la identidad nacional.
Dahomey nos muestra un camino de puntos que se puede recorrer al revés. En la película, las decisiones al nivel del estado y las instituciones (la inversión pública en museos y universidades, la acción diplomática, etc.) permiten la devolución de los tesoros y, como efecto de ella, la discusión patrimonial entre les estudiantes. El camino opuesto es difícil, pero no imposible. La discusión social de lo que consideramos patrimonio, lo “propio” y lo “ajeno” de los grupos que integran nuestra sociedad, en el futuro va a dar sustento a que se desarrollen políticas culturales concretas. La discusión precedería a la acción. Pero para eso hay que dejar de lado lo que creíamos que sabíamos que nuestra sociedad es (y no es).
Las condiciones en Argentina no podrían ser mejores: cuando el estado se conduce con violencia, es el momento para poner en discusión la cultura que creíamos nacional en primer lugar. (Sabemos que el estado no va a hacerlo, y tampoco va a fingir que lo hace, porque está muy ocupado mirándose en el espejo de la presidencia de Juárez Celman.)
Estos procesos de destrucción en sí mismos pueden ser objeto de nueva creación patrimonial. Pero hay que tomarse el tema con frialdad, con mucha perspectiva. Estas épocas necesitan una mirada fría, que permita establecer datos. Más que los discursos indignados, sirven los registros, que en el futuro van a poder establecer dichos y hechos.
¿Quiénes son las randeras? Si te pidieran que las presentes formalmente…
Son un grupo de mujeres de El Cercado, en Tucumán, que tejen una técnica de encaje a la aguja heredada de la época colonial. Hoy son una cooperativa de trabajo, desde el año pasado, que aglutina a treinta tejedoras. Al principio, cuando me puse en contacto, había muchas tejedoras pero muy metidas en lo suyo… cada una en su casa. Yo trabajaba con Claudia Aybar y algunas vecinas que se acercaban, pero no era el grupo que hoy forma la cooperativa. En El Cercado, de donde es la técnica, sabemos que hay unas 50 mujeres que practican la randa, pero el grupo que se organiza en la cooperativa son treinta. Claudia es la referenta. Las reuniones son en su casa. Ella convoca, aglutina y coordina el grupo.
¿Desde cuándo trabajás con ellas?
En 2011 comencé a trabajar con las randeras. Yo volvía de Barcelona, luego de finalizar mi doctorado y comencé a trabajar para la Universidad Nacional de Tucumán en el armado de la tecnicatura en diseño de indumentaria y textil. En paralelo me convocaron para trabajar en un manual técnico de la randa, la hipótesis era que esta técnica estaba desapareciendo…
¿Cuándo te diste cuenta de que había más vida en la randa de lo que parecía?
La primera impresión que tuve era que no había tantas mujeres tejiendo ya, y las que tejían no le encontraban más que sentido personal al hacer, ya que se vendía poco y tampoco se difundía tanto. La mayoría de las tejedoras eran adultas, casi no había jóvenes que quisieran aprender la técnica. Así que mi acercamiento fue para intentar pensar junto con ellas qué se podía hacer. Lo que a mí me hace dar cuenta de que la cosa estaba más viva de lo que parecía, es cuando me empiezo a involucrar, empezamos a organizar ferias, programas de extensión con la facultad, exposiciones… y me impresionaba que no paraban de tejer. Y cada vez que nos veíamos había más randas… Empezaba a identificar quién era cada una a través del tejido, empezaba a conocerlas a través de decisiones de motivo, dibujo, puntada, a partir de esa superficie que describo como superficie testigo, que cuenta cosas de sus madres, de sus abuelas, de su territorio. Y ahí me hace el clic de entender que la randa no era para nada algo que se estaba perdiendo sino que lo que se había perdido era su mundo, las mujeres lo hacían todo el tiempo. Lo que había que propiciar era la apertura para que eso se muestre, porque se iban apilando estas piezas en cajitas o en el costurero… Yo al principio pensaba en estrategias de diseño, en hacer innovaciones que garanticen la pervivencia de estas prácticas. Y ahí es cuando me doy cuenta de que no, que no había que cambiar nada, lo que había que hacer no era adaptar las piezas al mundo, sino crear un mundo para esas piezas. Ahí aparece Mumora, el Museo Móvil de la Randa. Ahí aparece el arte, como ese mundo nuevo para lo que ellas hacían.
Al principio tu rol era como el de una experta que tenía que relevar las técnicas…
Sí, porque encima ese tejido, la randa, tiene una tradición propia, que convive con técnicas prehispánicas, pero la randa es heredada de la colonia. A fines del siglo XIX, principios del XX, se hacían concursos de randa, había una voluntad de “rescatar” la técnica, y lo digo entre comillas porque he llegado a ponerme un poco incómoda con esa idea del rescate.
En algún momento el arte se apropia de las tradiciones que antes circulaban como artesanía o arte popular… Me llamó la atención que de tu lado sí está presente el concepto de artesanía…
Artesanía o arte popular, artista, artesana o tejedora, cada una se nombra de la manera que mejor le sienta. Las randeras se nombran a sí mismas randeras, maestras artesanas en muchos casos… Si ellas se nombran de esa manera, hay que respetar esa manera de concebir lo que hacen. Pero es una etiqueta que también puede introducirse en el campo del arte, como el arte puede introducirse en el campo de la artesanía. Estos conceptos construyen fronteras, y justamente el trabajo que estamos haciendo con las Randeras es tratar de trascender esas fronteras. Sus tejidos a veces pueden verse, tocarse y consumirse como arte, otras como artesanía, y así, el tejido es el mismo, las randeras son las mismas, lo que cambia es el mundo en el que se inscriben las piezas.
