Maia Debowicz: madres, conejos y orgullo freak
30-08-2024Por: Natalia Laube
En esta edición de Diga lo que piensa, Natalia Laube conversa con la autora de Los ruidos vienen de la cocina, su novela más reciente editada por La Crujía.
Hay años mansos que pasan sin dejar demasiada huella y años explosivos que quedan marcados a fuego en la historia de una vida. 2016 fue para Maia Debowicz –periodista, crítica de cine, escritora– uno de aquellos: un año lleno de temblores, cuyos efectos siguen marcando el pulso de sus días. En cuestión de meses, la casa que compartía con su novio se pobló de conejos bebé y la relación con su mamá, que desde siempre había sido conflictiva, se fue tensando más y más, hasta volverse directamente imposible para ella. Podría pensarse que una anécdota y la otra no tienen muchas cosas en común más que el hecho de contar con Maia como protagonista. Pero, si se las mira de cerca, es posible detectar otros hilos que las unen: la pregunta por el instinto materno y por el material salvaje del que están hechos los vínculos más estrechos aparece con fuerza en ambos sucesos, que se fueron trenzando en los veinticinco capítulos que componen Los ruidos vienen de la cocina (La Crujía), su flamante novela. Allí, de la mano de Flora, su alter ego, Maia narra para repasar su propia historia y comprenderla.
– La literatura está llena de historias de separaciones de pareja, incluso de amistades, pero se habla poco del divorcio entre un hijo y un padre o madre. ¿Qué te impulsó a contar esta historia?
Como siempre que empiezo a escribir algo, lo primero que hice fue preguntarme qué tenía para decir con este texto. Hay temas que, a esta altura, parecen estar sobreexplorados, y siento que no me interesa meterme ahí si no tengo algo nuevo que decir. En este caso, sentí que podía valerme de mi perspectiva de hija, estudiando a esa madre, padeciéndola, observando a otras mamás para preguntarme si todas eran como la que me había tocado a mí, indagando en eso que supuestamente no podemos elegir. Cuestionando, a la vez, esa idea. A mí el lugar común de que “la familia no se elige” me molesta. Por supuesto uno nace incluido en una familia que no eligió, pero uno no tiene por qué aceptarla ni quedarse ahí. Ni siquiera tiene por qué aceptar todas las reglas que se le imponen si elige quedarse ahí. Ese, creo, es el gran descubrimiento de la narradora de esta novela.
– ¿Creés que publicarla fue una suerte de acto psicomágico?
Cuando la pasaste mal en una familia nuclear, pensás constantemente en los vínculos. En los que te tocaron en el pasado, en cómo crear otros mejores en el presente. En parte, lo hacés porque tenés mucho miedo de volver a caer en ciertos lugares: el fantasma es volver a encontrarte envuelta en relaciones nocivas, que eso se vuelva cíclico. Y el libro fue una suerte de hechizo para no volver a caer en esa maldición, para no volver a poner a esa madre en otro cuerpo.
– ¿Qué espacios y métodos fuiste encontrando a lo largo de tu vida para trabajar el vínculo con tu mamá?
Bueno, voy a terapia desde que tengo memoria. De chica me mandaron porque yo era una niña bastante rara y triste, pero viste que en la adultez en general redescubís ese espacio, te lo apropiás de otra forma. Hace varios años voy a una terapeuta que me gusta mucho, entre otras cosas porque me ayudó a poner en duda todo. Hay algo de los analistas que puede resultar medio peligroso: muchos son muy conservadores, te quieren ordenar. Y yo me estoy amigando mucho con mi caos, descubriendo que hay algo muy vital para mí ahí, en el movimiento permanente. Después de muchos años de hacer una terapia donde, pienso ahora, corría muchísima bajada de línea, encontré un espacio que también fue clave en el proceso de escritura esta novela, que me ayudó a pensar mi historia con un poco más de liviandad, a salir del dramatismo. Y, sobre todo, a aceptar que había cosas que yo no iba a poder cambiar. Darte cuenta de que algo no es posible puede ser muy liberador: te deja espacio para otros amores y otras vivencias.
– Los ruidos es un texto de muchísima exposición, ¿qué reflexiones o temores conllevó su publicación?