En un momento tuve la oportunidad de trabajar con un artista japonés, Katsuhiko Hibino. He trabajado con él primero en Buenos Aires en BienalSur, y después me invitó a Japón. Él trabaja mucho desde técnicas y oficios tradicionales, y me había invitado a trabajar a partir de la técnica de la randa, desde el proceso de construcción del tejido. Pero lo que me ha pasado en Japón ha sido entender cómo tienen incorporadas esas prácticas artesanales en su vida cotidiana, y que todos los objetos de uso diario son artesanales, la artesanía está todo el tiempo en uso, y hay toda una cuestión ritual alrededor de eso dentro de la vida cotidiana. No buscan estabilizar el objeto en un museo sino ponerlo en funcionamiento. Nosotros tendemos a meter todo en cajas de vidrio, como si conservar fuera eso. Y para mí conservar es dinamizar, yo quería dinamitar la caja de vidrio y sacar los tejidos a la vida cotidiana.
¿Y tu trabajo sola cómo empezó a convivir con el trabajo con las randeras?
El textil siempre estuvo presente en mi obra, pero cuando empecé a adentrarme en el trabajo con las randeras me daba temor cometer una especie de falta de respeto, o atravesar una línea que no tenía que pasar. Entonces de alguna manera cuando hacía mi propia obra lo hacía de una manera diferente. Eso sigue estando presente hoy, esa tension entre lo comunitario y lo individual. Para mí es una tensión que mantiene las relaciones, hace que yo pueda seguir acompañando a las randeras y que ellas también puedan ver de dónde vengo yo.
Entonces fuiste aprendiendo esas técnicas pero las usabas vos, de una manera como más libre. Pero en tu obra no colaboran ellas directamente…
Claro. En mi obra los textiles están tejidos, teñidos, afiebrados y bordados por mí. Cuando trabajo con otras mujeres, cuando se muestran sus tejidos en la obra, la autoría es colectiva o en colaboración. Es una línea importante, a mí me incomoda cuando veo obras de artistas que trabajan con piezas tejidas por otras personas…
Esa ambigüedad…
Eso no pasa.
Pero sí fuiste aprendiendo…
Fui aprendiendo, fui incorporando las técnicas, como un muestrario. Siempre uso esas palabras: muestrario, dechado… De alguna manera mi trabajo no deja de vincular la investigación con la práctica artística. Considero mi trabajo como una plataforma de difusión, como un territorio de discusión y debate, como la punta del hilo que permite abrir ciertos temas y contar sobre la vida y las formas de vida de otras personas.
¿Y Textiles semillas [su proyecto con Andrei Fernández] cómo comenzó?
Con Andrei, nosotras nos conocemos hace mucho tiempo, hemos estudiado en la facultad de arte, yo soy un poquito maś grande, no hemos sido compañeras pero sí hemos tenido un recorrido similar, sin querer, respecto a que las dos hemos empezado a trabajar con grupos de tejedoras, aunque ella trabaja hace mucho tiempo con tejedoras wichi y yo con las randeras, y si bien son comunidades muy diferentes y distantes, y su quehacer textil también es muy distinto, durante mucho tiempo nos encontrábamos con Andrei en diferentes lugares, nos encontrábamos cada vez que podíamos para intercambiar nuestras experiencias con estos grupos de tejedoras. Y en estos intercambios siempre observábamos que había problemas similares, o que había problemas que a las dos nos preocupaban, podíamos hacer espejo de lo que cada una estaba viviendo con estas prácticas artísticas desplazadas. Y cuando tuvimos la oportunidad de empezar un proyecto, pensamos que lo que tenía que suceder, la semilla del proyecto, tenían que ser los encuentros, que así como nosotras nos habíamos ayudado mucho compartiendo experiencias, queríamos generar que se encuentren los grupos, los colectivos de tejedoras. Y que de algún modo también ambas podíamos desplazarnos de los lugares que ocupábamos en esos grupos, y pensar juntas en ser anfitrionas de estas prácticas y de estos grupos dentro del terreno del arte. Y así empieza Textiles semillas, pensando que lo importante era el encuentro, el intercambio, la reciprocidad. Que podía ser fructífero que quienes se encuentren sean las tejedoras mismas.
En muchos de tus trabajos, y también en el trabajo que hacen en el Mumora y con Andrei, aparecen sistemas de presentación, con madera o con hierro, y van pasando distintas cosas. Es una pregunta que acompaña al textil muchas veces. Como buscar algo duro que sostenga, que simplemente puede ser una percha, o los huesos..
A mí me cautivaba mucho, reparaba mucho en el momento cuando las randeras están bordando sobre el bastidor. El acto de tejer es una performance en sí misma, en estos actos aparecen dispositivos que facilitan ciertas tareas. El bastidor aparece en un momento clave del proceso de la randa. Ellas usan el bastidor para bordar y después la pieza sale, la almidonan, y la pieza circula fuera del bastidor. Para mí ese lugar de tránsito en su proceso de trabajo empezó a ser importante. El bastidor es como un primer cuerpo que ocupa la tela, que después ocupa otros cuerpos: mesas, personas… Y también es importante que el textil se vea desde todos los lados, más allá de que haya un lado concebido como un revés y un derecho, yo intento desarticular esa lógica, y dejo verse lo de atrás, o los bordes, y mostrar las piezas como tridimensionales… La randa tiene una característica particular que es la traslucidez, todo el entorno entra a través de ella. A su vez es un tejido realizado a base de nudos, el tejido nunca puede desarmarse, destejerse. Las características morfológicas de los tejidos, permiten comprender aspectos de las personas que los hacen, de los vínculos que se producen entre quienes comparten esos idiomas.
Esa cosa medio arácnida que tiene…
Otra cosa importante de dejar el textil sin el vidrio es la dimensión de lo táctil, que es clave en la experiencia estética con el textil. Siempre que estoy cerca y viene gente a ver yo invito a tocar. En los museos no habilitan esa experiencia, por la conservación y blabla, pero el textil tiene una vida. Es un material muy frágil y generalmente todas estas técnicas se hacen con materiales orgánicos…
Y, ¿cómo aparece la escritura? Escribís mucho, ¿desde siempre?
Considero la escritura como un registro, una descripción de lo que hay en un trabajo que es imposible ver cuando uno ve un objeto. Me gusta mucho contar, y darle contexto a las cosas, y nombrar a las personas, que siempre son muchas. La escritura puede contener los distintos aspectos de las experiencias que son lo que intento describir cuando busco palabras, describir experiencias. Pienso que las técnicas son análogas a procesos de construcción de memoria e identidad, para manifestar esas analogías necesito escribir. La técnica te permite pensar algo. La red, la randa, también son analogías. Hay algo que se piensa, es diferente cuando uno hace una red, cuando hace fieltro, bordado… los recorridos del pensamiento son distintos. Empecé con la performance, y al final en la performance ya estaba en hacer el textil, en la acción del cuerpo. Muy al comienzo de mi carrera, yo ya trabajaba con el textil y la acción pero más como desde la performance… Yo venía haciendo ejercicios, performances duracionales, en relación con los vestidos, cómo se descoloran… Me metía en una bañera con un vestido que se descoloraba… Como que nunca dejó de estar presente el cuerpo y la práctica que va depositando el pensamiento. Tejer con lana… cuando hace calor en Tucumán no podés agarrar lana porque se te pega. Me gusta trabajar con un material acorde al lugar, a la temperatura. Podés forzar todo, sí, encerrarte y encender el aire acondicionado. Pero siento que pasan otras cosas cuando puedo tomar el pulso del entorno, trabajar con el material, la luz y los ánimos circundantes.
El viernes fui al cine a ver una película, La Sustancia. Tomé un Uber. Las salas de cine cercanas la proyectaban únicamente doblada al castellano. Una vez les escribí, les dije que el doblaje arruina el cine, la persona encargada de administrar las redes del cine en cuestión contestó: “el idioma de la película lo designa la distribuidora y es dependiendo de como trabaja la primera semana, siempre trabaja más la película con doblaje, lamentablemente es así, por más que no lo crea”. La única sala donde la estaban proyectando en idioma original está en un shopping en Yerba Buena, una localidad próxima a la capital tucumana, como a media hora en auto desde casa, en Barrio Sur. Llegué a tiempo, compré una entrada, salí, fumé un porro, volví a entrar. Compré pochoclos y una soda. Todas eran parejas, algunas citas, otras amistades. No había grupos. Solo parejas y yo, un individuo. Me senté en la última fila. Cuando la película comenzó había terminado los pochoclos y bebido más de la mitad de la soda. Vi a Demi Moore después de mucho tiempo, la última vez fue en una película llamada G.I Jane, del director Ridley Scott, una gran película.
En Argentina en 1991, una joven modelo, llamada Araceli González, realiza una publicidad para la marca de ropa By Deep, inspirada en Ghost, el film que un año antes había marcado el éxito de taquilla protagonizado por Demi Moore y Patrick Swayze.
La película La Sustancia habla sobre la ambición exacerbada por la belleza, la búsqueda descabellada de una mejor versión de vos misma, el éxito a cualquier precio. Tu peor enemigo sos vos. La soledad, la auto percepción, la desintegración del cuerpo humano, el capitalismo, el sexo, los fármacos. La sangre brota a borbotones, los cuerpos se abren.
Discuto con Ana, una amiga, “por momentos la película me aburrió” le digo. Ella me habla del mensaje, y de cómo le impresionaron ciertas escenas. Me doy cuenta de que el mensaje es lo último que me importa, y que la película se esmera demasiado en impresionar. Sin duda lo logra, pero no en mí, sino en otras personas, como Ana. “Quedé impresionada”. Lo fascinante dura poco, pienso. Demasiada información anula cualquier posibilidad de misterio ¿Dónde está esa zona oscura que hace trabajar a la imaginación?
Cuando era un niño, jugaba en un patio, en una casa, con un amigo de la escuela, abríamos sobres de kétchup y lo arrojábamos sobre nuestra piel, nos tirábamos al piso y fingíamos estar accidentados, cara, cuello, ombligo, piernas y espaldas manchadas con chorros de kétchup. La cantidad de kétchup justa y necesaria para que esa mancha sobre la piel luzca como una herida. Era verano, estábamos de short, esa noche cenamos milanesas preparadas por su madre, comimos ocho cada uno.
En la serie de televisión Girls, emitida en la cadena HBO, la protagonista, una joven escritora, se involucra adrede en situaciones en las que normalmente no se involucraría, y justifica este accionar diciendo “lo hago por la historia”, buscando una materia prima para escribir sobre algo excitante o fuera de lo común.