Uno de mis mayores miedos tenía que ver con la mirada de los otros: que me vean como una guacha, como alguien que abandonó a su mamá. Porque sigue habiendo una idealización de la figura materna, en la cultura popular, en todos lados. Se escuchan todo el tiempo frases del estilo “El que no quiere a Oasis no quiere a su vieja”, como si no querer a tu mamá fuese un crimen de guerra. Y la familia no siempre es un lugar de encuentro y de amor. Por suerte, si sos de los que lo tuvieron que entender rápido, a medida que crecés te vas encontrando con otros que viven un poco igual a vos, y te vas compartiendo sabiduría. Así como antes las mamás se pasaban recetas y consejos para criar a los hijos, creo que hoy somos muchos los hijos que nos vamos transmitiendo ideas para tratar a nuestras madres o padres, para que no te consuman y, sobre todo, para que esa mirada que tienen sobre nosotros no determine lo que hacemos, cómo somos.
Hablemos de conejos: ¿a qué edad adoptaste el primero? ¿Qué es lo que más te gusta de vivir con ellos?
A los 18, cuando me fui de la casa materna, llegó Duchamp, el primero. Desde entonces, nunca dejé de vivir con al menos uno. Hasta la explosión que cuento en el libro, siempre fueron uno o dos. Después, mi coneja She-Ra quedó embarazada de mi conejo Warhol, aunque se suponía que él no podía ser papá porque ya era un conejo mayor. Hoy, ya no me imagino la vida sin conejos.
¿Es posible entablar con un conejo el mismo vínculo que uno tiene con un perro o un gato?
Sí, son súper cariñosos y atentos a lo que te pasa. Como cualquier animal, cada uno es distinto al otro: he tenido conejos mucho más regalones y conejos súper independientes. Pero yo siento que forjé un vínculo muy estrecho con casi todos: cuando me pasa algo se dan cuenta y están más conmigo; si hay algo que tiene nerviosa rompen menos las pelotas. Son perceptivos y compañeros, y además forjan lazos entre ellos: están los que tienen mucha onda entre sí, los que no se bancan, es realmente una microsociedad.
– Tengo la sensación de que el cine fue importante en tus años de intensidad familiar y confusión. ¿En qué momento dirías que se despertó la vocación cinéfila en vos?
Gran parte de mi adolescencia y postadolescencia estuvo atravesada por las internaciones de mi mamá. Hubo un año en particular, creo que 2003 o 2004, en el que no recuerdo haber dormido. Es prácticamente imposible lo que digo, pero yo lo recuerdo así: si dormía, dormía poquísimo, estaba en estado de alerta permanente y me dejaba ganar por el sueño una o dos horas por noche. Entonces veía películas, tres o cuatro cada madrugada.
– ¿Qué películas?
La noche era el momento en que mi mamá se dormía con ayuda de la medicación, y los acompañantes terapéuticos se quedaban rondando la casa. Era terrorífico, y yo veía muchas películas perturbadoras, con climas ominosos. Pienso ahora que lo que necesitaba era salir de mi terror y entrar en otro. Me metí de lleno con Carpenter, con Cronenberg, con mucho cine de los setenta. Hoy pienso que ese fue de los mejores y de los peores años de mi vida, donde definitivamente se forjó un vínculo importante con el cine que después terminé aprovechando para hacer crítica. Algo a lo que en ese momento no sabía que me iba a dedicar, porque yo siempre llego un poco zigzagueando a las cosas. Pero, incluso antes de escribir sobre cine, me dediqué un tiempo a las arte visuales y ya había hecho algo de obra con la medicación que tomaba mi mamá. Pienso que, en general, el arte fue para mí un lugar donde estar a resguardo, una casa para huir de mi casa. No diría que me salvó, porque no creo que haya cosas que “te salven”, pero sí que fue un gran sostén.
– Cuando una es chica, ser “la niña rara” es dificilísimo, pero en algún momento se vuelve genial vivir bajo los propios preceptos. ¿Recordás en qué momento pudiste transformar la vergüenza en orgullo freak?
Creo que es algo que a muchos nos pasó ya entrados en la adultez. El camino siempre es encontrar gente que sea como una en distintos espacios y darse cuenta de que tan rara no eras. A mí me ayudó muchísimo empezar a trabajar en el suplemento Soy. Primero porque ahí descubrí que había gente mucho más rara que yo (risas), y segundo porque amplió mi idea de belleza, de atracción hacia el otro y empecé a poner en duda un montón de cosas más. Algo que me sigue enojando un montón del progresismo es que se acuse tan livianamente de frikis a Milei y otros personajes de este gobierno. Siento que retrocedemos mil años con esa idea. Quiero decir: detesto a este gobierno, pero no creo que nos gobiernen mal por ser raros, por no tener hijos o por querer a sus perros. En ese sentido, la campaña “Votá al normal” me pareció muy desacertada, porque ese odio al raro va a repercutir en todas las personas raras. Y tampoco creo que la ponderación de lo normal nos haya llevado a tan buen puerto.
Foto de portada: Sebastián Freire.