Hay un capítulo de la serie televisiva Seinfeld, en que el personaje de George Constanza se propone hacer todo lo opuesto a lo que normalmente haría, el capítulo se titula The opposite, el opuesto. George comienza a aplicar este método, por ejemplo, en una cita en el cine una pandilla les arroja pochoclos a él y a su acompañante. George, que normalmente es sumiso y cobarde, se levanta del asiento con ímpetu, y amenaza al grupo de jóvenes, dejándolos atónitos, ganándose así la admiración de su cita. Últimamente comencé a aplicar este método en ciertas ocasiones. No puedo afirmar que mi vida haya cambiado, pero sí me llevó a situaciones a las que no hubiese llegado de no ser por esto.
En este momento hay un almuerzo familiar en casa de mi padrino. Celebran que los estudios médicos le salieron bien y que podrá disfrutar de unos años más de vida. No tenía ganas de ir. Fui a su cumpleaños hace un mes y le regalé un vino y una billetera. Siento que ese gesto me libera de tener que ir hoy. Tuvimos una conversación amena en la que él me explicaba cómo funciona una parrilla portátil que compró. Fue la primera conversación que tuvimos a solas después de 20 años.
Foto de portada: Alejandro Kuropatwa. “Sin título”, de la serie Coctel. 1996. Colección MALBA.
¡Qué lindo imaginarse a las máscaras chané volando, repartidas en las callecitas aledañas a la manzana de las luces! Era la maqueta de un sueño, más exactamente un experimento con el patrimonio para una clase en la FADU, un objeto que me llamó la atención en la última muestra de Marcia Schvartz: en las caras internas de un soporte tridimensional con forma de pecera, fotos de monumentos y distintos edificios del patrimonio nacional, con algo de la mirada 360 del street view y, pegados encima, algunos íconos del arte indígena de nuestro territorio como las máscaras de animales del areté guazú, el gran carnaval de muchos pueblos del Chaco.
Ver estas máscaras flotando desprolijamente sobre el paisaje de Plaza de Mayo fue muy ilusionante, y me reconfortó de inmediato. De repente parecía posible pensar en otras relaciones entre nuestra sociedad y los distintos grupos que la integran o, cuanto menos, la padecen. Parecía posible pensar en las comunidades indígenas de nuestro país con alegría, trazando (con la impunidad de un lápiz muy infantil) relaciones entre la historia cultural heredada y un cúmulo de objetos que la cuestionan. Viendo las máscaras, me pareció que nuestras formas de relacionarnos con los animales y con el espacio también podían cambiar y que esas máscaras que representan al arte indígena, siguen acá, que su historia no terminó de escribirse, que todavía está en el futuro. ¡Qué iluso! Tener esta sensación moderadamente dulce, de anhelo del futuro, ya es mucho. Este momento de esperanza con la historia frente a un trabajo de Marcia Schvartz debe haber durado cinco minutos.
Después, la ilusión no era fácil de transportar al resto de los trabajos de Schvartz: sus muchas series de pinturas y objetos que ocupaban varias salas de la galería, y que también hacen eje en el conflicto étnico y en la historia cruenta del territorio argentino, en especial del norte del país, ofrecen otro repertorio de emociones.
Una de las ideas pendientes sobre el trabajo de Marcia Schvartz es el nacionalismo, pensé en ese momento. Y también pensé en la poca predisposición que tuvo el discurso de la izquierda nacional para apropiarse de los reclamos indígenas en tiempos recientes. Esta predisposición negativa en muchas ocasiones se manifestó como silencio, pero también como desprecio o sospecha hacia las cuestiones indígenas. De la misma manera (había una vez, en los años 1990…) la pintura quedó descalabrada, fuera de eje para dar respuestas a la época y se enojó con las respuestas que empezaban a aparecer por fuera de ella misma.
Schvartz es, de las pintoras de su generación, una de las que más hincapié hizo en señalar que la Argentina no es un país formado por colonos europeos, cuya historia es la de sucesivas oleadas migratorias (un planteo que sus élites culturales primero rechazaron y luego convirtieron en una imagen narcisista). Series como las de las indias, los morochos, el norte negro… ella misma dijo haber sido criticada por estas imágenes, que empezó a pintar, casualidad o no, a comienzos de los años 1990. Pero recorriendo las series de estos trabajos (series en serio, bien reiterativas) hay algo que no llega a cuajar de una forma que resulte habilitante para una discusión actual. Sobrevuela una imagen luctuaria del paisaje del norte y las comunidades que lo habitan. Me pregunto qué es, y qué tiene de diferente la maqueta de los edificios históricos de la ciudad de Buenos Aires ocupados por las máscaras del areté guazú, que la hace tan especial. Puede ser que el carnaval del Chaco, y en especial las máscaras de los chané, se convirtieron en un símbolo de la vida contemporánea de las comunidades indígenas. Son símbolos de vida, de resistencia (la resistencia mítica del yaguareté contra el toro). En cambio en las pinturas, todo es duelo, desolación, ultraje.
¿Será eso?
En el imaginario y en el territorio a la vez
Para un militante urbano de una agrupación como La Cámpora, en 2012 o 2013, la palabra “indígena” podía ser sospechosa, una idea artera, generadora de malhumor y desmotivación. El argumento de que los reclamos indígenas son falsos, porque los mismos indígenas son inventados, recibía en sus manos un extraño tratamiento por izquierda: se suponía que todo reclamo indígena era una operación contra el gobierno nacional. Era raro este argumento, a la vez que viable, si consideramos que los gobiernos kirchneristas hicieron más que muchos otros gobiernos, y sin duda más que muchos gobiernos provinciales, por el desarrollo de la política indígena. El problema podía ser múltiple (donde múltiple involucra la relación con las provincias, con la tenencia de la tierra, con la acción de agencias extranjeras a través de los objetivos de desarrollo sostenible y programas afines) pero se reducía a la imposibilidad de estructurar, a través de la política cultural indígena, una identificación entre las bases y el ideal ético al que aspiraba la conducción.
El gobierno nacional se imaginaba cómodamente discutiendo la renta nacional con trabajadores, y no se imaginaba tan cómodo respondiendo en otras circunstancias. En el campo popular según el ideal kirchnerista, había trabajadores que ganaban sueldos dignos, y no había tanto más por fuera de ese estereotipo. El reclamo indígena en estas condiciones no significaba solamente levantar una bandera distinta que la bandera argentina, que es lo que se les reprocha a las comunidades indígenas desde la derecha. Ni siquiera significaba el enfrentamiento con industrias como la minería. Implicaba discutir el ideal que debía regular la autopercepción de las clases proletarias de una Argentina dirigida al desarrollo industrial. El problema no era que los indígenas existieran de verdad (problema que sí es fácil de graficar en los gobiernos de derecha), sino que quisieran existir en el imaginario y en el territorio a la vez, que tuvieran reclamos.
Esto ocurría mientras, en otros ámbitos de la movilización mental kirchnerista, la reescritura de la historia era una agenda prioritaria. La estatua de Juana Azurduy le sacaba el lugar a la de Cristóbal Colón mientras las figuras indígenas de la revolución de mayo campeaban en los episodios de Zamba (serie a la que volveré). Es decir que, en ese país desconocido que es el pasado, la reivindicación indígena iba viento en popa. De donde llegamos (volvemos) al lugar diferido que ocupa el paisaje social del norte del país si lo proyectamos sobre el patrimonio histórico (como hizo Marcia en su querida maqueta) y sobre el arte de la posdictadura (como hizo en sus pinturas).
Indios y mestizos en la Argentina de Marcia
Decía Schvartz en una entrevista con infobae: “Cuando empecé con la serie de las indias, había mucha gente que me apoyaba fuerte y dejó de hacerlo… Me decían ‘ay, viste cómo pinta tal’ y no sé qué y abominaron lo que yo estaba haciendo. Y estoy hablando de gente importante del mundo del arte y también de críticos. El racismo acá es tremendo. Estuve diez años pintando a las indias, los ríos…. No podían entender cómo había podido hacer eso y encima algo latinoamericano. Una marchante me dijo en la cara que a mi público todo lo que sea latinoamericano no les interesaba.”
Para el arte de los años 1990, el norte es un territorio disputado. Marcos López retrataba la vida de inmigrantes y sus usos del “folklore” (de una forma racialmente marcada) mientras Restany señalaba la invasión de nuevos ricos, hombres de negocios llegados “de las provincias del norte”. Es probable que Restany repitiera opiniones que le escuchó a la clase cultural blanca de Buenos Aires, la misma que se reía con los personajes de López.
En este panorama, las indias y los paisajes de Marcia remontaban otra tradición, más propia del pensamiento nacional: la que entiende la historia argentina a través de la de la colonización de ese territorio.
Los “antiguos pueblos” del norte fueron el descubrimiento que el estado argentino necesitaba; sus vasijas y paisajes encantados, el testimonio de que la cultura indígena ya había sido completamente desestructurada, convertida en la argamasa del modo de producción colonial. El habitante del Noroeste fue movilizado en las guerras mentales de la generación del ‘80 contra la inmigración y, después, del revisionismo de Buenos Aires contra la historiografía de Mitre y la apertura exportadora. Pero la historia del contacto del estado con las comunidades indígenas no había terminado, ni de lejos. Mientras Guido y sus amigos se disfrazaban de cholas, el ejército cometía matanzas en Formosa y Chaco. No es casual que el mismo año que se produce la masacre de Napalpí, Guido firme la chola desnuda: de ambas cosas se cumplieron 100 años este año. Sin embargo, de la chola de Guido hay muchísima historiografía, los historiadores del arte prácticamente se han cansado de interpretar esa pintura, mientras la matanza de Napalpí apenas lleva dos años como un hecho reconocido por el estado.
Observando las indias de Schvartz queda una sensación extraña, de disonancia y continuidad con las ansiedades etnográficas de comienzos del siglo XX. Reconocerles a las indias un lugar en la sociedad, aunque sea un lugar yacente y desnudo, supone una conversación sobre las masas racializadas, en las que puede surgir la conciencia étnica como conciencia de la injusticia. Pero es el punto de vista lo que está fijo y lo que ancla estos trabajos al pasado. Las indias en sus cuadros no pueden moverse. La nación, la idea de un artista nacional, y los grupos subalternizados o sometidos a violencia por esa nación, tienen relaciones confusas, difíciles. El pintor se instala en el territorio como el geógrafo, el agrimensor o el cura, con un saber nervioso, tenso. Si el público de Schvartz debe (y no sabemos si debe) identificarse con las figuras de sus retratos, es porque la pintura misma se identifica con una cámara, con una mirada científica y objetiva del otro. La pintura, como la entiende Marcia Schvartz, supone una relación de intercambio asimétrica. Y esa asimetría depende de la identificación de la pintura misma con la nación.
Marcia de la gente
En 2021 Mariano López Seoane publicó en revista jennifer un texto, titulado “mamita querida”, en el que brillantemente resume a Schvartz, pero también le concede una intepretación reparadora: López Seoane relee su entrevista con Laura Ojeda, ordena sus declaraciones, revisita el odio por el arte light y presenta con mucha distancia a los críticos y curadores que participaron del dossier, editado por la misma revista, en el que los errores de Schvartz son individualizados como en uno de esos operativos en los que la policía ordena la evidencia para sacarle fotos: las armas de tenencia ilegal, las bolsitas de droga, los billetitos ordenados al costado. Que se distingan con nitidez todos los errores que comete una persona, que no falte ninguno.
Me pregunto si no es posible hacer lo inverso y, a partir de las querellas de Marcia, leer una discusión política que la trasciende. Hasta aquí se revisó la discusión para hurgar en las motivaciones psíquicas, la historia personal o la trayectoria profesional de Schvartz.
En una de tantas boutades, se le atribuye a Marcia Schvartz haber dicho que ella bancaba a los putos peronistas, pero no a los maricas que vinieron después, los bijuteros del Rojas.
No hay mucha maldad en la noción de que el arte del Rojas implicaba una piedra en el zapato, una ruptura del ideal ético que había gobernado las posiciones de la izquierda nacional a la fecha. En esas posiciones, hay un pueblo, una clase intelectual (que debe mirarse al espejo para saber si refleja adecuadamente a ese pueblo) y hay un duelo que hacer: el duelo por los crímenes de la dictadura, crímenes de nuestra nación. Pero, ¿que pasaría si alguien se negara a hacerse cargo este de duelo? El arte light fue juzgado así (como light) a la luz de ese pasado que quedaba sin reclamar.
Y cuando Marcia dice que ella “sí banca” al puto peronista, intuyo que quiere decir que banca a un puto aculturado, desestructurado como puto y estructurado como militante, un individuo sometido al ideal ético de la nación.
Zamba, en el episodio sobre los pueblos originarios (de 2015) viaja en el tiempo (en una máquina especial) para llegar a una comunidad guaraní que está punto de celebrar el areté guazú. Que un chico formoseño de la localidad de Clorinda tenga que viajar en el tiempo para tener contacto con la población indígena da una idea de qué tipo de relación se imaginaba el estado con las comunidades. Pero eso no importa. Importa otra pregunta: ¿qué hubiera pasado si los que viajaban en el tiempo, hacia el futuro, eran los indígenas? Habrían empezado los conflictos (como empezaron, de hecho, cuando el futuro llegó).
El problema de la nación no es separable de la pintura. Y lo mismo que el estado se queda sin herramientas cuando una comunidad señala la disonancia con el ideal nacional, la pintura se queda sin herramientas cuando aparecen formas bastardas de construir historicidad, de construir relaciones con el pasado y con el presente que no pasen por la avenida central de la identidad nacional. Para el relato de la izquierda nacional importa poco lo que seas, importa mucho lo que quieras ser.
Las indias de Schvartz tienen este molde. La pintura está estructurada como un lenguaje dador de nacionalidad. La muchachada indígena, en cambio, la integran personas que reciben la nacionalidad, la quieran o no. El matrimonio de arte y nación no plantea disonancia (ni en Schvartz ni en otros de los pintores argentinos), pero el indígena sí. Entre los términos indígena, arte y nación, el primero es siempre el tercero excluido.
¿Qué sería de aquel que osara afirmar la existencia de un arte indígena, un arte que no necesitara de la nación, sus aparatos, sus escuelas, su ortografía, sus clases de pintura? Inmediatamente se le diría, o que es falsamente indígena, o que es falsamente arte, que es mera artesanía. Pero en el fondo del problema, lo que molesta no es la artesanía, y los trabajos recientes de Schvartz lo dejan en claro. Lo que molesta es que una idea del arte sostenida desde la nación y el estado no puede, nunca pudo, lidiar con sus propios cúmulos de disonancia, con la perplejidad de su propio punto de vista.
¿Como atarías lo que estuviste haciendo, las personas con las que trabajaste últimamente, si te tuvieras que presentar?
En estos últimos años me empecé a presentar como curadora, pero es una interpretación libre de qué significa ser curadora. Y también es una propuesta de cómo podemos hacer curaduría o trabajar en el arte desde aquí, desde el norte de Argentina, donde yo vivo. Ahora estoy viviendo en Tucumán pero la última década he vivido especialmente en Salta. En territorios rurales más que nada, trabajando con comunidades. Hace mucho que pienso en eso: cómo desarrollar una práctica que tenga sentido aquí, que no esté mirando hacia las grandes ciudades. Acá en Tucumán yo pasé por la facultad de artes, estudié artes plásticas, y siempre nuestra educación ha estado con la mirada puesta en lo que se hace en Buenos Aires, lo que son las problemáticas y las poéticas también de la ciudad de Buenos Aires. Siempre hemos estado muy atentas a eso y a todos los relatos de la historia del arte eurocéntrico.
…Y desde que terminé la facultad, hace veinte años, estoy pensando qué hacer. Muchas veces pensé en desvincularme del arte. Porque pensaba que no tenía sentido, al menos desde acá, esta idea del arte contemporáneo. Y entonces me dediqué mucho tiempo a proyectos de economía social y comunicación comunitaria. Ahí es donde empiezo a modelar mi práctica de otra manera, con muchos contactos con organizaciones y activistas de derechos humanos, sobre todo grupos vinculados a personas desaparecidas, o ex guerrilleros. Acá en Tucumán ha habido un foco de guerrilla popular muy grande. Empecé a trabajar con los sobrevivientes de ese intento de revolución y con sus familiares…
¿Cómo era el trabajo?
Trabajaba en diferentes proyectos, en escuelas, radios comunitarias… buscaba trabajo, hacía distintas cosas pero eso fue guiándome por donde ir, modelando mi práctica desde otras miradas, desde otros grupos. Cuando estudiaba arte sentía que no sabía con quién dialogar, o para qué hacer desde ese lugar. Nunca me interesó irme a vivir a Buenos Aires, que es el paso te diría que obligado si uno estudia arte acá o quiere tener una carrera profesional en el arte. Yo me metí a trabajar en las Yungas apenas me recibí. Después me fui a vivir un tiempo a Cuba, a La Habana, a trabajar en un centro cultural. Y cuando volví me empecé a vincular con las tejedoras. Cuando hubo una gran movilización por la nueva ley de medios en 2012, yo trabajaba como tallerista en un programa del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria que era de radios rurales. Unos amigos trabajan ahí y necesitaban a alguien que se anime a viajar a los lugares, a los que es difícil llegar, y a escuchar a la gente y ayudarla a armar sus proyectos políticos comunicacionales… y ahí me metí. Eso me vinculó al INTA y eso después me llevó a trabajar con tejedoras, por mi formación artística…
Trabajabas en comunidades a las que llegaba el estado…
Si, sobre todo el INTA. En esa época había un grupo trabajando adentro que estaba repensando la institución, y qué se podía hacer… obvio que todo eso ya se fue anulando. Empecé por esos años a trabajar con tejedoras del pueblo diaguita, en Seclantás. En el 2015 fue que entré en contacto con tejedoras Wichí.
¿Cómo fue?
Cuando conocí a las wichi noté que estaban bastante aisladas… No conocían a otros pueblos, ni conocían muchas cosas del presente. Esa zona del Gran Chaco, la triple frontera (de Argentina con Bolivia y Paraguay) es la última zona que se anexa el estado argentino, ya entrado el siglo XX. Pero estaban muy lejos de tener contacto. Recién cuando empieza el gobierno de Néstor, el Estado llega con todo.
¿Cómo creés que cambia la relación con el tiempo propio de la comunidad, y con el pasado?
Ellas siempre hablan de eso. Yo trabajo más que nada con comunidades Wichí pero también con otras tejedoras, diaguitas calchaquíes y coyas, ellas lo dicen: insisten en ponernos en el pasado pero nosotras estamos en todos los tiempos. Se mezcla esta idea del pasado y el futuro, contrariamente a lo que se cree desde otros relatos, que las vinculan con lo arqueológico. Eso me sorprendió mucho cuando empecé a tener contacto. Además, de las mujeres wichí siempre se muestra una imagen estereotipada, que están tristes, sufriendo, que son muy pobres. Cuando conocés las comunidades podes ver que sí, les faltan muchas cosas que tenemos las personas que vivimos en las ciudades. Pero son pueblos alegres, no son sufrientes, no viven la realidad sufriendo. Son muy conscientes de lo valioso que es lo que tienen, y están lejos de enunciarse a ellas mismas como personas pobres. Y eso es lo que a mí me conmovió y me hizo pensar: hay que mostrar algo de esto de alguna manera. Ahí volví a pensar: puedo ser curadora. Yo había trabajado antes como gestora, artista, había probado muchas cosas en mis veintis. Después pensé que capaz como curadora podría acompañar a que estas mujeres muestren sus trabajos y su pensamiento.
Un primer proyecto con ellas que te acuerdes…
Un proyecto que se llamó La escucha y los vientos, que presentamos en Berlín, en Alemania. Fue algo inesperado porque yo vivía en Tartagal, trabajaba como técnica del INTA. Repartía semillas, ayudaba a las mujeres a vender sus trabajos, y un día llegó una curadora alemana, Inka Gressel, que estaba investigando sobre tejedoras indígenas para una exhibición. Cuando le mostré lo que yo venía investigando me dijo: ¿te animás a armar una muestra para una galería estatal en Berlín? Y ahí fue que decidí hacer lo que venía pensando tímidamente, imaginándome cómo presentar el trabajo de las chicas. En esa propuesta no solo participaron tejedoras, también ceramistas de la zona, del pueblo Chané. Como yo viví en Tartagal varios años, pude conocer a varias comunidades, porque en esa zona viven siete pueblos. Conocí a los chané, guaraní, tobas, chorotes… tuve contacto con esas comunidades porque trabajaba en un programa de soberanía alimentaria, repartía semillas, pollitos, y ahí veía esos trabajos que hacían. De los chané, si bien son conocidas las máscaras de madera que hacen los varones, son las mujeres las que las pintan, y también hacen estas cerámicas hermosas, así que les pedí que hagan cerámicas para la exposición. Esto fue en 2020. En 2021 la trajimos a Argentina, a Salta.
Tartagal está dentro de la región del Gran Chaco, es zona llana. Le llaman monte, es un bosque semiárido. Igual es muy fuerte el sentido político de la palabra monte. Al haber sido el último lugar que se anexa al estado ha sido un refugio de muchas cosas.
Algo que decías es que algunos pueblos del Chaco habían tenido menos contacto con la colonización. Me quedó la sensación de que lo marcabas como una comunidad menos expuesta a los ocupantes criollos y al estado después…
Ellos se quedaron ahí de alguna manera escondidos en el monte, pero también lo que sucedió es que cuando empieza el contacto después se hace muy rápido todo ese proceso, entonces es muy particular cómo es el proceso de transformación de esa cultura, a diferencia de otros pueblos. Y ellos tienen la particularidad, el pueblo wichi, y es que hay dos cosas que no están dispuestos a ceder, aunque cambie su forma de vestir, de vivir, de comer, no quieren dejar de hablar su idioma, y no quieren dejar de tejer. Todas las mujeres tejen, con lo que sea. Tradicionalmente se tejía con el chaguar, pero ahora solo pueden tejer con esa fibra las mujeres que viven en el monte. Las que viven en el margen de las ciudades hilan bolsas de plástico, desarman sueters… es una insistencia tan grande en tejer… ahí empezó mi curiosidad.
¿Como que se va reinventando la técnica del tejido, algo así?
Durante mucho tiempo yo les preguntaba, porque este trabajo que vengo haciendo tiene esos desafíos del diálogo intercultural, si vos sos la que impone, o propone… todos estos problemas. Entonces yo les preguntaba desde que empezamos en 2019 a proyectar trabajos vinculados al arte, yo les decía: cómo le llamamos a esto que ustedes hacen, tejido, artesanía, obra, era como el problema que teníamos. Y lo charlábamos, y ellas nunca me decían. Y yo les preguntaba, les decía, díganme cómo se dice “tejer” en el idioma de ustedes, y usemos esa palabra. Y no me respondían, era raro. Yo pensaba: no puede ser tan difícil si es lo que hacen todo el tiempo. Recién el año pasado un traductor wichi me dijo que no existe una palabra para tejer, siempre se usa una palabra que describe una acción continua que significa a la vez “tejiendo”, “cicatrizando” y “construyendo”.
Decías que en la escuela de arte había una mirada más colonial, que no te incluía. Y después con las artistas wichi encontraste un lugar. De alguna manera el arte wichi te incluyó.
Yo en realidad desarrollé lazos afectivos muy fuertes las artistas, con Claudia Alarcón, y con todas [las tejedoras del grupo Silät]. Nos íbamos a Buenos Aires, a Salta, convivíamos. Nos hicimos muy amigas. Entonces cuando apareció la invitación de hacer una muestra un poco lo tomamos como un juego. Para mí fue muy útil eso, no preocuparme tanto. Me monto en este rol, soy curadora. A la vez sentía que no tenía nada que ver con lo que yo conocía como curadora, pero era funcional a esta invitación, y después fue como ir pensando. Pensaba cómo ha ido cambiando a qué le llamamos arte, en lo cercano, en las últimas décadas. Un poco sin tener conciencia, como un atrevimiento: qué pasa si decimos que esto también es arte. No artesanía, ni arte popular sino arte. Cuando yo le pregunté a un maestro, una especie de chamán wichí, si había en su pueblo un concepto equivalente al arte me dijo sí, que siempre en su pueblo existió, fue como un pedir permiso para mi esa charla. Ahí fue cuando me cuenta la historia de un guerrero que se lastima con una espina y se vuelve loco del deseo de transformarse, entonces los vientos le dan el poder de colorear el mundo, y concluye: esta es la historia del arte.
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Al entrar, a la derecha, hay cajas de plástico naranjas. El tono –fosforescente, químico– contrasta con el café de las piezas de barro que contienen. Es lo de siempre, o lo de últimamente: hacer que convivan tradición y modernidad. Lo nuevo es que tal vez ya es normal. No es necesario mirar más allá del piso: mis sandalias de plástico rosa –fosforescente, químico– sobre la roca volcánica del sur de la Ciudad.
El Museo Anahuacalli abrió a principios de los sesenta con un acervo de cerca de 2000 piezas prehispánicas. La mayoría fueron extraídas sin guardar registro de su procedencia. Muchas las consiguió el propio Diego Rivera: su segunda esposa, Guadalupe Marín, recuerda las largas caminatas por Teotihuacán a las que tediosamente se unía.
Ulrik López Medel –el artista de la exposición actual, Dos incisivos– se acerca a las culturas originarias como alguna vez lo hizo Diego: subjetiva e ingenuamente. Ninguno de los dos retrocede ante los imponentes estándares académicos. Lo que buscan en el pasado nacional es, más que nada, sus imágenes (sol, manos, flores) y materiales (adobe, madera, papel maché).
La noche previa me extrañó ver tantas citas de Pascal Quignard en el sitio del artista. Me fui a dormir pensando en la decisión de usar visores extranjeros para abordar una cultura propia y cercana. La exposición, desde el texto curatorial, propuso otra idea: “Ulrik reclama la libertad de relacionarnos con la cultura sin entenderla completamente”.
La interpolación de piezas prehispánicas y contemporáneas cobró otro sentido. Me entretuvo el discreto acomodo de las 24 piezas de Ulrik entre los miles de objetos de la colección permanente: el diálogo entre escalas, la elección de colores, el guiño a sus instalaciones anteriores.
Está bien encontrar útil a Quignard. Tratándose de una historia lejana y desdibujada, viviendo un momento de máxima hibridación cultural (Ulrik mismo nació en México, emigró a Puerto Rico y estudió en Estados Unidos), sería una lástima que las únicas personas socialmente autorizadas para acercarse al pasado fueran quienes cuentan con el respaldo del gobierno o la academia.
La exposición podría suscitar una discusión sobre el uso y abuso del pasado indígena. Me parecen más vigentes las que el mismo artista sugiere: qué credenciales se exigen para trabajar qué temas, de qué nuevas maneras podemos relacionarnos con la historia compartida.